– ¿Tenían mucho valor? -preguntó Brunetti.
Ella movió la cabeza negativamente.
– No. Ni siquiera era un granate auténtico sino un cristal. Pero me gustaba. -Hizo una pausa y añadió-: Los gemelos eran de plata.
Brunetti asintió. Ahora mismo, él no habría podido decir lo que estaba, o no estaba, en el tocador de su dormitorio. A veces, había visto allí el anillo de esmeralda, regalo de fin de carrera del padre de Paola a su hija. Y el reloj IWC, pero no recordaba cuándo fue la última vez.
– ¿Falta algo más? -preguntó.
– Me parece que no -respondió la mujer registrando con la mirada la superficie del escritorio.
Brunetti se acercó al balcón de la terraza y miró a la casa de enfrente. Para ver el canal, tendría que salir a la terraza. Pero desistió, dio las gracias a la mujer y volvió al pasillo. Cuando la mujer se reunió con él, Brunetti preguntó:
– ¿Puede decirme dónde estuvo el miércoles por la noche, signora?
– El miércoles -repitió ella, pero no interrogativamente.
– Sí.
– En la ópera, con mi hijo, mi hermana y su marido, y, después, fuimos a cenar.
– ¿Dónde, por favor?
– En su casa. Nos habían invitado a mi marido y a mi, pero como él estaba de viaje vino Matteo en su lugar y añadió, como en tono de disculpa-: A mi hijo le gusta la ópera.
Brunetti asintió, sabiendo que podría comprobarlo fácilmente.
Como si le leyera el pensamiento, ella dijo alzando un poco el tono:
– Mi cuñado se llama Arturo Benini. Viven en Castello. -Adelantándose también a la siguiente pregunta, explicó-: Permanecimos en su casa como mínimo hasta la una. -Y, como si estuviera a punto de agotar la paciencia, agregó-: Mi hija ya dormía cuando llegamos, por lo que no podrá confirmar la hora.
Brunetti notó que le costaba dominar la cólera que le hacía temblar la voz.
– Gracias, signora -dijo yendo hacia la habitación en la que esperaba Vianello. Pero entonces se abrió la puerta del fondo del pasillo y entró en el apartamento la Venus de Botticelli.
CAPÍTULO 17
Casado desde hacía más de veinte años con una mujer a la que creía hermosa, y padre de una hija que llevaba camino de serlo, Brunetti estaba acostumbrado a la belleza femenina. Además, vivía en un país que te bombardea los ojos con mujeres hermosas, desde los carteles publicitarios, la calle, el mostrador de los bares y la misma comisaría de Cannaregio, donde una de las nuevas agentes hizo que le diera un vuelco el corazón la primera vez que la vio. Pero la agente Dorigo había resultado ser protestataria y conflictiva, por lo que Brunetti se limitaba a admirarla a distancia, como el que contempla un escaparate, disfrutando de la vista, mientras no tuviera que hablarle ni escucharla.
Aun así, no estaba preparado para la aparición de la muchacha que acababa de entrar, se volvía a cerrar la puerta y avanzaba hacia ellos sonriendo y diciendo:
– Ciao, mamma, ya estoy aquí. -Dio un beso a su madre, tendió la mano a Brunetti con un ademán que a él le pareció una encantadora imitación del de una mujer sofisticada y dijo-: Buenas tardes. Soy Ludovica Fornari.
Al verla de cerca, Brunetti observó que el parecido con el cuadro de Botticelli era superficial. El pelo rubio y largo era igual, sin duda, pero la cara era más rectangular y los ojos, de un azul transparente, estaban más separados. Él le estrechó la mano, dando su nombre, pero no el título.
Ella volvió a sonreír y él vio que tenía un poco mellado el incisivo izquierdo. Se preguntó por qué no se lo habían hecho arreglar; una familia con una casa como ésta bien podría permitírselo. Brunetti sintió que se despertaba su instinto protector y se preguntó si no debería decir algo a la madre. Pero el sentido común intervino a tiempo, y dijo volviéndose hacia la signora Vivarini:
– No la molesto más, signora. Muchas gracias por su atención. Avisaré al ispettor Vianello.
