El hombre iba hacia la caravana cuando, de pronto, se paró y volvió atrás. Encarándose con la dottoressa Pitteri dijo en tono beligerante:
– ¿Cómo saber? ¿Cómo yo seguro ella Ariana?
La mujer se volvió hacia Steiner.
– Me parece que a usted le toca contestar, maresciallo.
Brunetti vio las miradas que intercambiaban los hombres al oír el tono de su voz y cómo su atención se volvía entonces hacia el hombre de uniforme al que una mujer hablaba de este modo.
El comisario se adelantó, sacando las fotos del bolsillo. Sin decir nada, alargó el sobre al hombre, que lo abrió, sacó las fotos, miró las tres y volvió a mirarlas. Las metió en el sobre y fue de nuevo hacia la caravana. Subió la escalera.
La dottoressa Pitteri volvió al coche. Dirigiéndose a los policías, dijo:
– Creo que ya no tenemos nada que hacer aquí. -Sin esperar respuesta, subió al asiento trasero y cerró la puerta.
El jefe dio media vuelta en silencio y entró en su caravana. Los otros se dispersaron.
Brunetti se acercó a Steiner y, en voz baja, pese a que ya nadie más podía oírle, dijo:
– ¿Y ahora?
Antes de que el carabiniere pudiera responder, un lamento agudo brotó de la caravana de Rocich, que aún tenía entreabierta la puerta. Los ojos de Brunetti se volvieron hacia allí y fueron atraídos por un repentino movimiento que hubo en lo alto de la colina. El alarido había asustado a los pájaros, que giraban en bandada alrededor de los castaños, formando una aureola oscura y trémula. El grito continuaba, subiendo y bajando de intensidad, pero sin que se mitigara su desconsuelo. Con la mirada en los árboles, Brunetti recordó cómo el Dante, al arrancar una rama, oye el grito desgarrador del suicida cuyo dolor ha aumentado: «¿No queda compasión en alma alguna?»
Por tácito acuerdo, los cuatro policías volvieron al coche. Steiner y el conductor se instalaron delante y Brunetti ya iba a entrar detrás cuando la puerta de la caravana se abrió violentamente con un golpe seco que sonó como un pistoletazo.
La mujer que había estado oculta, escuchando, bajó la escalera en un vuelo y, al llegar abajo, se detuvo, como deslumbrada. Tenía en una mano el sobre arrugado y en la otra las tres fotos, que sostenía en la palma, con delicadeza, como si temiera estropearlas.
Brunetti había visto extraer de la madriguera a topos, que quedaban tan pasmados por la luz como ahora lo estaba la mujer. Pero el lamento no cesaba. Entonces ella arrojó el sobre al suelo, se dejó caer de rodillas y, echando la cabeza hacia atrás, empezó a aullar mientras, con la mano libre, se arañaba la mejilla. Brunetti, que era el que más cerca estaba, vio aparecer en su cara mus marcas rojas que parecían trazadas con lápiz.
Instintivamente, el comisario corrió hacia la mujer, le asió la mano y se la sujetó contra el costado. Él la vio hacer ademán de golpearle con la otra mano y contenerse, al recordar las fotos. Entonces, echando el cuerpo hacia atrás, ella le escupió una y otra vez, rociándole de saliva la camisa y el pantalón.
– Vosotros matáis mi niña -gritaba-. Vosotros matáis mi niña. En agua, vosotros matáis. Mi niña. -Tenía la cara contraída por el furor, y Brunetti vio que no era vieja, sino avejentada por la vida. Tenía las mejillas hundidas por falta de muelas, dos dientes mellados, el pelo reseco, mal recogido bajo el pañuelo y la piel oscura, grasienta y áspera.
De pronto, al lado de Brunetti, apareció la dottoressa Pitteri, que se inclinó sobre la mujer. Le dijo unas palabras, que repitió varias veces, siempre las mismas. Le puso la mano en el brazo al lado de la de Brunetti, e indicó con un gesto al comisario que la soltara.
Brunetti obedeció y, nada más retirar él la mano, la mujer pareció calmarse. Dejó de gritar y dobló el cuerpo, oprimiéndose el estómago con un brazo, mientras, sostenía las fotos con la otra mano. Ahora gemía y murmuraba algo que Brunetti no entendía. La dottoressa Pitteri sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y lo sostuvo contra la mejilla de la mujer, sin decir nada. La madre seguía sollozando y repitiendo las mismas palabras. La dottoressa Pitteri retiró el pañuelo para abrirlo por un lado limpio, y Brunetti vio las manchas de la sangre.
Unas manos fuertes agarraron a Brunetti por los brazos y lo apartaron hacia un lado con fuerza. Él se volvió, inclinando el cuerpo en actitud defensiva, pero se irguió al ver al padre de la niña, que se acercó a las mujeres. Al llegar a su lado, Rocich asió a la dottoressa Pitteri por los brazos y Brunetti vio cómo la levantaba en vilo y la depositaba a un metro de distancia.
Volviéndose hacia su esposa, que aún sollozaba, el hombre le dijo unas palabras. Ella o no le oyó o no le hizo caso, y siguió gimiendo como un animal herido. Él se inclinó y la agarró de un brazo. Estaba tan delgada que él apenas tuvo que esforzarse para ponerla en pie.
La mujer no daba señales de verlo ni parecía saber lo que hacía. Él la puso de cara a la caravana y, con la otra mano, le dio un empujón en la espalda. Ella se tambaleó y casi cayó hacia adelante. Instintivamente, extendió los brazos para recobrar el equilibrio. Brunetti vio caer al suelo las tres fotografías. El hombre, las viera o no, siguió a su mujer y pisó una de ellas, hundiéndola en el barro. Las otras dos habían caído cara abajo.
Vieron a la mujer subir a la caravana dando traspiés. El hombre la siguió y cerró la puerta con fuerza. De nuevo, el ruido hizo que los pájaros huyeran de las ramas, batiendo las alas frenéticamente y lanzando al aire una respuesta a los gritos de la mujer, en tono más agudo.
Brunetti recogió las fotos. La que el hombre había pisado era irrecuperable, con barro incrustado en los pliegues que el zapato había marcado en ella. Él se la guardó en el bolsillo. Fue a la caravana, puso las otras dos en el último peldaño y volvió al coche.
Regresaron a Venecia en silencio.
CAPÍTULO 22
Tal como Brunetti anticipara a Patta, habían transcurrido más de dos horas cuando él y Vianello regresaron a la questura. Al llegar al primer piso, Brunetti dijo a Vianello que podía volver a la sala de guardia y que él se encargaría de informar al vicequestore de las actividades de la tarde.
La signorina Elettra levantó la cabeza cuando el comisario entró en su despacho. Él observó en su expresión la sombra de lo sucedido horas antes. Vio el recuerdo de la brusquedad con que él le había hablado y de la irritación con que ella había reaccionado, pero enseguida vio también que la joven reparaba en su estado de ánimo, aunque él no se explicaba cómo lo notaba ni qué había que notar.
– ¿Qué sucede, dottore? -preguntó ella con sincera inquietud, disipado el recuerdo de su anterior encuentro.
– Hemos ido a hablar con los padres de la niña -explicó él, y le contó, lo más brevemente posible, lo ocurrido.
– Pobre mujer -dijo ella-. Qué horror, que te desaparezca una hija y vengan a darte esa noticia.
– Eso es lo más extraño -dijo Brunetti. Durante el regreso, el tenso silencio que había en el coche le había impedido reflexionar y hasta ahora no empezaba a considerar la reacción de los padres de la niña.
– ¿A qué se refiere?
– La niña desapareció hace casi una semana, y nadie, ni la madre, ni el padre, denunciaron su desaparición. -Repasó los detalles de la visita al campamento-. Cuando hemos llegado, el que parecía el jefe no quería dejarnos hablar con ellos. -En vista de que ella no decía nada, preguntó-: ¿Imagina, si aquí desapareciera una criatura? Vendría en todos los periódicos y las televisiones no hablarían de otra cosa. -Como ella siguiera sin responder, insistió-: ¿No le parece?