– Venía del dermatólogo -explicó la mujer-. Giorgio tenía una erupción en la mano izquierda y el médico dijo que podía ser alergia al cobre. -Señaló el anillo, que Brunetti aún tenía en la mano-. ¿Ve ese tono rojizo? Es la aleación de cobre. Por lo menos, eso pensó el médico, y dijo a Giorgio que, para hacer la prueba, estuviera una semana sin ponerse el anillo, a ver si desaparecía la erupción.
– ¿Ha desaparecido?
– Creo que sí. No sé si del todo, pero estaba mejor cuando él se fue.
– ¿Se fue?
Ella lo miró con gesto de sorpresa, como si él ya hubiera tenido que saber que su marido estaba fuera.
– Sí, está en Rusia. -Antes de que ellos pudieran preguntar, la mujer explicó-: Negocios. Su empresa vende muebles de cocina y ha ido para negociar un contrato.
– ¿Cuánto hace que se marchó?
– Una semana.
– ¿Y cuándo regresará?
– A mediados de la semana próxima -dijo la mujer, sin disimular ya la impaciencia ni el desagrado-. Si no tiene que quedarse para sobornar a alguien más.
Brunetti dijo, por todo comentario:
– Sí; tengo entendido que hay dificultades. -Y añadió-: ¿Sabe si también dejó de llevar el reloj?
– Creo que sí. El cierre de la cadena se rompió hace semanas, y tenía miedo de perderlo o de que se lo robaran. Antes de irse trató de hacerlo reparar, pero el joyero que hizo la cadena ya no está y Giorgio no tuvo tiempo de buscar a otro. Le dije que yo lo mandaría reparar, pero se me olvidó.
– ¿Tiene idea de cuándo lo vio por última vez? -preguntó Brunetti.
Ella miró de uno a otro, como tratando de leer en sus caras la explicación de su curiosidad por aquellos objetos. Cerró los ojos un momento, los abrió y dijo:
– No; lo siento. Ni siquiera recuerdo haber visto a Giorgio dejar el reloj en el tocador. Quizá me dijo que lo dejaba, pero no puedo decir que lo haya visto allí.
– ¿Y el anillo? ¿Cuándo lo vio por última vez?
Otra rápida mirada, para tratar de descubrir el motivo de estas preguntas, y otro fracaso.
– Lo traía en el bolsillo del reloj y dijo que no se lo pondría durante una temporada. Tuvo que dejarlo en el locador, porque no hay otro sitio, pero no recuerdo haberlo visto. -Pudo más la educación que la irritación, y trató de sonreír-: Perdone, comisario, pero le agradeceré que me explique a qué se debe todo esto.
Brunetti no vio razón para no responder, por lo menos, en términos generales.
– Encontramos estos objetos en poder de una persona de la que sospechamos que ha estado involucrada en una serie de delitos. Ahora que los ha identificado usted como propiedad de su marido, tenemos que averiguar cómo llegaron a poder de esa persona.
– ¿Qué persona?
Brunetti notó que Vianello se revolvía en el sofá.
– Eso no puedo decírselo, signora. La investigación está en la fase inicial. Aún es pronto.
– No tan pronto como para que no hayan venido a preguntar -replicó ella. Como Brunetti no respondiera, preguntó-: ¿Han arrestado a alguien?
– Lo siento, signora, tampoco puedo decirle eso -respondió Brunetti con voz neutra.
En un tono ya más áspero, ella dijo:
– ¿Si arrestan a alguien nos lo dirán?
– Desde luego -respondió él y le pidió la dirección del hotel del marido. Ella se la dio y un silencioso Vianello la anotó. Brunetti, para no incomodarla más aún, se abstuvo de pedirle el número de teléfono.
– ¿Querría decirme quién más vive en la casa, signora? -preguntó Brunetti, como si no hubiera oído ya los nombres de los hijos. En este punto, pensó Brunetti mientras esperaba la respuesta, la gente suele empezar a protestar o se niega a seguir contestando preguntas.
Sin vacilar, ella dijo:
– Sólo nuestros dos hijos, de dieciocho y dieciséis años.
Paseando por la habitación una mirada que trataba de ser aprobadora, Brunetti preguntó:
– ¿Alguien la ayuda a cuidar del apartamento, signora?
– Margherita -respondió ella.
– ¿Apellido?
– Carputti -dijo la mujer, y añadió inmediatamente-: Pero trabaja para nosotros desde hace diez, no, trece años. Ella no robaría más de lo que podría hacerlo yo. -Antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, añadió-: Además, es napolitana. Si quisiera robarnos, no perdería el tiempo con estas cosas.
Brunetti tomó nota mentalmente de la explicación, por si alguna vez tenía que defender la honradez de sus amigos meridionales.
– ¿Sus hijos traen amigos a casa?
Ella lo miró como si en la vida se le hubiera ocurrido que los chicos pudieran tener amigos.
– Supongo. Vienen a estudiar o lo que sea que hacen los jóvenes.
Como padre, Brunetti tenía una serie de ideas de lo que los jóvenes hacían unos en casa de otros. Como policía tenía una serie de ideas completamente distinta.
– Comprendo -dijo él, poniéndose en pie, en lo que Vianello lo imitó. La signora Vivarini se levantó también rápidamente.
– ¿Sería tan amable de mostrarnos dónde vio por última vez estos objetos, signora? -preguntó Brunetti.
– Es que es el dormitorio -protestó ella, con lo que se ganó la aprobación de Brunetti. El comisario lanzó una rápida mirada a Vianello, que volvió a sentarse en el sofá.
Esto pareció bastar para que la signora Vivarini se diera por satisfecha. Salió al pasillo y entró en la habitación de enfrente dejando la puerta abierta, seguida de Brunetti.
El dormitorio era tan acogedor como la sala. A los pies de la gran cama de matrimonio se extendía una alfombra de Tabriz, descolorida después de llevar muchos años al pie de unas ventanas orientadas al oeste, y con una punta raída. Cortinas de lino gris, abiertas, en el balcón de la pared del fondo, por el que Brunetti vio la fachada del edificio del otro lado del canal. Entre las ventanas, una librería, con tomos atravesados encima de cada hilera.
El balcón daba a una terracita, en la que no cabía nada más que los dos sillones que Brunetti vio en ella.
– Buen sitio para sentarse a leer por la tarde -dijo Brunetti señalando la terraza.
Ella sonrió por primera vez y, de repente, su cara dejó de ser vulgar.
– Sí; Giorgio y yo pasamos muchos ratos ahí. ¿Usted lee?
– Cuando tengo tiempo -respondió Brunetti. Hoy en día ya no se puede preguntar a una persona a quién vota ni, en un país católico, cuál es su religión. Las preguntas sobre las preferencias sexuales son indiscretas y de cocina suele hablarse preferentemente durante las comidas, por lo que, quizá, la única pregunta reveladora de tu personalidad que aún se te puede formular es si lees o no y, en caso afirmativo, cuáles son tus gustos. Por más que le tentara adentrarse por este camino, el comisario preguntó-: ¿Quiere indicarme dónde guardaban estos objetos, signora?
Ella señaló un escritorio de nogal, bajo, con cuatro anchos cajones que no parecían fáciles de abrir. Al acercarse, Brunetti vio una foto de boda. Con veinte años menos y en traje de novia, ella era ya una mujer de lo más corriente, pero el hombre que estaba a su lado, radiante de felicidad, era francamente guapo. A la derecha de la foto estaba una bandeja de porcelana con la imagen de dos campesinos pintados en vivos colores en el centro.
– Era de mi madre -dijo la mujer, como justificando la calidad y el colorido del objeto. La bandeja contenía dos llaves sueltas, unas tijeras de las uñas, varias conchas y un taco de billetes de vaporetto.
Ella estuvo un rato mirando los objetos de la bandeja, examinó la habitación, se giró hacia la terraza y volvió a mirar la bandeja. Rozó con el dedo los billetes de vaporetto apartándolos hacia un lado y dio la vuelta a dos conchas.
– Aquí estaban un anillo con un granate y unos gemelos con incrustaciones de lapislázuli. También han desaparecido.