Bajo el nombre de Empresas Wintergreen se encontraban varias empresas que habían nacido por necesidad o sentido común: su compañía editora de música, de modo que las regalías de la compañía que publicara sus canciones las recibiera ella misma; su taller de ropa especializada, que diseñaba los trajes de concierto no sólo para Tess, sino también para otros cantantes; su imprenta, que hacía los carteles, botones de adorno, cartas para sus clubes de admiradores y los programas para sus conciertos; además, tenía una pequeña flotilla de jets, que usaba y alquilaba a otros.
Sin embargo, todo esto era secundario comparado con la fenomenal y exitosa administración que mantenía a Tess McPhail a la cabeza de las listas de popularidad de la música country. Esa administración le organizaba alrededor de ciento veinte conciertos al año, le permitía ser coproductora de sus propios álbumes y vídeos y pagar los salarios de más de cincuenta empleados permanentes.
Y Tess McPhail se ocupaba ella misma de cada uno de los aspectos del negocio.
Al abrir la puerta, Tess oyó el murmullo de varias conversaciones. Entró en el vestíbulo central, donde la recepcionista estaba sentada al escritorio, con una elegante escalera a sus espaldas.
– ¡Hola, Jan! Ya volví.
Jan Nash giró en su silla lentamente y sonrió.
– ¡Hola, Mac! Bienvenida. Ya te extrañábamos.
Otras personas oyeron la voz de Tess y salieron de las oficinas para saludarla. Pronto se dirigió a la suya, escaleras arriba. Ocupaba todo lo ancho de la parte de atrás y disfrutaba de la sombra jaspeada de cuatro enormes tilos verdes que estaban plantados afuera. En una oficina adjunta, más pequeña, su asistente, Kelly Mendoza, se volvió y sonrió al ver que su jefa se acercaba por la puerta que comunicaba ambas oficinas.
– Mac, bienvenida.
– Me alegra estar de vuelta.
– Siento lo de Papá John -le dijo Kelly.
– Todos lo lamentamos. ¿Tienes los detalles acerca del servicio funerario?
– Los cantantes se reunirán mañana por la mañana, a las once, en el Ryman, una hora antes para un breve ensayo.
– Bien. ¿Qué más?
– Llamó Burt Sheer, y Jack pidió que te comuniques con él en cuanto entres en la oficina. Cathy Mack tiene los diseños de cinco vestidos que quiere que veas, y Ralph quiere comenzar los ensayos de los conciertos -Kelly regresó con Tess hasta la oficina principal-. ¡Ah, una cosa más! Carla fue a ver a un otorrinolaringólogo. El problema con su voz es serio… es algo de la tiroides. Parece que estará fuera de circulación durante un buen rato.
La inquietud hizo que Tess frunciera el entrecejo. Carla cantaba los coros de algunas de sus grabaciones, y se suponía que iba a acompañarla en la gira de conciertos.
Una hora después de haber regresado, quedó muy claro para Tess que no había sitio para Kenny en su vida. Aunque por momentos, durante las últimas cuatro semanas, se había cuestionado a dónde pertenecía, sólo tenía que comenzar a ponerse al corriente con su negocio para comprender que su lugar estaba ahí. No había lugar en su vida para ningún hombre.
Sin embargo, si uno en especial telefoneaba, por ningún motivo quería perder la llamada.
– ¿Kelly?
– ¿Sí? -la asistente se detuvo en el umbral.
– Cualquier llamada de Casey Kronek o de Kenny Kronek me la pasas de inmediato, sin importar dónde esté, ¿de acuerdo? Casey es una chica de bachillerato de mi pueblo que se quedará conmigo durante una temporada en junio. Cantará los coros en una de mis canciones.
– Es una chica con suerte -comentó Kelly.
– Es una chica con talento -replicó Tess-. Ella me ayudó a escribirla.
