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– Como el cadáver lo encontré yo, supongo que habré de ser yo quien se lo diga.

Steiner contempló un momento a Brunetti y dijo:

– Sí.

– ¿Alguien de los servicios sociales los conoce?

– Más de uno.

– Mejor si pudiera ser una mujer -dijo Brunetti-. Para que hable con la madre.

Le pareció que Steiner hacía una mueca, pero en aquel momento el maresciallo se levantó. Tomó la carpeta, dio la vuelta a la mesa y la tendió a Brunetti.

– Aquí encontrará varios informes de los asistentes sociales. -Brunetti miró la carpeta pero no hizo ademán de cogerla. Steiner sonrió y agitó ligeramente la carpeta-. Necesito un cigarrillo, pero no puedo fumar aquí dentro. Lea mientras estoy fuera y, cuando vuelva, me dice lo que haya decidido hacer, ¿de acuerdo?

Brunetti tomó la carpeta y Steiner salió del despacho cerrando la puerta con suavidad.

CAPÍTULO 19

¿Qué libro era aquel del que Paola solía hablar siempre que daba clase sobre Dickens? ¿Londres no-sé-qué y El no-sé-cuántos de Londres? Brunetti se horrorizó la primera vez que su mujer le leyó un pasaje, y no sólo por el relato en sí sino por la aparente complacencia con que ella lo leía. Cuando él manifestó su espanto ante la descripción de docenas de personas hacinadas en habitaciones sin ventanas y de niños que buscaban basura para revender, en un río lleno de heces, ella lo tildó de tiquismiquis. También le atribuyó ceguera de conveniencia cuando él no quiso dar crédito a los casos de sexualidad precoz y los oficios desempeñados por niños que aparecían en la novela.

Ahora, mientras leía los informes de los asistentes sociales que habían visitado el campamento de los romaníes de las afueras de Dolo en el que vivía la familia Rocich, Brunetti recordaba aquellos pasajes de Dickens. La vivienda familiar era una roulotte de 1979, sin documentación. Y, al parecer, sin elementos de calefacción.

Como había sugerido Steiner, llamar a aquello vivienda familiar era imponer los convencionalismos de una sociedad a los miembros de otra. El coche que se encontraba aparcado más cerca de la roulotte estaba registrado a nombre de Bogdan Rocich, titular de un documento de refugiado concedido por la ONU. La mujer que compartía la roulotte, poseedora también de documento de la ONU, era Ghena Michailovich, en cuyo pasaporte figuraban tres hijos, Ariana, Dusan y Xenia. En los certificados de nacimiento de los niños aparecían los nombres de la mujer y de Bogdan Rocich.

Bogdan Rocich, conocido de las autoridades por multitud de alias, tenía una larga lista de antecedentes criminales que abarcaba dieciséis años, al parecer, desde su llegada al país. Había sido arrestado por robo, atraco, tráfico de drogas, posesión de un arma, violación y embriaguez en público. Sólo había sido sentenciado por posesión de un arma: los testigos de sus otros delitos -la mayoría, sus víctimas- se habían retractado de su declaración antes de que el caso llegara a juicio. Uno de los testigos había desaparecido.

La mujer, Ghena Michailovich, nacida en la actual Bosnia, también tenía múltiples detenciones, aunque sólo por mechera y carterista. Había sido juzgada dos veces, y condenada a arresto domiciliario por ser madre de tres criaturas. También ella disponía de varios alias.

Después de leer los informes de los padres, Brunetti pasó a los documentos relacionados con los niños. Los tres eran conocidos de los servicios sociales. Por haber nacido en Italia, no existían dudas sobre su edad. Xenia, la mayor, tenía trece años; Dusan, el chico, doce. La niña muerta, Ariana, tenía once.

