-Sirios -explic Danny, y sonri filosficamente, como para decirle que cada pas tena sus sirios.
El coche era un viejo Peugeot azul que heda a humo de tabaco y estaba aparcado junto a un puesto de caf. Danny abri la puerta trasera y sacudi los cojines con la mano. Cuando ella entr, un chico se desliz a su lado, desde el costado opuesto. Cuando Danny puso en marcha el coche, apareci otro chico que se acomod en el asiento del acompaante. Estaba demasiado oscuro como para que pudiera ver sus rasgos, pero vea claramente las metralletas. Eran tan jvenes, que por un momento le result difcil creer que las armas fueran reales. El chico que estaba a su lado le ofreci un cigarrillo y qued triste cuando Charlie declin la invitacin.
-Habla espaol? -pregunt l con la mayor cortesa, buscando un alternativa.
Charlie no hablaba espaol.
-Entonces perdonar mi ingls. Si hablara espaol, podra hablar perfectamente.
-Pero si su ingls es estupendo.
-Eso no es verdad -replic l reprobadoramente, como si ya hubiera descubierto una perfidia occidental, y cay en un silencio preocupado.
Detrs de ellos, sonaron dos disparos, pero nadie repar en ello. Estaban aproximndose a un recinto rodeado de sacos de arena. Danny detuvo el coche. Un centinela uniformado la mir y despus los dej pasar agitando su metralleta.
-El tambin era sirio? -pregunt.
-Libans -dijo Danny, y suspir.
De todos modos, ella senta su excitacin. La senta en todos ellos: una agudeza, una rapidez de la mirada y el pensamiento. La calle era en parte campo de batalla, en parte lugar edificado. Las farolas de la calle, al menos las que funcionaban, se lo mostraban por retazos apresurados. Los tocones de rboles quemados recordaban a una bonita avenida. La buganvilla haba comenzado a tapar las ruinas. Por todos lados haba coches quemados, salpicados de agujeros de bala. Pasaron junto a chabolas iluminadas, con tiendas chillonas dentro, y altas siluetas de edificios bombardeados que parecan despeaderos de montaa. Pasaron junto a una casa tan perforada por las bombas que pareca un gigantesco queso que se balanceaba contra el cielo plido. Un poco de luna, que saltaba de un agujero al otro, les segua los pasos. En ocasiones apareca un edificio flamante, construido a medias, iluminado a medias, habitado a medias: el juego de un especulador, con vigas rojas y vidrio negro.
-En Praga estuve dos aos. En La Habana, Cuba, tres. Ha estado en Cuba?
El chico que estaba a su lado pareca haberse recuperado de su decepcin.
-No he estado en Cuba -confes ella.
-Ahora soy intrprete oficial, espaol-rabe.
-Fantstico -dijo Charlie-. Le felicito.
-Interpreto para usted, seorita Palme?
-En cualquier momento -dijo Charlie, y hubo muchas risas. Despus de todo, la mujer occidental estaba rehabilitada.
Danny estaba disminuyendo la marcha y bajando su ventanilla. Frente a ellos, en el centro de la calle, brillaba una hoguera, y a su alrededor se sentaba un grupo de hombres y muchachos con kuffias blancos y pedazos de uniformes de fajina color caqui. Varios perros marrones haban acampado cerca, de ellos. Record a Michel en su aldea natal, escuchando los cuentos de los viajeros, y pens: Ahora han hecho una aldea en la calle. Mientras Danny haca guios con las luces, un hombre viejo, hermoso, se puso en pie, se frot la espalda, se dirigi hacia ellos, metralleta en mano, y meti su rostro marcado por la ventanilla de Danny hasta que pudieron abrazarse. La conversacin oscilaba interminablemente hacia atrs y hacia adelante. Ignorada, Charlie escuchaba cada palabra imaginando que, de algn modo, comprenda. Pero, mirando ms all del hombre, tuvo una visin menos agradable: de pie en un semicrculo inmvil, cuatro de los que estaban con el viejo apuntaban el coche con sus metralletas y ninguno de ellos tena ms de quince aos.
-Nuestra gente -dijo el vecino de Charlie con reverencia cuando reemprendieron la marcha-. Comandos palestinos. Nuestra parte de la ciudad.
