CAPÍTULO 5
Brunetti volvió a su despacho, pero, en lugar de sentarse a la mesa, se acercó a la ventana. Al cabo de unos instantes, el clérigo apareció dos pisos más abajo, al pie del puente que conducía a campo San Lorenzo. Era fácil reconocerlo, incluso con este ángulo tan agudo, por la sotana. Brunetti lo vio subir lentamente la escalera del puente, sosteniéndose la sotana con las dos manos, y entonces el comisario se acordó de su abuela, que así se recogía el largo delantal que solía llevar. Al llegar a lo alto del puente, el sacerdote dejó caer la tela, apoyó una mano en el pretil y se quedó quieto un momento.
En el puente se habría condensado la humedad que estaría empapándole el bajo de la sotana. Mientras lo veía bajar por el otro lado del puente y entrar en el campo, a Brunetti le vino a la memoria una observación que había hecho Paola, después de un viaje en tren de Padua a Venecia, en el que se habían sentado frente a un mullah de larga túnica que durante todo el trayecto había estado muy ocupado pasando las cuentas de su rosario. Sus ropas estaban más blancas que la camisa de cualquier ejecutivo que Brunetti hubiera visto en su vida, y hasta la signorina Elettra habría envidiado la perfección de los pliegues de su sotana.
Cuando bajaban la escalera de la estación, mientras el mullah se alejaba hacia la izquierda caminando con elegancia, Paola dijo:
– Si ése no tuviera a una mujer que le cuidara la ropa, probablemente tendría que ponerse a trabajar para ganarse la vida.
En respuesta a la observación de Brunetti de que demostraba falta de sensibilidad multicultural, ella dijo que la mitad de los problemas y la mayor parte de la violencia del mundo se eliminarían si los hombres tuvieran que plancharse ellos la ropa.
– … frase que utilizo como síntesis de las tareas domésticas en general, que quede claro -agregó rápidamente.
¿Y quién podría no estar de acuerdo con Paola?, pensaba Brunetti. Él, al igual que la mayoría de los varones italianos, nunca había tenido que ocuparse de los trabajos de la casa, gracias a la incesante actividad de su madre, telón de fondo de su infancia, que veías todos los días, pero en el que nunca reparabas. Hasta que hizo el servicio militar, Brunetti no se enfrentó a la realidad de que ni la cama se hace sola cada mañana, ni el cuarto de baño se limpia solo. Después tuvo la buena fortuna de casarse con una mujer dotada de lo que ella llamaba «sentido de la equidad» que reconocía que, con una docencia que no le ocupaba más que unas cuantas horas a la semana, bien podía dedicar tiempo a la casa, aparte de pagar a una limpiadora para que hiciera lo que a ella menos le gustaba.
Brunetti se obligó a salir de su abstracción y, cuando la figura del sacerdote desapareció entre las casas del otro lado, volvió a su mesa. Miró el papel que estaba encima del montón, pero su mirada no tardó en vagar como las nubes que se veían sobre la iglesia de San Lorenzo. ¿Quién sabría algo de este grupo y de Leonardo Mutti, su líder? Repasó mentalmente el personal de la questura, en busca de alguien que tuviera convicciones religiosas, pero le repugnaba inducir a alguien a hacer algo que, en realidad, sería una traición. Trató de recordar a algún conocido al que pudiera considerarse creyente o que tuviera algo que ver con la Iglesia, pero no se le ocurría nadie. ¿Podía esto interpretarse como resultado de su propia falta de fe, o como señal de su intolerancia hacia los creyentes?
Marcó el número de su casa.
– Pronto -contestó Paola a la cuarta señal.
– ¿Conocemos a alguien que sea religioso?
– ¿Que forme parte de la empresa o simple creyente?
– Da lo mismo.
– Conozco a varios de la empresa, pero dudo de que quieran hablar con alguien como tú -dijo ella, siempre indiferente a su susceptibilidad-. Si te vale un simple creyente, prueba con mi madre.
Los padres de Paola estaban en Hong Kong cuando murió la madre de Brunetti; él y Paola, de común acuerdo, decidieron no informarles, para no hacerles interrumpir lo que pasaba por ser un viaje de vacaciones. No obstante, los Falier se enteraron del fallecimiento de la signora Brunetti pero no pudieron llegar hasta el día siguiente al entierro; Brunetti los había visto y agradeció la sinceridad del pésame y el afecto con que le fue expresado.
– Claro -dijo Brunetti-. Se me había olvidado.
– Me parece que también a ella se le olvida, a veces -dijo Paola, y colgó el teléfono.
Brunetti marcó de memoria el número de casa de los condes Falier y habló con uno de los secretarios. Al cabo de unos minutos, oyó la voz de la condesa:
– Me alegra oírte, Guido. ¿En qué puedo ayudarte?
¿Acaso todos los de la familia estaban convencidos de que él no podía llamarles más que para asuntos de la policía? Sintió la tentación de mentirle diciendo que llamaba sólo para saludarla e interesarse por cómo estaban superando el jet lag, pero temió que ella no se dejara engañar, y contestó:
– Me gustaría hablar contigo.
Tras años de vacilación, Brunetti se había decidido por fin a tutear a sus suegros, pero aún no se acostumbraba. Le resultaba menos difícil con la contessa, lo que reflejaba la mayor soltura de su trato con ella en general.
– ¿Hablar de qué, Guido? -preguntó ella con interés.
– De religión -respondió Brunetti, esperando sorprenderla.
La respuesta tardó en llegar, pero fue dada con absoluta naturalidad.
– Vaya. Sí que es curioso, viniendo de ti. -Y, después, silencio.
– Es algo relacionado con una investigación -se apresuró a aclarar él, aunque no era estrictamente verdad.
– ¡Eso no tienes que jurármelo, Guido! -rió ella. Su voz se apagó un momento, como si hubiera tapado el micrófono con la mano-. Ahora tengo una visita, pero estaré disponible dentro de una hora, si te parece bien.
– Por supuesto -dijo él, alegrándose de la oportunidad de salir del despacho-. Ahí estaré.
– Perfecto -dijo ella con lo que parecía sincero agrado, y colgó.
Él habría podido quedarse a mirar papeles, abrir carpetas, poner la contraseña, en suma, despachar los documentos que fluían de un lado de la mesa al otro en una corriente que fluctuaba con las mareas del crimen. Pero no se quedó sino que salió del despacho y se encaminó hacia Riva degli Schiavoni, donde emergió a una apoteosis de gloria.
Pasaba un ferry, y Brunetti contempló los camiones que transportaba, sin que le extrañase ni lo más mínimo que camiones cargados de verduras congeladas, agua mineral y hasta queso y leche, tuvieran que hacer su ruta de reparto a bordo de un ferry.
Un rebaño de turistas que bajaba por la escalinata de la iglesia lo rodeó un momento, hasta que la corriente de la cultura los arrastró hacia el Museo Naval y el Arsenal. Brunetti, que se había parado en medio de la avalancha, siguió su estela unos metros y luego enderezó sus pasos hacia la Basílica.
A su izquierda vio un montante metálico utilizado por las embarcaciones de los ricos que podían pagar la tarifa de amarre, que tapaba las vistas a San Giorgio a los habitantes de los bajos de las casas de su derecha. Como no había barcos amarrados, Brunetti se sentó en el montante a contemplar la iglesia, el ángel y las cúpulas que se perfilaban al otro lado del canal de la Giudecca. Echó el cuerpo hacia atrás, doblando los dedos en torno al canto metálico, gratamente caliente al tacto, observó cómo la punta de la Salute dividía los dos canales y se quedó mirando los barcos que entraban y salían.
Su pantalón gris oscuro absorbía los ayos del sol y sintió calor en los muslos. Bruscamente, se puso en pie y se sacudió el calor con la mano antes de seguir hacia la Piazza.