Ya en su despacho, después de repasar los papeles que encontró encima de la mesa, Brunetti abrió el periódico y leyó la primera plana. A continuación, pasó directamente a las páginas ocho y nueve, en las que podría encontrar el reconocimiento de la existencia de países que no fueran Italia. Elecciones amañadas en Asia Central, con doce muertos y el ejército en la calle; empresario ruso y dos guardaespaldas, muertos en una emboscada; desprendimientos de tierra en América del Sur, provocados por talas ilegales y lluvias torrenciales; temor de la inminente quiebra de Alitalia.
¿Ocurrían realmente estas cosas con tan desesperante regularidad, se preguntó Brunetti, o los periódicos, simplemente, las aireaban cuando el fin de semana no daba mucho de sí y no tenían sobre qué escribir, excepto deportes? Volvió otra página, pero no vio nada interesante. Quedaban Cultura, Espectáculos y Deportes, pero esta mañana no estaba de humor para esos temas.
Sonó el teléfono. Él contestó dando su apellido, y el agente de la puerta le dijo que un sacerdote deseaba verlo.
– ¿Un sacerdote? -repitió Brunetti.
– Sí, comisario.
– ¿Hará el favor de preguntarle cómo se llama?
– Por supuesto. -El agente tapó el micro y, al cabo de unos instantes, su voz volvió-: Dice que es el padre Antonin, dottore.
– Ah, que suba -dijo Brunetti-. Indíquele el camino. Yo lo esperaré en la escalera.
El padre Antonin, el sacerdote que había dado la última bendición al féretro de su madre, era amigo de Sergio, no suyo, y Brunetti no se explicaba qué podía traerlo a la questura.
Brunetti conocía a Antonin hacía décadas, desde que él y Sergio iban al colegio. Entonces Antonin Scallon era un bravucón que trataba de obligar a los otros chicos, sobre todo a los más pequeños, a obedecerle y llamarle jefe. Brunetti no comprendía cómo Sergio podía ser amigo de aquel chico, aunque observaba que Antonin nunca daba órdenes a Sergio.
En secundaria, los dos hermanos habían ido a escuelas diferentes, y Brunetti perdió de vista a Antonin. Años después, éste entró en el seminario y, cuando se ordenó, marchó a África, de misionero. Durante los años que Antonin pasó en un país cuyo nombre Brunetti nunca conseguía recordar, las únicas noticias que Sergio recibía de él eran las que daba una circular que llegaba poco antes de Navidad, en la que se exponía con entusiasmo la labor que desarrollaba la misión y que siempre terminaba pidiendo dinero. Brunetti no sabía si Sergio había respondido a la petición; él, por principio, nunca mandó nada.
De pronto, hacía unos cuatro años, Antonin estaba otra vez en Venecia, desempeñando las funciones de capellán en el Ospedale Civile y habitando en la casa madre de los dominicos, al lado de la Basílica. Sergio mencionó su regreso de pasada, como antes le enseñaba las cartas de África. Aparte de esto, la única vez que su hermano le habló de su antiguo amigo fue para preguntarle si tenía inconveniente en que el clérigo asistiera al entierro y diera su bendición, petición a la que Brunetti no habría podido negarse, ni de haberlo deseado.
Fue hasta la escalera. Antonin, vestido con ropa talar, enfilaba el último tramo. Mantenía la mirada en los pies y una mano en la barandilla. Desde arriba, Brunetti lo veía pobre de pelo y estrecho de hombros.
El sacerdote se paró unos peldaños más abajo, hizo dos inspiraciones profundas, levantó la cabeza y vio a Brunetti que lo observaba.
– Ciao, Guido -dijo sonriendo. Tenía la edad de Sergio, es decir, dos años más que Brunetti, pero quien viera juntos a los tres hombres pensaría que el eclesiástico era el tío de los otros dos. Estaba muy delgado, casi esquelético. Los pómulos se recortaban en su cara descarnada sobre dos oscuros triángulos de piel tirante.
El visitante se dio impulso asido al pasamanos, se miró los pies otra vez y siguió subiendo. Brunetti no pudo menos que observar cómo oprimía el pasamanos a cada peldaño que subía. Al llegar arriba, volvió a pararse y tendió la mano a Brunetti. No trató de abrazarlo ni de darle el ósculo de la paz, y Brunetti sintió alivio.