Después de leer la edad de la niña muerta, Brunetti dejó los papeles en la mesa, volvió la cabeza hacia la ventana y se quedó mirando el jardincito del puesto de carabinieri. Al fondo, en un ángulo, se veía un pino y, unos metros más cerca de la ventana, un frutal, en cuyas ramas asomaban hojas, todavía sin desplegar, de un verde tierno que se destacaban sobre el verde más oscuro de las agujas del pino. Al pie de los árboles la hierba nueva tenía un fulgor casi eléctrico y, junto al murete de la cerca, ya despuntaban los finos brotes de lo que serían tulipanes. Un pájaro que descendió por la izquierda se metió en la copa del pino y, al cabo de unos segundos, levantó el vuelo. Durante varios minutos, Brunetti estuvo observando cómo el pájaro venía y se iba, una y otra vez. Construía una casa.

Volvió a mirar los papeles. Los tres niños estaban inscritos en dos escuelas de Dolo, aunque eran tantas las faltas de asistencia que no podía decirse que estuvieran escolarizados.

Los informes de la escuela no indicaban el aprovechamiento académico sino que se limitaban a consignar las faltas de asistencia a clase y la no comparecencia a exámenes de fin de curso. Dusan había sido enviado a casa dos veces por haber intervenido en peleas, cuyo motivo no se especificaba. Xenia había atacado a un compañero de clase al que había fracturado la nariz, aunque el incidente tampoco había tenido consecuencias. De Ariana no se hacía mención alguna.

A su espalda se abrió la puerta y entró Steiner. Traía dos vasitos de plástico:

– Sólo tiene una bolsa de azúcar -dijo dejando el café delante de Brunetti.

– Gracias -dijo el comisario cerrando la carpeta y dejándola en la mesa, frente a sí. El café estaba un poco amargo, pero no importaba.

Steiner volvió a sentarse detrás de su escritorio. Terminó el café, estrujó el vasito y lo echó a la papelera.

– ¿Quiere hablar de lo que ha averiguado? -preguntó a Brunetti. Como para dar énfasis a la pregunta, se inclinó hacia adelante y puso la palma de la mano sobre la carpeta.

– La niña llevaba encima un anillo y un reloj -dijo Brunetti, sin especificar dónde había encontrado Rizzardi el anillo-. Las dos cosas pertenecen a un tal Giorgio Fornari, que vive en San Marco, cerca de donde fue encontrado el cadáver. He hablado con la esposa, fui a su casa, y pareció sorprenderse cuando le enseñé las joyas. Al mostrarme donde solían estar, echó en falta otro anillo y unos gemelos. Creo que estaba sinceramente sorprendida de que esos objetos hubieran sido robados.

– ¿Había en la casa alguna otra cosa que valiera la pena robar?

– Nada que acostumbren a robar los gitanos -dijo Brunetti-. Es decir, los romaníes -rectificó rápidamente.

– Eso es sólo para los informes -dijo Steiner-. Aquí puede llamarlos gitanos. -Brunetti asintió-. ¿Quién más vive en la casa?

– El marido, que ahora está fuera, en Rusia, en viaje de negocios. Debe regresar pronto. Un hijo de dieciocho años, que aquella noche fue a la ópera con la madre. -Steiner alzó las cejas, pero Brunetti no se dio por enterado-. Y una hija de dieciséis años. Llegó a casa mientras estábamos allí.

– ¿Alguien más?

– La asistenta, que no vive con ellos.

Steiner echó el cuerpo hacia atrás y, con un movimiento que a Brunetti le pareció familiar, abrió un cajón lateral con un pie y apoyó en él ambos pies, cruzando los tobillos. Cruzó los brazos y apoyó la cabeza en el respaldo. Miró por la ventana hacia los árboles. Quizá también observaba al pájaro. Al cabo de un rato, dijo:

– O alguien la sorprendió, o no. O cayó, o alguien la ayudó a caer. -Contempló los árboles y el pájaro un rato más-. No podemos estar seguros; al menos, por ahora. Pero de algo sí podemos estar seguros.

– ¿De que no estaba sola? -sugirió Brunetti.

– Exactamente.

– Los otros dos han sido arrestados con ella varias veces -añadió Brunetti.

Esta vez, Steiner se llevó las dos manos a la cabeza y se la frotó vigorosamente, como si fuera la de un perro cariñoso. Cuando terminó, volvió a fijar la atención en el árbol, luego miró a Brunetti y dijo: