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– Son tus favoritos… chocolates muy, muy amargos.

– ¡Oh, claro que sí! Son mis favoritos.

Casey se encargó de vigilar la operación de abrir los dulces; entre tanto, el reverendo Giddings le trasmitía a Mary los mensajes y buenos deseos del resto de la congregación.

Al entrar a verla, las visitas expresaban su contento. En medio de tal animación Kenny quedó de alguna manera unto a Judy y Tess, a los pies de la cama. Miró brevemente a Tess y dijo:

– Hola. ¿Cómo estás?

– Bien, aunque un poco cansada. No estoy muy acostumbrada a este horario.

– Miren, niñas -las llamó Mary con cariño-. Chocolates amargos. ¿Quieren uno?

– No, gracias, mamá -respondió Tess; Judy, en cambio, se acercó para tomar uno.

Kenny y Tess quedaron separados de los demás.

– Casey estaba muy emocionada cuando regresó a casa anoche. Supongo que sabes que verdaderamente encendiste una hoguera.

– Creo que el fuego estaba ahí antes de que fuera a verme, así que si estás molesto…

– ¿Quién dijo que estoy molesto?

– Bueno, según tengo entendido, no te agradaba mucho que cantara con su banda.

– Pero eso fue porque eran un montón de viciosos y muchachos que no terminaron la escuela. ¡Diablos! Creo que sólo la guillotina lograría que Casey dejara de cantar.

– ¿Mencionaron mi nombre por aquí? -Casey se acercó y se les unió-. ¿De qué hablan ustedes dos?

– De anoche -dijo Tess.

La efervescencia natural de Casey surgió de inmediato.

– Fue una velada maravillosa. Casi no pude dormir cuando llegué a casa.

– Tampoco yo. Esa canción sigue preocupándome.

– ¿Ya tienes el segundo verso?

– Mmn -Tess agitó la mano-. Uno malo, tal vez.

– No creo que puedas escribir nada que sea malo.

– ¡Oh! Te aseguro que he escrito algunas canciones tan malas que mi productor sufría al escucharlas.

– ¿Y si a tu productor le gusta una canción y a ti no?

– Bueno, en realidad ya me ha ocurrido. Una vez me pidió que oyera una cinta de demostración que yo consideraba realmente mala, pero estuve de acuerdo con darle una oportunidad. Y al final resultó ser uno de mis discos sencillos mejor vendidos.

– ¿Cuál?

– Marcada.

– ¡Ah, ésa me gusta!

Kenny permaneció de pie, escuchando la canción. Estaba sorprendido por la atención que Tess le prestaba a Casey, dados los amargos recuerdos de sus días de bachillerato. El día anterior la había acusado de tener mal carácter, pero no había rastros de él cuando estaba con Casey.

El reverendo Giddings se acercó a Tess y le tendió la mano.

– Creo que no he tenido el placer de conocerla. Soy Sam Giddings. He sido ministro en la iglesia metodista de Wintergreen desde que el reverendo Sperling se retiró.

– Mucho gusto en conocerlo -Tess le sonrió-. Mi madre me ha hablado mucho de usted.

– Mi esposa y gran parte de la congregación son asiduos fanáticos suyos. Las personas de por aquí están muy orgullosas de su éxito, jovencita. Y debo confesar que yo me cuento entre ellas.

– Vaya, gracias.

– Por supuesto, Mary le ha contado a todo el mundo que usted vendría a cuidarla. Así que esta mañana, en el desayuno, mi esposa me dijo: "Si ves a la hija de Mary en el hospital, ve si puedes convencerla de que venga a cantar con el coro ahora que está en el pueblo" -se detuvo y miró a Kenny.

– Reverendo Giddings -comenzó Kenny-, estoy seguro de que a todas partes a las que va, la señorita McPhail recibe peticiones como ésta, y no creo que sea oportuno molestarla mientras está en su casa.

– No creo que sea mucho solicitarle que use su voz para alabar al Señor. La petición sigue en pie, señorita McPhail. Le aseguro que los fieles estarían muy agradecidos. En realidad, de este domingo al que viene iniciaremos nuestra colecta anual de beneficencia. Si acepta cantar ese día, tendremos tiempo suficiente para que la secretaria de la iglesia lo ponga en el boletín de este domingo. Bueno, ¿qué dice?

