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Entró en el Florian y pidió un café en la barra del fondo, saludando con un movimiento de la cabeza a uno de los camareros al que conocía no sabía de qué. Eran más de las once, por lo que habría podido tomar un'ombra, pero le pareció más correcto presentarse en el palazzo oliendo a café que a vino. Pagó y, en el umbral, se detuvo un momento, preparándose para zambullirse en el mar de turistas. Pensó en la corriente del Golfo y en las frecuentes advertencias de su hija de que podía estar deteniéndose. Aparte del culto que Paola rendía a Henry James, erigido en dios tutelar, el interés de Chiara por la ecología era lo más parecido a una religión que se daba en la familia.

A veces, Brunetti se sentía alarmado por la ecuanimidad del mundo ante las crecientes pruebas del calentamiento global y sus posibles consecuencias. Después de todo, Paola y él habían conocido una buena época, pero si era cierto aunque sólo fuera una parte de lo que leía Chiara, ¿qué futuro aguardaba a sus hijos? ¿Qué futuro les aguardaba a todos? ¿Y por qué eran tan pocos los que se preocupaban por las malas noticias que se acumulaban día tras día? Pero entonces volvió la cara hacia la derecha, y la fachada de la Basílica, disipó estos pensamientos.

En Vallaresso tomó el Uno hasta Ca'Rezzonico y bajó andando hasta campo San Barnaba. En el paseo había consumido la hora. Pulsó el timbre situado al lado del portone y no tardó en oír pasos que se acercaban por el patio. La enorme puerta se abrió y él cruzó el umbral, sabiendo que allí encontraría a Luciana, que ya estaba en casa de los Falier antes de que él los conociera. ¿Podía haberse encogido tanto esta mujer desde la última vez, cuánto haría, un año, que la había visto? Le pareció que hoy tenía que agacharse un poco más para darle un beso en cada mejilla.

Él le sostenía la mano mientras ella le hacía las preguntas de ritual acerca de los niños, a las que él daba las mismas respuestas que había dado desde que nacieron: comían bien, estudiaban, estaban contentos, crecían. Brunetti se preguntaba qué sabría Luciana del calentamiento global y en qué medida le importaría.

– La contessa lo espera -dijo Luciana, haciendo que sus palabras sonaran como si la contessa estuviera esperando la Navidad. Pero enseguida volvió a las cosas realmente importantes-: ¿Seguro que los dos comen lo suficiente?

– Luciana, si comieran más de lo que comen, tendría que pedir una hipoteca sobre el apartamento y Paola tendría que dar clases particulares -dijo Brunetti, empezando una exagerada lista de lo que los chicos podían comer en un día. Ella se reía, tapándose la boca con una mano para amortiguar la carcajada.

Sin dejar de reír, la mujer lo guió por el patio y la escalera del palazzo, mientras Brunetti prolongaba la lista hasta que llegaron al corredor que conducía al estudio de la contessa. Allí la mujer se paró diciendo:

– Tengo que volver a ocuparme del almuerzo. Pero he querido verlo para asegurarme de que están bien. -Le dio una palmada en el brazo y se alejó hacia la cocina, situada en la parte de atrás del palazzo.

A Brunetti siempre le llevaba mucho tiempo recorrer este pasillo, a causa de los grabados de los Desastres de la Guerra de Goya. Aquí, el hombre, recién fusilado, todavía atado al poste; los niños, con cara de horror; los curas, como buitres preparados para alzar el vuelo, con sus cuellos largos y desguarnecidos. ¿Cómo cosas tan horribles podían ser tan bellas?

Llamó a la puerta y oyó pasos que se acercaban. Nuevamente, Brunetti tuvo la sensación de que se hallaba frente a una mujer que se había encogido de la noche a la mañana.

Se besaron. Brunetti no debía de haber disimulado la sorpresa, porque ella dijo:

– Es que llevo zapatos planos, Guido. No hay que preocuparse porque me haya convertido en una anciana menudita. Es decir, más menudita.

Él le miró los pies y vio que la contessa calzaba lo que a simple vista parecían unas bambas, pero de las que se venden en Via XXII Marzo, con franjas plateadas iridiscentes a los lados. Encima de las bambas llevaba lo que parecía un pantalón vaquero de seda negra, y un jersey rojo.

Sin darle tiempo a preguntar, ella explicó:

– Hice un estiramiento en mi clase de yoga que, por lo visto, no estaba dentro de mis posibilidades y, al parecer, se me ha inflamado un tendón. Así que, durante una semana, calzado infantil y nada de yoga. -Sonrió con aire de complicidad y añadió-: Te confesaré que casi me alegro de poder descansar de tanta concentración y energía positiva. A veces es tan fatigoso que no veo el momento de llegar a casa y sentarme a tomar una taza de té. Sin duda, el yoga es muy bueno para el espíritu, pero sería mucho más cómodo quedarme sentadita leyendo a santa Teresa de Ávila, ¿no te parece?

– Nada serio, ¿verdad? -preguntó Brunetti señalando al pie con un movimiento de la barbilla, eludiendo por el momento hablar del espíritu de su madre política.

– No, ni mucho menos, pero gracias por el interés, Guido -dijo ella, conduciéndolo al tresillo situado de cara al Gran Canal. No cojeaba, sólo andaba más despacio de lo habitual en ella. Vista de espaldas, a pesar de su cabello plateado, tenía la silueta e irradiaba la energía de una mujer mucho más joven. Que Brunetti supiera, la contessa nunca se había hecho cirugía estética o, si acaso, habría sido la mejor que existe, porque las pequeñas arrugas que le rodeaban los ojos imprimían carácter, no años, en su cara.

– ¿Quieres tomar algo? ¿Café? -preguntó ella antes de que se sentaran.

– No, muchas gracias. Nada.

Ella no insistió. Dio una palmada en el sofá, donde a él le gustaba sentarse, para disfrutar de las vistas, y ella ocupó una de las butacas de altos brazos, entre los que su cuerpo casi desapareció.

– ¿Querías hablar de religión?

– Sí -respondió Brunetti-. En cierto modo.

– ¿Qué modo?

– Esta mañana he hablado con una persona a la que preocupa un joven que se encuentra bajo el influjo…, son sus palabras, no las mías, de una especie de predicador, Leonardo Mutti, de Umbria, según dicen.

Apoyando los codos en los brazos del sillón, la contessa dejó descansar la barbilla entre sus dedos entrelazados.

– Según la persona que ha hablado conmigo, este predicador es un farsante al que sólo interesa sacar dinero a la gente, incluido el joven. Él posee un apartamento y tengo entendido que quiere venderlo, para dar el dinero al predicador. -En vista de que la contessa no decía nada, prosiguió-: Dada tu religiosidad y tu… -Se interrumpió, buscando la palabra-… fe, he pensado que quizá hayas oído hablar de ese hombre.

– ¿Leonardo Mutti? -preguntó ella.

– Sí.

– ¿Puedo preguntar cuál es tu relación con todo eso? -dijo ella cortésmente.

– Conozco al hombre que me lo ha explicado. Era amigo de Sergio cuando íbamos a la escuela. No conozco al chico ni conozco a Mutti.

Ella asintió y volvió la cara, como si reflexionara sobre lo que acababa de oír. Luego miró a Brunetti y preguntó:

– Tú no crees, ¿verdad, Guido?

– ¿En Dios?

– Sí.

Durante los años de su matrimonio, la única información que él había recibido acerca de las creencias de la contessa procedía de Paola, y lo único que ésta decía era que su madre creía en Dios y que, cuando Paola era niña, oía misa con frecuencia. Para explicar su antagónica actitud respecto a la religión Paola decía únicamente que ella había tenido «buena suerte y buen juicio».

Como ése era un tema del que nunca había hablado con la contessa, Brunetti titubeó: