– ¡Tess, qué vergüenza! Kenny Kronek es un chico agradable.
– ¡Ay, mamá! Eso dices siempre porque es el hijo de Lucille, y ella era tu mejor amiga pero sabes tan bien como yo que era un diota de primera. ¡Vaya! Ni siquiera podía caminar sobre una línea recta sin tropezarse. ¡Y todos esos barros! Todavía puedo oler el medicamento que usaba para el acné.
– Kenny se encargó de su madre hasta el día en que murió, y no toda la gente agradable del mundo tiene buena coordinación, Tess. Además es un excelente padre y cuida muy bien la casa desde que Lucille murió.
– ¿Te refieres a que alguien se casó con él?
– Claro que se casó. Fue con una chica que conoció en la universidad… Stephanie. Sólo que ahora está divorciado.
– No me sorprende -murmuró Tess al alejarse de la ventana.
– Tess, por favor… -su madre la reprendió con el entrecejo ligeramente fruncido.
– Bueno, es que siempre… me estaba mirando. ¿Sabes a lo que me refiero? -fingió un escalofrío-. Era tan detestable.
– ¡Vamos, Tess, exageras!
– Pues es cierto. La única clase que tomábamos juntos era coro, y cuando fuimos al festival de coros en Saint Louis, se sentó conmigo en el autobús y no pude quitármelo de encima. Ahí estaba, sentado, tan sonrojado que pensé que la nariz le sangraría ahí mismo. ¡Y luego trató de tomarme de la mano! Te juro que todos los compañeros se burlaron tanto que pensé que moriría.
Mary tomó su taza de café y la puso en el fregadero. Luego, en voz baja, sugirió:
– ¿Por qué no sacas tus maletas del auto y lo estacionas cerca de la cochera? Es mejor que no dejes toda la noche en la calle un auto tan caro como ése.
Tess sabía cuando la reprendían, y sintió una opresión en el pecho. ¿Por qué le pesaba más la llamada de atención de su madre que la de cualquier otra persona?
Condujo hacia el extremo sur de la cuadra y se encaminó al callejón más allá de los cobertizos y cocheras donde solía jugar a las escondidas y a patear una lata cuando era niña. Los jardines tenían mucho prado y tantos años que los límites se habían borrado con árboles y arbustos silvestres. Pero ahí, en Wintergreen, un poco más arriba de la frontera sureste entre Missouri y Arkansas, donde los vecinos eran realmente vecinos y lo habían sido durante veinte o treinta años, a nadie le preocupaban las líneas de demarcación de sus propiedades.
La cochera de Mary necesitaba pintarse. Sin embargo, para sorpresa de Tess, tenía una puerta nueva. Acercó el vehículo, bajó y echó un vistazo al lugar al otro lado del callejón. Todo estaba bien pintado, sin basura en ninguna parte. "Bien por San Kenny", pensó con sarcasmo mientras tomaba su bolso de lona. Camino de la casa, observó que su madre se las había arreglado para tener un jardín, pese a que debió dolerle la cadera al arrodillarse para plantarlo.
La entrada trasera tenía tres escalones y un barandal negro de hierro. Dentro había un pequeño rellano con la puerta del sótano directamente enfrente y la de la cocina, un escalón arriba a la derecha. Mientras Tess pasaba por la cocina, golpeando los muebles con su bolso, dijo:
– Oye, mamá, no debiste arreglar el jardín este año con la cadera tan mal.
Tess atravesaba la sala, rodeando el arco central que conducía a la escalera cuando Mary respondió.
– ¡Oh, no lo hice yo! Fue Kenny. ¿Y ya viste la puerta nueva de mi cochera? También la instaló él.
– ¿Ese zonzo instaló la puerta de la cochera? Me pregunto qué persigue con todo esto.
El piso de arriba estaba distribuido en línea recta; su techo seguía el contorno del tejado, con una ventana en cada extremo.
