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– Un poco. Ella me pidió que algún día fuera a cantar al coro de la iglesia.

Él le dirigió un rápido vistazo y murmuró algo por lo bajo, como si maldijera; luego se rascó la nuca.

– Le dije que no te molestara con eso. Espero que no creas que fue idea mía.

Tess recordó la atracción que él sentía por ella en el bachillerato y dijo con el sarcasmo suficiente para irritarlo:

– Bueno, ¿y por qué iba yo a pensar semejante cosa?

El se enderezó la gorra de béisbol y le dirigió una mirada de disgusto bajo la visera.

– Tengo que volver al trabajo.

Aceleró el motor hasta que el ruido retumbó en los oídos.

Ella se inclinó cerca de él y gritó por encima del estruendo:

– No tenías por qué podar el césped, ¿sabes? Iba a llamar a mi sobrino para que lo hiciera.

– No te preocupes -replicó él también a gritos.

– Con gusto te pagaré.

Él la miró de tal modo que la hizo sentirse del tamaño de un microbio.

– Por aquí no acostumbramos pagar a los demás cuando nos hacen un favor, señorita McPhail.

– Yo nací por aquí, en caso de que lo hayas olvidado. Así que no me hables en ese tono, ¡señor Kronek!

Él levantó los ojos apenas lo suficiente para mirar la silueta del rostro de Tess y dijo:

– ¡Ah! Discúlpame… Mac, ¿No es así?

– Dime Tess, cuando por fin te dignes bajar de tu nube particular y hablar conmigo.

– ¿Sabes? Siempre tuviste mal genio.

– ¡Yo no tengo mal genio!

Él dejó escapar un bufido y comenzó a empujar la podadora; luego le gritó por encima del hombro:

– Te equivocas, Mac -pronunció el nombre en un tono tan provocador que ella deseó correr tras él y tirarlo al piso. En vez de hacerlo, entró a toda prisa en la casa y dejó caer la bolsa con los comestibles en la mesa, preguntándose cuándo, en los últimos dieciocho años, se había sentido tan furiosa.

Para distraerse decidió llamar a su productor, Jack Greaves, que le informó que Carla Niles iba a grabar una nueva pista armónica para Oro ennegrecido, y que se la enviaría al día siguiente. Mientras estaba en el teléfono de la cocina, llegó un auto que se estacionó tras la cochera de los Kronek, el mismo que vio el día anterior, un Plymouth Neon blanco. Una mujer bajó de él y cruzó el callejón hacia Kenny. Tendría unos cuarenta años, usaba finas zapatillas de tacón bajo y un traje de calle para el verano, de color durazno pálido. Conforme se acercaba, él detuvo la podadora y avanzó un par de pasos a su encuentro. Kenny señaló con el pulgar la casa de Mary, y la mujer le echó un vistazo rápido. Luego sonrió y regresó por el callejón mientras él seguía podando el césped.

Media hora más tarde, Tess estaba lavando una lechuga cuando se asomó por la ventana y vio a la mujer, que se había puesto unos pantalones, salir con una bandeja por la puerta trasera y colocarla en la mesa para días de campo de Kenny. Un momento después, Casey salió con otra bandeja. La mujer llamó a Kenny, que entonces ya había terminado de podar el jardín de Mary y llevaba la mitad del suyo, y los tres se sentaron a cenar.

“¿Quién será?", se preguntó Tess. Se contuvo y se alejó de la ventana. "A quién le importa", pensó al poner a cocer a fuego lento una pechuga de pollo. Luego fue a la sala para hacer lo que había estado ansiando todo el día. Para ella componer era como jugar… siempre fue así. Algunas veces le parecía ridículo que le pagaran por hacer algo que le daba tanto placer. De hecho, las regalías por sus canciones originales le redituaban varios cientos de miles de dólares al año.

Tomó una pequeña grabadora, papel pautado y lápiz y se sentó al piano para trabajar en la idea de la canción que había tenido la noche anterior.

