El profesor Minkel viva en el collado que une el monte Scopus con la Colina Francesa, en el octavo piso de una nueva torre prxima a la Universidad Hebrea, vecina de otras muchas que formaban un racimo que haba causado un gran dolor a los desafortunados que pretendan conservar el antiguo carcter de Jerusaln. Todos los apartamientos tenan vistas de la Ciudad Vieja, pero lo malo era que tambin desde la Ciudad Vieja se vean, en lo alto, los apartamientos. Al igual que las torres vecinas, sta era, adems de un rascacielos, una fortaleza, y sus ventanas haban sido dispuestas de modo que sirvieran para devolver desde ellas el fuego en caso de que hubiese necesidad de repelir un ataque. Kurtz se equivoc tres veces antes de encontrar el sitio que buscaba. Se perdi primero en un centro comercial, cuyos muros de cemento tenan ms de un metro y medio de espesor; luego volvi a extraviarse y fue a parar a un cementerio britnico dedicado a los cados en la primera guerra mundial y que tena una placa que deca:
Obsequio del pueblo de Palestina. Luego explor otros edificios; casi todos regalo de millonarios norteamericanos, y finalmente lleg a esta torre de piedra labrada. Los carteles donde estaban los nombres haban sido estropeados por los gamberros, de modo que apret un timbre al azar y desenterr a un viejo polaco de la Galitzia que solamente hablaba yiddish. El polaco saba cul era el edificio que estaba buscando -es precisamente ste, no lo dude- y conoca al doctor Minkel y le admiraba por su actitud; l mismo haba sido alumno de la venerada Universidad de Cracovia. Pero tambin tena que hacerle muchas preguntas, que Kurtz se vio obligado a contestar lo mejor que pudo: por ejemplo, de donde proceda Kurtz? Santo cielo, y no conoce a fulano y mengano? Y qu es lo que puede querer hacer en ese edificio, a las once de la maana, todo un adulto, cuando el doctor Minkel estaba seguramente enseando a los futuros grandes filsofos del pueblo judo?
Los mecnicos del ascensor estaban en huelga, de modo que Kurtz se vio obligado a subir por la escalera, pero no haba nada que hubiera podido echar a perder sus nimos. Para empezar, porque su sobrina acababa de anunciar su compromiso con un joven que trabajaba precisamente en la misma seccin que l, y no se trataba de un compromiso prematuro. Adems, la conferencia bblica de Elli haba concluido felizmente; al terminar haba ofrecido un caf a los participantes y se alegr muchsimo de que l hubiera podido combinarse el trabajo y estar presente. Pero, sobre todo, porque el decisivo descubrimiento de lo de Freiburg haba sido respaldado por varios indicadores que lo confirmaban, de los cuales el ms satisfactorio haba llegado ayer mismo, gracias a uno de los escuchas de Shimon Lityak, que, probando un nuevo micrfono direccional desde un tejado de Beirut, haba captado la palabra Freiburg; Freiburg repetida tres veces en poco tiempo, una autntica delicia. A veces -reflexion Kurtz mientras iba subiendo-, la suerte te trata as de bien. Y la suerte, como sabia Napoleon y saban tambin todos los habitantes de Jerusaln, era la cualidad definitiva de los grandes generales.
Al llegar a un pequeo rellano hizo una pausa para recobrar un poco el aliento, y tambin para serenar sus pensamientos. La escalera tena una iluminacin propia de un refugio antibombardeo, con las bombillas protegidas por jaulas de alambre, pero lo que hoy oa saltar y brincar en el fondo del sombro pozo eran los sonidos de su propia infancia en los ghettos. Hice bien no trayendo conmigo a Shimon -pens-. A veces Shimon da un toque helado a las cosas; ser mejor actuar con cierto desparpajo superficial.
La puerta del nmero 18 D tena una mirilla incrustada en una chapa de acero, y en uno de sus lados estaba atestada de cerrojos. La seora Minkel los fue abriendo de uno en uno, como si desabrochara los botones de un botn, mientras iba diciendo Un momentito, por favor, y segua bajando ms y ms. Kurtz se hizo a un lado y esper a que ella los fuese cerrando pacientemente otra vez. Era una mujer alta y guapa, con unos ojos azules muy luminosos, y el cabello cano recogido en un moo universitario.