Cuando eran adolescentes, lo llamaban las barracas, y dormían en una fila de tres camas individuales. La escalera se ubicaba en uno de los límites, con una fuerte barandilla hecha en casa. Frente a los últimos escalones había una ventana desde donde se apreciaba a vuelo de pájaro el patio de San Kenny. Tess pasó corriendo por ahí, dio una vuelta en u en torno del pasamanos y dejó caer la bolsa en la cama más alejada. Se habían ganado la distancia a la escalera por orden de nacimiento: la cama más cercana a las escaleras, y al baño de abajo, era de Judy, la mayor; la de el medio era de Renee; y la que estaba al fondo era la de Tess, porque era la benjamina. Siempre detestó que se refirieran a ella como la bebé, y sentía una oleada de arrogante satisfacción por ser la que se había marchado del pueblo y la que había triunfado.
Se detuvo pensativa y después se encaminó hacia el tocador; donde había escrito por primera vez en su diario sus deseos de ser cantante; donde había aprendido a maquillarse y se había sentado a mirar la calle con la boca fruncida cuando la mandaban a su cuarto castigada. ¿Por qué? Suponía que tal vez había sido necesario.
Abajo, su madre la llamó:
– ¿Tess? ¿Ya pongo a calentar la cena?
– Yo lo haré, mamá, no te preocupes. Sólo déjame colgar un poco de ropa primero, ¿de acuerdo? -respondió Tess.
– Bueno… está bien -replicó su madre dubitativa, y luego añadió-: pero ya son cinco y diez y debe hornearse durante una hora completa.
Tess no pudo evitar mover la cabeza. El horario común de un músico profesional implicaba levantarse a mediodía y hacer trabajo de grabación en el estudio de dos a nueve; un mensajero llevaba comida alrededor de las ocho. Cuando tenía noche de concierto debía salir a escena de las ocho a las once, y cenar casi hasta la medianoche.
Sin embargo, Tess respondió, obediente:
– ¡Allá voy!
Su madre ya había metido la comida en el horno, pero dejó que Tess pusiera la mesa. Mary sugirió que el acompañamiento perfecto para las grasosas tortas de papa era café, con crema y azúcar, por supuesto, y tarta de pacana con crema batida… de la de verdad.
Cuando el plato principal estuvo caliente y listo, se veía tan tentador que Tess se lanzó sobre él como un soldado después de un día de marcha a campo traviesa. Mary sonrió con satisfacción al contemplarla. Tess estaba comiendo un trozo de tarta cuando alguien llamó a la puerta posterior y entró sin esperar respuesta.
– ¿Mary? -dijo una voz de hombre, desde el pequeño espacio en la parte de atrás; era Kenny, ya sin traje, con una chaqueta de nailon roja y cargando un saco de veinte kilos de sal de grano sobre el hombro izquierdo.
– ¡Ah Kenny! Eres tú -exclamó Mary alegrándose al instante.
– Te traje la sal para el suavizador -dijo, y abrió la puerta del sótano-. La pondré abajo.
– ¡Muchas gracias, Kenny!
Sus pisadas resonaron cuando bajaba. Luego hubo una pausa mientras él abría la bolsa; después la sal tintineó al caer en el tanque de plástico del suavizador y él volvió a subir. Cuando cerró la puerta del sótano y entró en la cocina, Tess clavó los ojos en su plato. No tenía de qué preocuparse, porque él no le dirigió siquiera una mirada. Se detuvo al lado de la silla de Mary y la vio directamente a los ojos.
– Ya está. Todo lleno. ¿Se te ofrece algo más?
– Creo que no. Kenny, recuerdas a Tess, ¿no es así?
Él asintió en dirección a Tess. Fue un gesto tan brusco como rudo y ni siquiera lo acompañó de un saludo.
– Así que ya tienes preparada la andadera para mañana -le dijo a Mary; Tess seguía comiendo su tarta.
– Sí, señor. Ya tengo todo listo.
– ¿Estás asustada? -preguntó con tranquila sencillez.
– No mucho. Ya he pasado por esto otras veces, así que ya sé lo que me espera.
– ¿Entonces no necesitas nada?
– No. Tess me llevará al hospital por la mañana. Eso, si puedo entrar en ese pequeño auto suyo. No sé cómo se llama, pero costó más que esta casa. ¿Lo viste, Kenny?