Brunetti dejó que el silencio se dilatara. Él no tenía nada que pedir a este eclesiástico, y lo dejó reposar. Finalmente, Antonin habló:
– Como te decía, me gustaría hablar contigo del hijo de esa mujer.
– Te escucho -dijo Brunetti en tono neutro y, en vista de que Antonin no continuaba, preguntó-: ¿Qué ha hecho?
El sacerdote frunció los labios y meneó la cabeza, como si Brunetti le hubiera hecho una pregunta muy difícil, imposible de responder. Al fin dijo:
– No es que haya hecho algo. Es lo que piensa hacer.
Brunetti empezó a considerar posibilidades: el joven -supuso que era un joven- podía estar planeando cometer un delito. O andaba con malas compañías. Quizá estaba enganchado a la droga o involucrado en el narcotráfico.
– ¿Qué es lo que piensa hacer? -preguntó Brunetti al fin.
– Vender su apartamento.
Brunetti sabía que sus conciudadanos estaban muy apegados a la propiedad, pero no creía que vender una casa se considerase un crimen. Es decir, a no ser que la casa no fuera tuya.
Decidió puntualizar, o los circunloquios podían prolongarse más de lo que soportaría su paciencia.
– Antes de seguir adelante, ¿puedes decirme si esta venta o algo que esté relacionado con ella es ilegal?
Antonin reflexionó antes de contestar.
– En rigor, no.
– No sé qué significa eso.
– Por supuesto. El apartamento es suyo; legalmente, tiene derecho a venderlo.
– ¿Legalmente? -preguntó Brunetti, captando el énfasis que el cura había dado a la palabra.
– Hace ocho años, a los veinte, ese muchacho heredó el apartamento de un tío suyo. Ahora vive allí con su compañera y la hija de ambos.
– ¿El apartamento es de él o de los dos?
– De él. Ella vive allí desde hace seis años, pero el apartamento está a nombre de él.
– ¿Y no están casados? -Brunetti lo daba por descontado, pero creyó oportuno puntualizar.
– No.
– ¿Ella está empadronada en la dirección en que residen?
– No -respondió Antonin mal de su grado.
– ¿Por qué?
– Es complicado -dijo el sacerdote, como si fuera suficiente explicación.
– La mayoría de las cosas lo son. ¿Por qué no?
– Verás. El apartamento en el que ella vivía con sus padres es de la obra benéfica de la IRE, y cuando los padres se trasladaron a Brescia ella fue autorizada a permanecer en él porque estaba en el paro y era madre soltera.
– ¿Cuánto hace que se fueron sus padres?
– Dos años.
– ¿Cuando ella ya vivía con ese chico?
– Sí.
– Comprendo -dijo Brunetti neutralmente. Las casas y apartamentos propiedad de la IRE y administrados por ella debían ser alquilados a los residentes de Venecia más necesitados de ayuda económica, pero, con los años, muchos de los inquilinos de esos inmuebles habían resultado ser abogados, arquitectos, funcionarios de la administración municipal o personas allegadas a empleados de la propia entidad benéfica. Y, más aún, muchos de los beneficiarios de estas viviendas, por las que pagaban alquileres irrisorios, se las ingeniaban para subarrendarlas con cuantiosos beneficios-. Así que ella no vive allí.
– No -respondió el sacerdote.
– ¿Quién vive entonces?
– Unos conocidos de la muchacha -respondió Antonin.
– ¿Pero el contrato está a nombre de ella?
– Creo que sí.
– ¿Lo crees o lo sabes? -preguntó Brunetti suavemente.
Antonin, sin disimular la irritación dijo:
– Son amigos y necesitan un sitio donde vivir.
Brunetti se abstuvo de comentar que, si bien esta necesidad era común a la mayoría de las personas, no se cubría, generalmente, con un apartamento de la IRE, y optó por preguntar, sin más:
– ¿Pagan alquiler?
– Creo que sí.
Brunetti aspiró profundamente, procurando que se notara. Y el cura agregó enseguida:
– Sí.
Lo que la gente pudiera ganar a expensas de la ciudad no era asunto suyo, pero siempre era útil saber cómo lo hacían.
Antonin dijo entonces, como si intuyera una tregua:
– Pero ése no es el problema. Como te he dicho, el chico quiere vender su apartamento.
– ¿Por qué?
– Ahí está. Quiere venderlo para dar el dinero.
– ¿A quién? -preguntó Brunetti, pensando en usureros y deudas de juego.
– A un charlatán de Umbria que lo ha convencido de que es su padre. -Brunetti iba a preguntar si existía alguna razón por la que el chico tuviera que creer esto cuando el sacerdote agregó-: Es decir, su padre espiritual.
Brunetti vivía con una mujer cuya arma principal era la ironía y, si la provocabas, el sarcasmo; con los años, él había observado en sí mismo la tendencia a surtirse del mismo arsenal. Por lo tanto, tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y limitarse a preguntar:
– ¿Ese hombre es sacerdote?
Antonin desechó la pregunta con un ademán.
– No lo sé, aunque se hace pasar por tal. Pero estoy seguro de que es un estafador que ha convencido a Roberto de que tiene línea directa con el cielo.
Si alguna especie de Convención de Ginebra regía esta conversación, Brunetti la respetó a rajatabla al no señalar que también muchos de los colegas de Antonin pretendían controlar esa misma línea. Brunetti se recostó en el respaldo de la silla y puso una pierna encima de la otra. La escena tenía un aire surreal, y él poseía un sentido del absurdo lo bastante agudo como para apreciarlo. El sismógrafo moral del sacerdote podía no reaccionar ante un fraude cometido contra la ciudad, pero era muy sensible a la idea de que una suma de dinero fuera a parar a un sistema de creencias distinto del suyo. Brunetti deseaba inclinarse hacia adelante y preguntar al sacerdote cómo podía una persona distinguir la fe verdadera de la falsa, pero creyó más prudente esperar a oír lo que tenía que decir Antonin. Se esforzaba por mantener una expresión inocua y creía conseguirlo.
– Él lo conoció hará un año -prosiguió Antonin, dejando que Brunetti adivinara a quién se refería cada pronombre-. Él, Roberto, el hijo de mi amiga Patrizia, ya andaba mezclado con uno de esos grupos de catecúmenos.
– ¿Como el de Santi Apostoli? -preguntó Brunetti sin inflexión en la voz, aludiendo a una iglesia en la que se reunía un grupo de cristianos un tanto despendolado. Brunetti, que a veces, al pasar por delante, oía cómo sonaban sus funciones vespertinas, no encontraba mejor adjetivo.
– No es ese grupo, pero también es de la ciudad -dijo Antonin.
– ¿Estaba en él ese otro hombre?
– Eso no lo sé -respondió Antonin rápidamente, como si ése fuera un detalle sin importancia-. Pero me consta que, al mes de conocerlo, Roberto ya le daba dinero.
– ¿Puedes decirme cómo te has enterado? -preguntó Brunetti.
– Me lo dijo Patrizia.
– ¿Y ella cómo lo sabe?
– Por Emanuela, la compañera del hijo.
– ¿Y ella lo supo porque notó un descenso en las finanzas de la familia? -inquirió Brunetti, que se preguntaba por qué este hombre no iba al grano y le explicaba de una vez lo que pasaba. ¿Por qué esperaba a que se lo fuera sacando poco a poco, en un interrogatorio lento y laborioso? Brunetti recordó entonces la última vez que se confesó, a los doce años. Mientras enumeraba al sacerdote sus míseros pecados de niño, iba notando un creciente interés en la voz del cura, que le pedía detalles de lo que había hecho y de lo que había sentido al hacerlo. Y un atávico instinto de la presencia de algo malsano y peligroso indujo a Brunetti a excusarse y abandonar el confesionario para no volver.
Y aquí estaba ahora, décadas después, en una parodia de aquella escena, aunque esta vez quien hacía las insistentes preguntas era él. El recuerdo le llevó a considerar el concepto de pecado, que inducía a la gente a dividir las acciones en buenas o malas, justas o injustas, obligándola a vivir en un universo negro y blanco.