Tess trabajó en su oficina hasta las ocho de la noche. Cuando se dirigía a su casa, bajó los cristales de su Nissan y aspiró el húmedo y cálido aire sureño. Era una de esas noches en las que la penumbra parece negarse a partir, y cuando su automóvil recorrió el Bulevar Heathrow, robles y olmos se extendían como los velos de una capilla negra contra un cielo color mantequilla que se convertía en anaranjado intenso cerca de las copas de los árboles. Dos chicos venían bajando la colina en sus bicicletas, y ella esperó a que pasaran por la entrada de su casa antes de meter el auto. Cayó en la cuenta de que no conocía a ninguno de los niños; de hecho, no conocía a ningún niño del vecindario, ni a sus vecinos.
Tess pensó en lo que podía verse desde la ventana de la cocina de su madre, y cómo ella había observado las idas y venidas de la gente que vivía al otro lado del callejón. Aquí todo era muy diferente. Estaba aislada por el éxito.
Las altas ventanas de la sala de su casa daban a la calle, y a través de ellas Tess pudo ver que María había dejado una lámpara encendida. La puerta de la cochera subió con sólo tocar un botón, y Tess notó sorprendida que la pequeña camioneta azul de María aún estaba adentro. Llevó a rastras su bolso de cuero por la entrada de atrás y la llamó:
– ¿María?
– Señorita Mac, ¡bienvenida a casa! -María estaba en la cocina, quitando un poco de agua a una jarra que contenía un ramo de zinnias rojas.
Tess dejó caer su bolsa.
– ¿Qué haces aquí todavía?
– La estaba esperando. Si gusta, puedo llevar sus cosas arriba, señorita Mac.
– Gracias, María, pero yo puedo hacerlo.
– Tonterías. Déme eso.
María era mexicana, de más de cincuenta años, con piernas largas, aunque de talla pequeña. No tuvo problema alguno para quitarle a Tess de las manos el bolso de cuero.
– Está bien -concedió Tess-, pero tu familia debe de estar esperándote.
– Les dije que tal vez llegaría tarde. ¿Cómo está su mamá?
– Se recupera muy bien. Gracias, María.
La mujer hizo un ademán para indicar que no era necesario que le agradeciera, y las dos subieron por una escalera abierta hasta el segundo piso, donde un corredor en forma de C daba a la sala. Las habitaciones para invitados estaban a la derecha. Tess dio vuelta a la izquierda, hacia su propio cuarto. A diferencia de la casa de Mary, todo ahí era nuevo y combinaba, en tonos neutros, con sólo algunos toques de colores pastel aquí y allá. Todo era perfecto. Ella no tenía que encargarse de nada.
María dejó caer la bolsa de Tess en una banca que estaba al pie de la cama y recorrió la habitación bajando unas persianas blancas con plateado, para después cerrar la puerta del balcón que daba a la piscina.
– Gracias, María. Ya puedes irte a casa.
– Me iré cuando crea que debo hacerlo -dijo la mujer mientras se dirigía escaleras abajo otra vez. Tess sonrió. Aunque estaba acostumbrada a vivir sola, se sentía muy contenta al tener a aquella parlanchina ama de llaves ahí esa noche. Regresó por el balcón central y se quedó mirando hacia la sala. El techo tenía una altura de más de cinco metros y estaba decorado en varios tonos de blanco. Un magnífico piano color crema, uno de los dos que había en la casa, se encontraba al pie de los espléndidos ventanales de la parte del frente.
Tess se lavó la cara, se quitó los pantalones vaqueros y se puso una bata de algodón de una pieza; luego regresó a la cocina, una habitación con piso de losetas y puertas francesas que daban a un pequeño espacio que se extendía a un porche con protecciones contra insectos. María le había preparado una ensalada César, coronada con pollo asado estilo Cajun y una copa de agua color azul cobalto sobre una sencilla mesa de pino. En el centro de la mesa estaba la jarra de zinnias.
– María, bendita seas -le dijo Tess, que se sentó de inmediato y se comió una cucharada de la crujiente ensalada.
– Parece que subió un kilo o dos -observó el ama de llaves-. La pondré en forma antes de que se dé cuenta. Le planché su traje azul oscuro para el servicio fúnebre de mañana. Es una pena lo de Papá John.
– Gracias, María. Ahora, ¿te marcharás ya a casa?
– Sí, señorita Mac. Creo que me iré. Hay jugo de naranja recién hecho en el refrigerador y unas roscas de pan en el cajón, para el desayuno.