-Usted es el seor Spielberg, del Ministerio del Interior -le inform ella con cierta reserva, mientras le daba la mano-. Hansi le est esperando. Bienvenido. Pase.
Abri la puerta que daba a un diminuto estudio y all vio sentado a Hansi, curtido y patriarcal como un Buddenbrook. Tena un despacho demasiado pequeo para sus necesidades y haca aos que trabajaba as; sus libros y papeles estaban esparcidos a su alrededor por todo el suelo, en un orden que no poda ser fruto del azar. La mesa estaba puesta en un ngulo torcido a medio camino del saliente de una ventana, y el saliente era un semihexgono con delgadas ventanitas de cristales ahumados que parecan troneras para un arquero, y en la parte inferior tena un banco empotrado. Levantndose cuidadosamente, Minkel avanz con precaucin y lleno de una dignidad celestial por la habitacin hasta llegar a una isleta que no haba sido invadida an por su erudicin. Su bienvenida no fue muy tranquila, y cuando se sentaban en el saliente de la ventana, la seora Minkel acerc un taburete y se instal firmemente entre los dos, como si pretendiera juzgar si se jugaba limpio o no.
Hubo entonces un incmodo silencio. Kurtz esboz la sonrisa apesadumbrada del hombre que est obligado a cumplir con su deber.
-Seora Minkel, siento decirle que hay un par de cuestiones que por motivos de seguridad mi departamento insiste en tratar primero solamente con su esposo -dijo. Y volvi a esperar, sonriendo todava, hasta que el profesor le sugiri a su mujer que les preparase un caf y le pregunt a Kurtz si lo quera con leche.
Lanzando una mirada de advertencia a su esposo desde el umbral, la seora Minkel se retir a regaadientes. En realidad, apenas deba haber diferencia de edad entre aquellos dos hombres; pero Kurtz tuvo el cuidado de hablarle a Minkel como a un superior, porque eso era a lo que el catedrtico estaba acostumbrado.
-Profesor, tengo entendido que nuestra amiga Ruthie Zadir habl con usted ayer mismo -empez Kurtz con el respeto de quien se dirige a un enfermo desde la cabecera de la cama. Pisaba aqu terreno seguro porque haba estado al lado de Ruthie cuando llam al profesor, v haba escuchado las palabras de ambos a fin de hacerse una idea de la clase de persona que era.
-Ruth fue una de las mejores alumnas que he tenido -observ el catedrtico como quien recuerda una prdida.
-Sin duda es tambin uno de nuestros mejores elementos -dijo Kurtz, mas expansivo-. Profesor, tiene usted idea, por favor, del caracter del trabajo que realiza actualmente Ruthie?
Minkel no estaba en realidad acostumbrado a contestar preguntas que no hicieran referencia a su especialidad, y necesit unos instantes de desconcertada concentracin antes de responder.
-Creo que debera decir una cosa -dijo por fin con incmoda resolucin.
Kurtz sonri hospitalariamente.
-Si su visita a mi casa tiene relacin con las tendencias o simpatas polticas de mis alumnos, lamento no poder colaborar con usted. No puedo aceptar la legitimidad de tales criterios. Lo siento, pero ya hemos discutido de esto con anterioridad. -Pareca repentinamente embarazado, tanto por sus pensamientos, como por su mal hebreo-. Yo estoy aqu porque creo en algo. Y cuando creemos en algo tenemos el deber de decirlo, pero an es ms importante actuar segn esas creencias. Esa es mi actitud.
Kurtz, que haba ledo la ficha de Minkel, saba exactamente cul era la actitud del profesor. Era discpulo de Martin Buber, y miembro de un grupo idealista olvidado haca tiempo que entre las guerras del 67 y el 73 haba defendido la idea de llegar a una verdadera paz con los palestinos. Los polticos de derechas le llamaban traidor; y tambin lo hacan a veces los de izquierdas cuando recordaban aquella poca. Minkel era un orculo de la filosofa juda, de los primeros tiempos del cristianismo, de los movimientos humanistas alemanes y de unos treinta temas ms; haba escrito un libro en tres volmenes sobre la teora y la prctica del sionismo, con un ndice tan abultado como un listn telefnico.