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Tess resistió el impulso de volver los ojos al cielo y siguió a Mary. Cruzaron por una sala sencilla, con paredes de estuco rugoso y muebles con muchos años de uso, dominaba el sitio un piano vertical. En el muro contrario había tres arcos: el del centro conducía a las escaleras; el de la derecha, al baño y al cuarto de Mary; y el de la izquierda, a la cocina y a la parte posterior de la casa. Mary rengueó hasta llegar a este último mientras hablaba.

– Yo creía que todas las cantantes de música country usaban el cabello largo.

– Eso era antes, mamá. Ahora, las cosas están cambiando en el ambiente artístico.

– Pero te cortaste tus hermosos rizos.

"Tu cabello sí necesita un buen corte", pensó Tess al observar la incipiente calvicie en la coronilla de su madre. Pero lo más importante era su dolorido modo de andar, apoyándose en los muebles o las paredes cuando podía.

– ¿Estás segura de que puedes caminar, mamá?

– Ya me tendrán acostada durante suficiente tiempo después de la operación. Mientras pueda cojear por aquí, lo voy a hacer.

Era una mujer de setenta y cuatro años, regordeta y fornida; llevaba un par de viejos pantalones tejidos de poliéster que habían comenzado a desgastarse. Tess se preguntó dónde estaría el elegante conjunto de pantalones de seda que le mandó desde Nordstrom el otoño anterior, cuando estuvo de gira por Seattle.

– La cocina no ha cambiado -comentó, al tiempo que Mary abría el grifo de agua y llenaba la cafetera.

– Es vieja, pero así me gusta.

Tenía alacenas blancas de metal con cubiertas de formica café, tan desgastadas que en algunos sitios se veían blancuzcas. El tapiz era de horribles motivos florales color naranja, y de ambas ventanas colgaban cortinas con alzapaños del mismo diseño. Junto a la cocina había una tarta de pacana hecha en casa, por lo menos con trescientas calorías por rebanada.

La mirada de Tess se detuvo ahí.

– ¡Oh, mamá, no me digas que tú la hiciste!

Mary se volvió y notó que Tess se la comía con los ojos.

– Claro que sí. No podía permitir que mi pequeña llegara a casa y no encontrara su postre favorito.

¿Por qué se alteraba tanto Tess cuando su madre la llamaba "su pequeña"? Ya tenía treinta y seis años. Su nombre y cara eran tan familiares para la mayoría de los estadounidenses como los del presidente de la nación, y sus ingresos excedían por mucho a los de éste, pero su madre insistía en referirse a ella como "su pequeña". Las pocas veces que Tess la había corregido diciéndole que ya no era su pequeña, Mary se había mostrado perpleja y herida. Así que, esta vez, Tess no le dijo nada.

– ¿Estás haciendo ese café para mí? -preguntó.

– No puedes tomar tarta de pacana sin café.

– La verdad es que ya no tomo mucho café, mamá, y lo cierto es que tampoco debería comer la tarta.

Mary la vio por encima del hombro. Su alegría desapareció y lentamente cerró la llave del agua. Miró dudosa la cafetera a medio llenar y luego volvió a abrir la llave.

– Entonces prepararé un poco para mí.

– ¿Tienes algo de fruta, mamá? últimamente me alimento con mucha fruta, y me encantaría comer algo. No he tomado nada desde el desayuno.

– Tengo una lata de duraznos -Mary abrió la alacena inferior y, con dificultad, intentó inclinarse.

– Sería delicioso, pero yo misma los sacaré de allí. Vine a casa a cuidarte, y no a que me atiendas.

Eran duraznos en almíbar; Tess abrió la lata, tomó un tenedor de una gaveta y comenzó a comerlos directamente de la lata, paseándose por la cocina. Mary abrió el refrigerador.

– Te preparé tu comida favorita: hamburguesas y tortitas de papa fritas -dijo-. Podría meterlas al horno ahora mismo; sin embargo… -se volvió a mirar el reloj de la pared- son apenas las cuatro y media, así que tal vez debamos esperar un rato, y…

– Con los duraznos estaré bien, mamá. Sé que por lo general no comes sino hasta las seis.

