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– No te preocupes. Ahí estará.

– Bueno, sólo preguntaba.

Tess siguió a su hermana y se quedó de pie en el vestíbulo del frente mientras la veía alejarse en una camioneta azul. La tarde caía y la calle estaba silenciosa. Tess permaneció ahí, sintiéndose contrariada y fuera de lugar, deseando estar en el estudio, en Nashville, a donde pertenecía.

Su madre salió del baño con una bata floreada de algodón. Por el modo en que caminaba, Tess se dio cuenta de que sufría.

– Mamá, ¿en qué puedo ayudarte?

– Tráeme una almohada de la cama y me recostaré en el sofá. Luego nos sentaremos a conversar.

Se requirieron algunos minutos para que Mary se sintiera razonablemente cómoda en el sofá. Cuando estuvo lista, dijo:

– Ahora cuéntame de los sitios que has visitado últimamente.

Tess comenzó a hablarle acerca de lo más interesante de los dos meses anteriores, pero después de algunos minutos los ojos de Mary comenzaron a cerrarse. Por fin, Tess sugirió:

– Mamá, estás exhausta. Deja que te lleve a tu cama.

El dormitorio de su madre no había cambiado más que el resto de la casa. Los muebles eran los mismos, y la alfombra, hasta donde Tess recordaba, era la de siempre. En la cajonera, la fotografía de la boda de sus padres compartía el espacio con la misma caja de madera para poner llaves y dinero, que en su época había guardado el contenido de los bolsillos de su papá, del que ya casi no tenía recuerdos. Había muerto en un accidente cuando conducía un camión del correo estadounidense; ella tenía apenas seis años. Los retratos de las niñas colgados en la pared eran los mismos que se habían tomado cuando todas estaban en la primaria.

“¿Qué pasa conmigo?", se preguntó Tess. “¿Por qué todo esto me provoca tan poca nostalgia?" Lo que sí sentía era una cierta repulsión por la agobiante inmutabilidad de la vida de su madre. ¿Cómo pudo haber vivido todos esos años sin reemplazar, si no al hombre, por lo menos la alfombra? Pero ella siempre decía que un hombre era suficiente, y que él fue el único al que siempre quiso.

Con honda tristeza en el corazón por todo lo que su madre había perdido, Tess se inclinó para arroparla.

– Mamá, ¿por qué nunca te casaste otra vez después de que papá murió?

– No quise. Las tenía a ustedes, niñas, y luego a los nietos. Sé que es difícil para ti comprenderlo, pero era feliz. Soy feliz.

Mary se enderezó y tomó el rostro de Tess con ambas manos.

– Sé que viniste a casa contra tu voluntad, querida. Siento que Judy y Renee te obligaran a hacerlo.

– No, mamá, no es así, de veras.

– Por supuesto que sí; pero, ¿sabes lo que pienso? Creo que esa vida que llevas te está agotando. Por eso dejé que las chicas te obligaran a venir, porque creo que tú lo necesitas más que yo. Ahora, asegúrate de dormir lo necesario. Tenemos que levantarnos a las cuatro y media para estar allá a las seis, y eso es sumamente temprano. Ahora, dame un beso y apaga la luz.

Después de acostar a su madre, Tess sintió una punzada de desilusión. "No estoy lista para este cambio de papeles" pensó "Es como si yo fuera la madre y ella la hija." Caminó inquieta por la sala; miró el piano y tocó quedamente una tecla; deseaba tanto sentarse a tocar, pero Mary necesitaba dormir y el piano la mantendría despierta. Tess extrañaba su trabajo, el latido vital de la actividad incesante que marcaba sus días.

Fue a ver la casa de enfrente por la ventana de la cocina. Las luces estaban encendidas tanto en la planta alta como abajo. Había otro auto estacionado en la entrada y Tess se preguntó de quién sería. ¿Qué le importaba? Por la manera en que estaban situadas las casas, pasaría las siguientes cuatro semanas mirando las idas y venidas de los vecinos, pero lo que Kenny Kronek hiciera con su tiempo no tenía interés alguno para ella.

Molesta, se encaminó arriba para buscar su piyama, y luego volvió a bajar para bañarse. En el baño, las tuberías silbaban como si se tratara de una tetera hirviendo, de modo que las abrió despacio y muy poco para evitar que se despertara Mary mientras se llenaba la bañera.

Una vez en el agua, se recostó, cerró los ojos y pensó en el álbum que estaba preparando. Tenía ocho buenas canciones ya grabadas, pero se necesitaban diez. Dos canciones más para ese álbum. Tenía que encontrar buen material… ésa es la clave del éxito en este negocio. Tess planeaba pasar algún tiempo en el plano, escribiendo durante su estancia ahí. Era el momento perfecto; cuando hubiera terminado de atender a Mary, le quedaría tiempo suficiente para componer. Tal vez escribiera una canción acerca de regresar al hogar y lo que sentía. El principio de una canción acudió a su mente y comenzó a tararear.

El tránsito del pueblo se arrastra por la plaza

Canturreó la melodía cuatro veces, luego cantó con suavidad la letra. Llegó al mundo en un tiempo de cuatro por cuatro, en acordes mayores, como una balada alegre.

Pensó en una segunda línea.

Hace dieciocho años que se marchó de casa

Y una tercera.

Recorrió el mundo y ahora regresa…

Tess abrió los ojos y se sentó para enjabonarse, tarareando el verso a fin de encontrarle una línea final. Ninguna le satisfacía, pero al terminar de secarse, ponerse talco y su piyama de seda, tenía las tres líneas listas y estaba ansiosa por subir a escribirlas.

Se sentó frente a su antiguo tocador y escribió la letra, ansiando bajar al piano y escuchar los acordes que tenía en mente. A diferencia de la mayoría de los cantantes de música country, no tocaba la guitarra. El piano era el instrumento que las tres chicas McPhail habían aprendido a tocar. Aunque a menudo Tess envidiaba a los miembros de la banda que podían llevar sus instrumentos en el autobús o a la habitación de algún hotel para tocar, cantar y componer dondequiera que se encontrarán.

A las once se metió a su vieja cama y apagó la luz. A medianoche todavía estaba despierta a causa de la canción y de un colchón que era todo, menos cómodo. La última vez que miró su reloj era la una treinta y ocho.

TESS DESPERTÓ sobresaltada al oír que su madre la llamaba desde abajo.

– ¿Tess? Ya es hora de levantarte, querida. Ya faltan cinco para las cinco.

– Muy bien, ya desperté -contestó con voz ronca, tratando de sentarse-. ¿Oye, mamá? -preguntó mientras caminaba pesadamente al lado de la barandilla-. ¿A dónde dijiste que vamos?

– A Poplar Bluff -Wintergreen era demasiado pequeño para tener un hospital-. Son treinta minutos en auto, como siempre.

Como tenía poco tiempo para asearse, Tess sólo se lavó la cara y se aplicó un poco de lápiz labial antes de ponerse unos pantalones vaqueros y una camiseta gruesa de manga larga que tenía impreso al frente EL JEFE, con enormes letras negras. Se dio tiempo para ponerse un par de aretes: se sentía desnuda sin ellos, pero su cabello no tenía remedio. Al final lo sujetó con una liga y pasó la cola de caballo por el agujero de una gorra. Vaya que se veía mal, pero los horarios de cirugía no esperaban, y su madre ya rondaba frente a la puerta del baño con el bolso colgado del brazo.

– Llevaré tu maleta al automóvil -le dijo Tess-. Luego volveré por ti para ayudarte a bajar los escalones de atrás. Espérame aquí, ¿de acuerdo?

Cuando volvió a la casa encontró a Mary en la cocina, con la mano en el interruptor de la luz, mirando la habitación como si temiera que fuera la última vez. Dos palabras que mencionó Kenny Kronek la noche anterior volvieron a la mente de Tess. Él le había preguntado si estaba asustada. En aquel momento, Tess se sentía tan molesta por su presencia que no había prestado atención al comentario. Pero ahora, al contemplar los titubeos de Mary, se dio cuenta de que ni siquiera se había molestado en preguntarse si su madre estaría asustada al enfrentar esta segunda operación. Y al parecer sí lo estaba.

– Vamos, mamá -la apresuró con suavidad-. Es mejor que nos vayamos. Yo me haré cargo de todo. No te preocupes.