Y tambin la parte de Michel, pens ella con orgullo.
Descubrirs que es gente fcil de amar, le haba dicho Joseph.
Charlie pas cuatro noches y cuatro das con los chicos y los am, individual y colectivamente. Fueron los primeros de sus diversas familias. La trasladaban constantemente, como a un tesoro, siempre por la noche, siempre con la mayor cortesa. Haba llegado tan de repente, explicaban con encantadora afliccin; nuestro capitn necesitaba hacer ciertos preparativos. La llamaban seorita Palme y tal vez creyeran realmente que era su nombre. Ellos le retribuyeron su amor, pero sin pedirle nada personal o molesto. En todos los sentidos, mantenan una reticencia tmida y disciplinada que la haca sentirse curiosa sobre la naturaleza de la autoridad que los gobernaba. Su primer dormitorio estaba en lo alto de una vieja casa, destrozada por las bombas, vaca de toda vida, excepto de la del loro del propietario ausente, que tena una tos de fumador, que reproduca cada vez que alguien encenda un cigarrillo. Su otro truco consista en chillar como un telfono, lo que haca durante la noche y la obligaba a correr hacia la puerta y esperar a que le contestaran. Los chicos dorman en el rellano, afuera, de a uno, mientras los otros dos fumaban, beban vasitos diminutos de t dulce y alimentaban un murmullo de campamento mientras jugaban a las cartas.
Las noches eran eternas y, sin embargo, no haba dos minutos iguales. Hasta los sonidos se peleaban, primero lejos, a distancia prudencial, despus avanzando, agrupndose, cayendo los unos sobre los otros en una confusin de clamores en conflicto: un estallido de msica, el chirrido de frenos y sirenas, seguidos por el profundo silencio de un bosque. En esa orquesta, el tiroteo era un instrumento menor: un tamborileo aqu, un repiqueteo all y a veces el lento silbido de una bomba. Una vez escuch carcajadas, pero las voces humanas eran escasas. Y una vez, a la maana temprano, despus de golpear con urgencia su puerta, Danny y los dos chicos entraron de puntillas y fueron hasta la ventana. Siguindolos, vio un coche aparcado a unas cien yardas. De adentro sala humo, se elevaba y se enrollaba a su costado como alguien que se revolviera en su cama. Una vaharada de aire caliente la hizo retroceder. Algo cay de un estante. Escuch un golpeteo en su cabeza.
-Paz -dijo Mahmoud, el ms guapo, con un guio. Y se retiraron, con los ojos brillantes y confiados.
Slo el amanecer era predecible, cuando los crujientes altavoces ululaban la voz del muecn, que convocaba los fieles a la oracin.
No obstante, Charlie lo aceptaba todo y como retribucin se entregaba entera. En la sinrazn que la rodeaba, en esta tregua de meditacin inesperada, encontr finalmente un soporte para su propia irracionalidad. Y como en medio de semejante caos no haba paradoja lo bastante grande como para resultar excesiva, encontr tambin un lugar para Joseph. Su amor por l, en este mundo de devociones inexpresadas, estaba en todo lo que escuchaba o miraba. Y cuando los chicos, tomando t y fumando, la obsequiaban con esplndidas historias sobre los sufrimientos de sus familias a manos de los sionistas -como haba hecho Michel y con el mismo regodeo romntico-, era una vez ms su amor por Joseph, el recuerdo de su voz suave y su sonrisa poco habitual, los que abran su corazn a esa tragedia.
Su segundo dormitorio estaba en lo alto de una resplandeciente casa de apartamientos. Desde su ventana, poda contemplar la fachada negra de un nuevo banco internacional y, ms all, el mar inconmovible. La playa vaca, con sus cabaas abandonadas, era como un balneario permanentemente fuera de temporada. Un solo raquero tena la excentricidad de un baista en la Serpentine un da de Navidad. Pero lo ms extrao de ese lugar eran las cortinas. Cuando los chicos las corran por la noche, no observaba nada inslito. Pero cuando llegaba el amanecer, vea una lnea de agujeros de bala recorriendo la ventana con la ondulacin de una serpiente. Ese fue el da que les prepar a los chicos un desayuno de tortillas y les ense a jugar al gin-rummy.