– No me acostumbro a las escaleras -dijo el recién llegado-. Estuve más de veinte años sin verlas y me había olvidado de ellas. Aún me resultan extrañas. Y agotadoras. -La voz era la misma, el acento conservaba el sonido sibilante propio del Véneto, pero había perdido la cadencia, que era lo que lo habría identificado inmediatamente. Al ver que su visitante no se movía, Brunetti comprendió que Antonin hablaba de la escalera para recobrar el aliento.
– ¿Cuánto tiempo estuviste allí? -preguntó Brunetti, poniendo de su parte para alargar el momento.
– Veintidós años.
– ¿Dónde estabas? -preguntó, antes de recordar que debería saberlo, aunque sólo fuera por las cartas que recibía Sergio.
– En el Congo. Es decir, cuando yo llegué se llamaba Zaire, pero después volvieron a llamarlo Congo. -Sonrió-. El mismo sitio, pero países diferentes. En cierto modo.
– Es interesante -dijo Brunetti en tono neutro. Sostuvo la puerta abierta para que entrara Antonin, la cerró y lo siguió, andando despacio-. Siéntate -añadió, girando una de las sillas situadas delante de la mesa y poniendo la otra frente a ella, a distancia prudencial. Esperó para sentarse a que se hubiera acomodado su visitante-. Gracias por venir a dar la bendición.
– No es la mejor ocasión para volver a ver a los viejos amigos después de tanto tiempo -respondió el clérigo con una sonrisa.
¿Era esto un reproche porque ni él ni Sergio hubieran tratado de ponerse en contacto con él en los años transcurridos desde su regreso a Venecia?
– Yo visitaba a tu madre en la residencia -prosiguió Antonin-. Muchos de los que estaban allí habían pasado por el hospital -dijo refiriéndose al centro geriátrico privado, situado en las afueras de la ciudad, en el que la madre de Brunetti había vivido sus últimos años-. Es un buen sitio; las monjas son muy cariñosas. -Brunetti asintió con una sonrisa-. Siento no haber coincidido contigo o con Sergio. -El clérigo se puso en pie bruscamente, pero era sólo para levantarse el abrigo y echarlo hacia un lado; hecho esto, volvió a sentarse y continuó-: Las hermanas me decían que los dos ibais a menudo.
– No tanto como habríamos debido ir, supongo -dijo Brunetti.
– No creo que pueda hablarse de «deber» en estas circunstancias, Guido. Se va cuando se puede ir, y se va por amor.
– ¿Sabía ella que íbamos? -preguntó Brunetti sin pensar.
Antonin se miró las manos enlazadas en el regazo.
– Creo que quizá sí se daba cuenta. Yo no sé lo que piensan ni lo que sienten esos ancianos. -Levantó las manos trazando en el aire el arco de una interrogación-. Creo que notan los sentimientos. Los perciben. Supongo que saben si la persona que está con ellos es cariñosa y que está allí porque los quiere o los aprecia. -Miró a Brunetti y volvió a mirarse las manos-. O los compadece.
Brunetti observó que las uñas de Antonin llegaban sólo hasta la mitad del lecho de la uña, y al principio pensó que debía de mordérselas, hábito insólito en un hombre de su edad. Pero luego vio que eran muy delgadas, escamosas, ligeramente cóncavas y con manchas, y pensó que su aspecto podía deberse a una enfermedad, quizá contraída en África. En tal caso, ¿por qué no se había curado?
– ¿Captan todas esas cosas del mismo modo? -preguntó Brunetti.
– ¿Te refieres a la compasión? -preguntó Antonin.
– Sí. Debe de ser diferente del amor y del aprecio, ¿no?
– Es posible -dijo el sacerdote, y sonrió-. Pero los que yo he visto están contentos de recibirla. A fin de cuentas, es mucho más de lo que tienen la mayoría de los ancianos. -Antonin había asido un pliegue de la sotana y lo pellizcaba distraídamente con los dedos de la otra mano, marcando un borde largo y vivo. Lo soltó, miró a Brunetti y dijo-: Vuestra madre tuvo la suerte de que tantas personas fueran a verla con cariño y con aprecio.