La muchacha hizo un ruido con la garganta, se llevó la mano a los labios y empezó a toser. Cuando Brunetti se volvió, vio que tenía el cuerpo doblado por la cintura y las manos en las rodillas y que la madre le daba golpecitos en la espalda. Sin saber cómo ayudar, él se mantuvo a la expectativa hasta que el acceso se calmó. La joven movió la cabeza de arriba abajo, dijo algo a su madre, que retiró el brazo, y se irguió.
– Perdone -susurró sonriendo a Brunetti, con lágrimas en las mejillas-. Me he atragantado -y se señalaba la garganta. Al hablar le volvió la tos. Luego, levantó una mano y sonrió. Aspiró varias veces someramente y dijo a su madre con voz ronca-: Ya pasó, mamma.
Brunetti, al verla ya tranquila, cruzó el pasillo y abrió la puerta de la otra habitación. Vianello seguía en el sofá, leyendo la revista. El inspector se levantó, dejo la revista en la mesa y se reunió con Brunetti en la puerta. Al salir al pasillo, Vianello vio a la muchacha. Ella le sonrió pero no le tendió la mano. Los dos hombres salieron del apartamento y, desdeñando el ascensor que seguía en el piso, con una puerta abierta, bajaron por la escalera.
Al salir, Vianello preguntó:
– ¿La hija?
– Sí.
– Muy guapa.
Brunetti no contestó sino que fue hasta el borde del canal, se volvió y contempló el edificio del que acababan de salir.
– ¿Qué buscas? -preguntó Vianello, mirando en la misma dirección.
– El ángulo del tejado -contestó Brunetti protegiéndose los ojos del sol con la mano. Estaban demasiado cerca y sólo veían la fachada y el alero; pero no podían alejarse más para mejorar la perspectiva.
– El dormitorio está en la parte de atrás -dijo Brunetti apartando la mano de la cara para señalar a la tasa-. En aquel lado del pasillo había otras dos puertas.
– ¿Y?
– Y nada, me temo -respondió Brunetti echando a andar hacia la callejuela. Cuando Vianello estuvo a su lado, explicó-: Dice que estaba en la ópera con su hijo y que después fueron a cenar a casa de su hermana. Para empezar, lo comprobaremos.
– ¿Y después?
– Si es verdad, trataremos de averiguar algo sobre la chica.
Tras un momento de duda, Vianello preguntó:
– ¿La gitana?
– Si, por supuesto -respondió Brunetti aflojando el paso un momento y mirándolo con curiosidad.
Vianello desvió la mirada un instante y luego preguntó:
– ¿Rizzardi dijo eso? ¿Lo de la gonorrea?
– Sí.
Salieron a campo Santo Stefano y, de mutuo acuerdo, se dirigieron al puente de la Accademia y el barco que los llevaría de vuelta a la questura.
Cuando pasaban por detrás de la estatua, Vianello dijo:
– ¿Por qué no dejo de pensar que es peor por ser una niña?
Pasaron por delante de la iglesia y torcieron hacia el puente.
– Porque es peor -dijo Brunetti.
Poco después de que llegaran a la questura, Pucetti se presentó a dar su informe. Brunetti ya había localizado al cuñado de la signora Fornari, que confirmó sus palabras e incluso agregó que había acompañado a ella y a su hijo al vaporetto de la 1.07.
Pucetti había seguido las instrucciones y mostrado las fotos de la niña a sus compañeros y dejado copias en el puesto de los carabinieri de San Zaccaria, con la indicación de que las hicieran circular, por si alguno de los hombres la reconocía. Mientras hablaba, dejó en la mesa de su superior la carpeta con las fotos sobrantes.
Cuando el joven terminó, Brunetti preguntó:
– ¿Nadie la ha reconocido?
– Aquí no, señor -respondió Pucetti-. He puesto dos de las fotos en el tablero. Uno de los carabinieri de San Zaccaria ha dicho que le parecía que la habían detenido hace un mes, pero que no estaba seguro y que miraría en el archivo y hablaría con los hombres que habían hecho el informe.