Apenas terminaba de hablar Vianello cuando entró Pucetti con más fotos en una carpeta y un sobre pequeño que contenía el reloj de bolsillo y el anillo, que entregó a Brunetti con esta explicación:
– Dice Bocchese que lo único que ha encontrado son manchas de tizne, hechas probablemente por la niña. Nada más.
Brunetti abrió la carpeta y vio con alivio que contenía fotos sólo de la cabeza de la niña. Le habían retirado el pelo de la cara y en una de las fotos tenía abiertos unos ojos verde esmeralda. No le habían robado únicamente años sino también una gran belleza.
Abrió el sobre y dejó caer el anillo y el reloj en la mesa. A juzgar por el tamaño, el anillo era de hombre: una ancha banda de oro con los bordes ondulados.
– Diría que está hecho a mano -opinó Vianello. Lo levantó hacia la luz y miró el interior-. «GF-OV, 25/10/84.»
– ¿Cómo se abre? -preguntó Pucetti señalando el reloj con la barbilla, sin tocarlo. Unas motas del polvo oscuro utilizado por Bocchese para extraer huellas habían caído sobre la mesa.
Brunetti levantó el reloj y oprimió el émbolo de la parte superior. No ocurrió nada. Dio la vuelta al reloj, vio una palanquita en el borde, la oprimió con la uña y la tapa se abrió. En el interior se leía, grabado en delicada letra inglesa: «Per Giorgio, con amore, Orsola.» Y la fecha era «25/10/94».
– Vaya, por lo menos duró diez años -observó Vianello.
– Confiemos en que se casaran aquí -dijo Brunetti alargando la mano hacia el teléfono. Así era. El 25 de Octubre de 1984 habían contraído matrimonio Giorgio Fornari y Orsola Vivarini.
Brunetti abrió la guía telefónica por la F. Enseguida encontró un Giorgio Fornari, pero la dirección era de Dorsoduro. Levantando la cabeza, dijo:
– Lo que sea que haya ocurrido no pasó en Dorsoduro. -Sin dar tiempo a que los otros hablaran, miró en la V-. Nada. Pucetti -dijo al joven agente-, enseñe estas fotos a los de abajo, por si alguien la reconoce. Si no es así, o aunque así sea, llévelas a los carabinieri, a ver si ellos pueden decirnos algo. -Brunetti sabía que a los niños que eran arrestados por robo se les hacían fotos pero como el reglamento exigía que las fotos fueran enviadas al Ministerio del Interior, la policía local no conservaba constancia gráfica y tenía que identificar a los reincidentes fiándose de la memoria.
Cuando el agente salió del despacho, Brunetti dijo:
– Creo que deberíamos ir a Dorsoduro, para averiguar cómo perdió el anillo y el reloj el signor Fornari. Brunetti miró su propio reloj y calculó que, si salían ahora e iban andando por la riva hasta el traghetto de San Marcos, llegarían antes de la hora del almuerzo. De todos modos, antes de salir de la questura, buscó la dirección en Calli, Campielli e Canali y localizó el edificio al extremo de Fondamenta Venier.
Cuando llegaron a Ponte del Vin, se encontraron incrustados en la multitud que iba en dirección a la Piazza o venía de ella. Desde lo alto del puente, Vianello contempló el mar de cabezas que se extendía ante ellos.
– No puedo -susurró.
Brunetti dio media vuelta y retrocedieron hacia el imbarcadero y el barco que los llevaría a San Zaccaria.
A pesar del cambio de dirección, la marea humana seguía envolviéndolos: sobraban los comentarios. Al llegar al imbarcadero, vieron que la cola de gente que esperaba el barco se prolongaba hasta la riva. Sin dudar ni un instante, los dos hombres giraron a la derecha y fueron hasta la cadena que cerraba el paso. Inmediatamente, se les acercó una rubia de nariz aguileña con un pantalón vaquero tan ceñido que daba la impresión de que ponía en peligro, si no su vida, su respiración.
– Esto es la salida -les dijo con voz chillona, agitando la mano con una especie de aleteo de exasperación-. Entorpecen el paso a las personas que van a desembarcar.
– Esto es una credencial de policía -dijo Vianello inclinándose sobre la cadena para mostrarle el documento-, y usted entorpece el paso a la policía en acto de servicio.
Ella no se mostró intimidada, pero su respuesta quedó ahogada por el ruido del motor del vaporetto que se acercaba marcha atrás. La muchacha se puso frente a ellos con los brazos en jarras, como si temiera que trataran de colarse en el barco antes de que desembarcaran los pasajeros.
Ellos esperaron pacientemente y, cuando decreció la corriente, ella tuvo que ir hacia el otro lado para desenganchar la cadena que cerraba el paso a los que iban a embarcar, y con ellos subieron los dos policías.
Cuando se alejaban del imbarcadero, Brunetti dio un codazo a Vianello y dijo:
– Resistencia a un funcionario de policía en acto de servicio. Tres años de prisión, condena condicional si carece de antecedentes.
– Yo le echaría cinco. Aunque no fuera más que por los vaqueros.
– Ah -suspiró Brunetti con burlona nostalgia-, qué tiempos aquellos en los que podíamos intimidar a la gente.
Vianello se echó a reír.
– Me parece que tener siempre a tanta gente alrededor me está agriando el carácter.
– Tendrás que acostumbrarte.
– ¿A qué? -preguntó Vianello.
– A la gente, porque esto va a más. El año pasado, dieciséis millones; éste, veinte. El año que viene, sabe Dios.
Con esta charla, repitiendo comentarios que habían hecho cien veces, pasaron el tiempo hasta que el vaporetto llegó a San Zaccaria. Como aún no eran las doce, decidieron tratar de encontrar a Fornari antes de ir a almorzar.
La mañana era espléndida y el paseo por el Zattere, un baño de luz y belleza. Vianello, que al parecer aún seguía oprimido bajo el peso de tanto turista, preguntó:
– ¿Qué vamos a hacer cuando empiecen a llegar los chinos?
– Me parece que ya han empezado.
– ¿Forman parte de los veinte millones? -Al ver que Brunetti asentía, preguntó-: ¿Y qué haremos nosotros cuando nos vengan veinte millones de chinos, además de los otros?
– No lo sé -dijo Brunetti, recreando la vista en la fachada del Redentore, al otro lado del canal-. Pedir el traslado, supongo.
Después de meditar esta posibilidad, Vianello preguntó:
– ¿Tú podrías vivir en otro sitio?
Señalando con la barbilla la iglesia, Brunetti respondió:
– No más que tú, Lorenzo.
Antes de llegar al ex Consulado de Suiza, torcieron a la izquierda, después a la derecha, entraron en la calle de Mezo y ya habían llegado a su destino. Sólo que no era su destino. El signor Fornari y su esposa eran los dueños del apartamento del tercer piso, pero no vivían en él. O eso les dijo la mujer que habitaba en el apartamento situado dos pisos más abajo, al que llamaron al no encontrar el nombre de Fornari ni el de Vivarini junto a los timbres de la entrada.
Allí vivían ahora unos franceses, informó la mujer, como si el signor Fornari hubiera alquilado la casa a una tribu de visigodos saqueadores. Él y su esposa vivían en el apartamento de la madre de ella, al que se habían mudado seis años atrás cuando hubo que ingresar a la signora en la Casa di Dio. Unas personas encantadoras, sí, la signora Orsola y el signor Giorgio, él vendía cocinas y ella llevaba el negocio de la familia, azúcar. Y unos niños preciosos, Matteo y Ludovica, que…