Vio esfumarse la preocupación del rostro de Mary, una vez que estuvo segura de que había pasado el peligro de alterar la hora de la cena. Las tortas de papa fritas habían sido el plato favorito de Tess cuando tenía doce años. Ahora sólo comía carne una vez a la semana y jamás probaba una papa frita. No, cuando tenía toda una colección de trajes de noche talla siete que costaban más de mil dólares cada uno. Llevó la lata de duraznos a la mesa de la cocina y se sentó. En medio de la mesa había una maceta con una planta, sobre la más horrible carpeta de plástico que Tess hubiera visto nunca. Alguna vez fue blanca, pero ya estaba amarillenta y arrugada, como una vieja escama de pescado.

Mary se sirvió una taza de café y también se sentó. Miró la holgada camiseta blanca de Tess, que tenía cuatro rostros y un logotipo impresos.

– ¿Quiénes son "Los Southern Smoke"? -Preguntó.

Tess se miró el pecho.

– ¡Ah!, es el nombre de una banda. He estado saliendo con uno de los guitarristas. Con éste, ¿ves? -Tess extendió la camiseta y señaló un rostro barbado.

Mary entrecerró los ojos para ver mejor.

– ¿Cómo se llama?

– Burt Sheer.

– Burt Sheer, ¿eh? ¿Y cuánto hace que sales con él?

– Sólo un par de meses.

– ¿Y es algo serio?

– ¿En este negocio? -rió Tess-. Espero que no. Con todos los viajes de trabajo que tiene programados y los que hago yo cantando ciento cincuenta conciertos al año, lo he visto exactamente cuatro veces.

– ¡Oh!

Tess percibió cómo se desvanecía el brillo de esperanza de los ojos de su madre, quien nunca aceptaría el hecho de que la más joven de sus hijas hubiera escogido seguir una carrera en vez de casarse y tener hijos. Para Mary McPhail eso era equivalente a malgastar su vida.

– Mamá, me urge llamar a mi productor de discos. Solamente necesito un minuto.

Llamó desde el teléfono de pared que estaba a un lado de las alacenas, y pidió que la comunicaran con Jack Greaves en el estudio, donde sabía que él estaría trabajando.

– Mac, qué gusto me da oírte -dijo Jack-. ¿Ya estás en casa de tu madre?

– Sí, señor. Llegué aquí sana y salva. Oye, escuché Oro ennegrecido todo el camino hasta aquí, y la armonía en la palabra "equivocado" todavía no me convence. Creo que debería ser un mi bemol en lugar de un mi natural. ¿Puedes hacer que Carla vaya a grabarla de nuevo?… ¿Todavía tiene problemas con su voz?… Bueno, pregúntale, ¿sí?… Gracias, Jack. Luego me la envías por mensajería en cuanto la tengas, ¿de acuerdo? No estaré aquí mañana… mañana es la operación, pero te llamaré desde el hospital… claro. Gracias, Jack. Adiós.

Su madre tenía una expresión de asombro.

– ¿Tienes que volver a grabar toda la canción otra vez sólo por una palabra?

– Se hace todo el tiempo. A veces grabamos la pista de una armonía completa y jamás la usamos.

Tess guardó los duraznos en el refrigerador y dejó el tenedor en el fregadero. Por la ventana situada frente a éste veía con gran claridad el jardín de la señora Kronek. La calle estaba dividida por un callejón sin pavimentar y ambos lotes tenían exactamente la misma disposición, uno a cada lado. Casas, senderos y jardines eran simétricos, como las manchas en las alas de una mariposa. Las cocheras estaban construidas al lado del callejón, tan cerca una de otra que sus puertas quedaban perpendiculares con respecto a él. Mientras Tess observaba, una de las puertas de enfrente comenzó a subir. Luego llegó un automóvil y entró en la cochera de la señora Kronek. Un momento después, un hombre alto, de traje, salió con un portafolios. Caminó por la vereda hasta la puerta trasera de la señora Kronek.

– ¿Quién es? -preguntó Tess.

Mary se levantó y echó un vistazo.

– Pues es Kenny Kronek… debes recordarlo.

– ¿Kenny Kronek? -Tess lo observó subir los escalones y entrar en el porche encristalado. Era esbelto y de cabello oscuro, y miró hacia afuera antes de que la puerta se cerrara tras él-. ¿Te refieres a ese idiota al que siempre le sangraba la nariz?