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Brunetti, por toda respuesta, se encogió de hombros. Hacía años que a su madre se le había acabado la suerte.

– ¿Por qué has venido? -preguntó Brunetti y, al percibir la brusquedad de la pregunta, añadió-: Antonin.

– Es una de mis feligresas -dijo el sacerdote e inmediatamente rectificó-: Es decir, lo sería si yo tuviera parroquia. Es hija de uno de los hombres a los que visito en el hospital. De eso la conozco. Su padre lleva allí varios meses.

Brunetti asintió pero no hizo comentarios, táctica habitual en él para inducir a la gente a seguir hablando.

– En realidad, se trata del hijo de la mujer -dijo el sacerdote mirándose el regazo.

Como Brunetti ignoraba la edad del enfermo y la de su hija, no podía adivinar la del hijo de la mujer, por lo que no podía prever la índole del problema, pero el hecho de que Antonin hubiera venido a hablarle de él indicaba que se trataba de algo que no estaba en consonancia con la ley.

– Su madre está muy preocupada -prosiguió Antonin.

Las causas que podían preocupar a una madre eran múltiples, bien lo sabía Brunetti: su propia madre se había preocupado por él y por Sergio, y Paola se preocupaba por Raffi, aunque él sabía que Paola no tenía el motivo de preocupación de la mayoría de las madres: la droga. Era una suerte vivir en una ciudad en la que la población de jóvenes era escasa, pensó Brunetti, no por primera vez. Ya que tenían que vivir en un mundo regido por el capitalismo, había que dar gracias a Dios por este fortuito efecto secundario: con una clientela potencial tan pequeña, pocos serían los que estuvieran dispuestos a incurrir en las molestias y los gastos de comercializar drogas en Venecia.

Ante el persistente silencio de Brunetti, Antonin preguntó:

– ¿Te molesta que te consulte sobre esto, Guido?

Brunetti sonrió.

– Aún no sé cuál es la consulta, Antonin, por lo que no puede molestarme.

En un primer momento el sacerdote pareció sorprendido por la respuesta, pero enseguida asomó a sus labios una amplia sonrisa que casi consiguió imprimir en su cara un aire de turbación.

– Già, già. Se hace difícil hablar de eso. -Hizo una pausa y añadió-: Será que he perdido la costumbre de tratar de los asuntos de la opulencia.

– Me parece que no entiendo lo que quieres decir. -La frase encerraba una pregunta.

– Donde yo estaba, en el Congo, la gente tenía otros problemas: las enfermedades, la pobreza, el hambre, o los soldados que venían a llevarse todo lo que tenían y, a veces, a sus hijos. -El sacerdote miró a Brunetti, para comprobar si le seguía-. Por eso he perdido la habilidad de atender a problemas que no son de supervivencia, problemas de riqueza, no de pobreza.

– ¿Lo echas de menos? -preguntó Brunetti.

– ¿Qué? ¿África?

Brunetti asintió.

Antonin trazó un arco en el aire con las manos.

– Es difícil decirlo. Echo de menos una parte: la gente, la inmensidad del lugar, la sensación de estar haciendo algo importante.

– Pero regresaste -observó Brunetti, afirmando, no preguntando.

Antonin lo miró a los ojos y dijo:

– No tuve más remedio.

– ¿La salud? -preguntó Brunetti, observando su rostro demacrado y recordando la fatiga con que lo había visto subir la escalera.

– Sí -dijo el sacerdote, y añadió-: En parte.

– ¿Y la otra parte? -preguntó Brunetti, porque comprendía que habían llegado a un punto en el que se esperaba de él que lo preguntara.

– Problemas con mis superiores -respondió el sacerdote.

A Brunetti no le interesaban demasiado los problemas de este hombre con sus superiores, pero, al recordar las ansias de mando del joven Antonin, tampoco lo sorprendían.

– Regresaste hace cuatro años, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Fue cuando empezó la guerra?

Antonin movió la cabeza negativamente.

– En el Congo siempre hay guerra. Por lo menos, donde estaba yo.

– ¿Guerra por qué causa?

Antonin lo sorprendió con la pregunta:

– ¿De verdad te interesa, Guido, o preguntas por cortesía?

– Me interesa.

– Bien. La guerra, aunque siempre hay más de una, consiste en muchas miniguerras o saqueos. Siempre se trata de arrebatar a otro algo que él posee y que tú deseas. Una vez has reunido suficientes hombres con las armas correspondientes, te parece que puedes ir a quitar lo que deseas a los hombres que lo defienden con sus armas. Y entonces empieza un combate, o una batalla, o una guerra, y al final los hombres que conservan más armas o más hombres se quedan con las cosas que los dos bandos querían.

– ¿Qué cosas?

– Cobre, diamantes. Otros minerales. Mujeres. Animales. Depende. -Antonin miró a Brunetti y prosiguió-: Te pondré un ejemplo. En el Congo se encuentra un mineral que es necesario para fabricar los chips de los telefonini. Ya puedes imaginar lo que harán los hombres para conseguirlo.

– No -dijo Brunetti moviendo la cabeza ligeramente de derecha a izquierda-. No creo poder imaginarlo.

Antonin guardó silencio un momento y dijo:

– No; supongo que no puedes, Guido. No creo que la gente que tiene leyes y policías y coches y casas pueda hacerse una idea de lo que es vivir sin ley. -Y, antes de que Brunetti pudiera decirlo, el sacerdote admitió-: Ya sé, ya sé, aquí la gente habla de la Mafia, que hace lo que quiere, pero por lo menos hay unos límites…, bueno, una especie de límites, para lo que se les consiente que hagan y dónde. Quizá, para hacerte una idea de lo que es aquello, podrías imaginar lo que sería esto si todo el poder estuviera en manos de la Mafia, si no hubiera Gobierno, ni policía, ni ejército, nada más que bandas de matones que piensan que tener un arma les da derecho a apoderarse de lo que quieran o de quien quieran.

– ¿Y así vivías? -preguntó Brunetti.

– Al principio, no; pero al final las cosas habían empeorado. Antes teníamos cierta protección. Y luego, durante un año, poco más o menos, las fuerzas de la ONU estaban por allí y mantenían un orden relativo. Pero se fueron.

– ¿Y entonces te fuiste tú?

El sacerdote hizo una profunda inspiración, como si hubiera recibido un puñetazo.

– Sí; entonces yo me fui -dijo-. Y ahora tengo que ocuparme de los problemas de la opulencia.

– Lo dices como si no te gustara -observó Brunetti.

– No se trata de si me gusta o no me gusta, Guido. Se trata de ver la diferencia e intentar convencerte a ti mismo de que los efectos en las personas son los mismos y que los ricos que están bien atendidos y protegidos sufren tanto como esos infelices que no tienen nada y hasta ese nada les arrebatan.

– ¿Pero no llegas a convencerte?

Antonin sonrió y se encogió de hombros con gesto elegante.

– La fe todo lo puede, hijo.

CAPÍTULO 4

Con la fe o sin la fe, Brunetti pensó de pronto que seguía sin saber qué había traído a este eclesiástico a su despacho. Sabía, sí, que el otro había conseguido que lo mirase con buenos ojos por lo que le había contado de las desgracias de los congoleños. Pero a esos desgraciados los compadecerían hasta las piedras. Por otra parte, Antonin despertaba la curiosidad de Brunetti, un hombre que parecía creer que daba prueba de una sensibilidad extraordinaria al decir estas cosas.

Brunetti no respondió. El sacerdote permaneció quieto y callado, pensando, quizá, que su última frase -que a oídos de Brunetti sonaba a tópico piadoso de lo más sobado- era tan profunda que merecía sólo una muda felicitación.