Mary se apresuró a responder.

– Pues por supuesto que lo hará, ¿no es así, Tess?

Tess miró al reverendo Giddings con la boca abierta, impotente.

– Bueno… yo…

Su mirada se encontró con la de Kenny. El parecía tan incómodo como ella. Tess se encogió de hombros forzando un gesto terriblemente estudiado y dijo:

– ¿Por qué no? -dejó escapar una risa forzada que no hizo efecto en nadie.

Por fin el reverendo Giddings se marchó. Kenny y Casey partieron poco después, pero toda la escena siguió molestando a Tess, incluso después de salir del hospital.

Todavía estaba molesta cuando llegó a casa. Lavó algunas uvas y se llevó un puñado a la planta alta, donde se puso unos pantaloncillos de algodón. Después volvió a bajar. Estaba de pie frente al fregadero cuando notó que las plantas de tomate se estaban secando. "¡Demonios!", pensó, "¡Olvidé regar el jardín ayer!"

Salió y se encaminó hacia la puerta de servicio de la cochera para buscar el aspersor amarillo de plástico, lo conectó a una manguera que encontró enrollada y arrastró todo por la angosta vereda hasta el jardín. Acababa de comenzar a regar cuando la puerta del porche de Kenny se cerró de golpe y él atravesó su jardín, a grandes zancadas en dirección a ella. El auto de Faith Oxbury estaba estacionado frente a la puerta de su cochera y él lo rodeó.

– Sólo para que lo sepas -dijo cuando estuvo a cierta distancia de ella-, yo no tuve nada que ver con la invitación del reverendo Giddings.

Ella se permitió mirarlo una vez. Él se encontraba a unos pasos de Tess y tenía el entrecejo fruncido. Se había cambiado el traje y llevaba una camiseta de polo blanca y unos pantalones color caqui.

Se veía muy bien arreglado.

Ella se alejó de él, arrastró la manguera y apuntó el aspersor hacia las zanahorias.

– Te creo -dijo, negándose a volver a mirarlo.

Él quedó perplejo por su rápida aceptación y, por un momento, desarmado, antes de agregar de mala gana:

– Practicamos los martes. Si tienes la intención de cantar con nosotros, es mejor que asistas al ensayo de la próxima semana.

Ella cerró la llave del aspersor con el pulgar y arrojó la manguera al césped.

– ¡Mira! -dio unos pasos para enfrentarlo de cerca, se puso en jarras y levantó la nariz-. Has estado molesto conmigo desde el momento en que entraste en la cocina de mi madre y me encontraste ahí. ¿Quieres que cante con tu coro o no? Porque a mí me importa un comino, y no tengo intenciones de meterme en la galería de un coro y tolerar tu actitud antagónica ni tu desprecio, así que deshazte de ella, amigo.

– Miren nada más quién habla de actitudes antagónicas y de desprecio -replicó él con la misma furia-. El tuyo ha durado desde mil novecientos setenta y seis, ¿no es cierto?

– ¡Ah! Así que te refieres a eso, a la manera como te traté en el bachillerato.

– La verdad es que eras muy cruel. Te burlabas de los sentimientos de los demás.

– ¿Sí? ¿Y qué dices de mis sentimientos hace dos días, cuando volví a casa? Entraste en la casa de mi madre y ni siquiera tuviste la decencia de saludarme.

– ¿Y qué clase de decencia mostraste tú conmigo cuando estábamos en la escuela?

– ¡Por Dios, Kenny, madura! Eso sucedió hace muchos años. La gente cambia.

– ¡Vaya que sí! Y tú realmente cambiaste. Llegas aquí presumiendo tu auto de cuarenta mil dólares con tu matrícula personalizada, y usas camisetas que dicen "El jefe". Señorita, tú sí que me has impresionado.

– No vine a impresionarte, Kenneth. El auto es mío. Lo pagué con mi propio dinero. ¿Por qué no habría de conducirlo? Y para tu información, la camiseta la compré recientemente en un concierto de Bruce Springsteen.

– ¡Ah, bueno! Discúlpame, por favor. Supongo que también estoy equivocado acerca de cómo solías burlarte de mí a mis espaldas en aquellos días del bachillerato.