El tránsito del pueblo se arrastra por la plaza,

hace dieciocho años que se marchó de casa

recorrió el mundo y ahora regresa…

La última línea del verso seguía eludiéndola. Le llegaban ideas, pero las descartaba una tras otra. Estaba concentrada por completo en su composición cuando una voz dijo:

– ¡Oye! ¿Mac? Soy yo, Casey.

Eso hizo que Tess girara en el banco del piano.

Casey estaba a la mitad de la habitación, desenvuelta y sonriente. Ya no iba con su atuendo de montar, sino con pantalones vaqueros azules, limpios y una camiseta amarilla de algodón, metida bajo la pequeña cintura del pantalón.

– Te escuché tocar -dijo.

– Estoy trabajando en una canción que se me ocurrió anoche cuando estaba en la bañera.

– ¿De qué se trata?

– Es acerca de lo que se siente volver aquí después de haber estado fuera tanto tiempo. El pueblo, mi madre, esta casa. Cómo nada cambia.

– ¿Puedo escucharla?

Tess rió entre dientes.

– Bueno, generalmente no toco mi material frente a nadie hasta que lo haya registrado en derechos de autor y esté grabado.

– ¡Oh! ¿Temes que pueda robártela o algo así? Vaya, ésa sí que es buena -Casey soltó una carcajada-. Anda, por favor, déjame oírla -insistió. Se lanzó sobre un sillón mullido y colocó una pierna sobre el enorme brazo del mueble, tan cómoda como si se encontrara con un viejo amigo.

Tess se volvió hacia el piano; a pesar de todo, la chica le caía bien. Casey tenía una naturalidad que no llegaba a ser presuntuosa. La verdad era que, debido a la ajetreada vida de Tess, tenía pocos amigos fuera de la industria de la música. Esta muchacha parecía querer serlo, y Tess la aceptó.

– Muy bien. Esto es lo que tengo hasta ahora.

Tocó las primeras tres líneas y luego trató una cuarta opcional. Era fácil ver que no encajaba.

– Tócala de nuevo -pidió Casey. Tess tocó y cantó una vez más.

El tránsito del pueblo se arrastra por la plaza,

hace dieciocho años que se marchó de casa,

recorrió el mundo y ahora regresa…

"Pero ha visto mucho y el pueblo le pesa", añadió Casey en una aterciopelada voz de contralto perfectamente afinada. "No puede volver. Sabe demasiado."

Las últimas dos líneas que Casey introdujo creaban una hechizante reflexión. Tess le puso música y enseguida cerró los ojos mientras el último acorde disminuía en el silencio como una perezosa columna de humo sobre las cabezas.

La habitación quedó en silencio durante diez segundos.

Entonces Tess dijo:

– Perfecto.

Se inclinó hacia el frente y escribió las palabras y la melodía en el papel pautado. Cuando terminó, dejó el lápiz y dijo:

– ¡Hagámoslo de nuevo!

Mientras cantaban, Tess reconoció una voz única y especial. Tenía un toque de determinación y aspereza. Además iba acompañada de un buen oído musical, pero lo más importante era su arrojo. No muchas chicas de diecisiete años podían cantar al lado de alguien tan famoso como ella sin amedrentarse. Casey lo hizo con la pierna sobre el brazo del sillón y los ojos cerrados.

Cuando los abrió, la estrella de música country que estaba al pilano la miraba por encima del hombro, divertida.

– Así que dime, ¿acaso viniste hasta acá para demostrarme tus habilidades?

– En parte -admitió la chica.

– Bueno, pues en realidad estoy muy impresionada. Podrías lijar una tabla con la aspereza de tu voz -Tess se volvió y miró a Casey-. Me gusta.

– El problema es que siempre destaca.

– Quieres decir en un grupo, como el coro de la iglesia.

– Ajá. ¡Ah! Eso me recuerda. A mi papá no le gustó que te molestara al pedirte que cantaras en el coro. Dijo que estaba siendo impertinente y me ordenó que me disculpara. Esa es la verdadera razón por la que estoy aquí. Así que lo siento. Es sólo que no lo pensé -Casey se encogió de hombros-. Debes poder venir a casa y sentirte en libertad de ir y venir en paz, sin que la gente te importune como en otras partes.