Выбрать главу

Estaba de pie a un lado de la ventana, an desnudo, pero con la pistola cogida por la correa encima del hombro. Y, por un segundo, en el punto culminante de su tensin, ella imagin la imagen espectacular de Joseph parado frente a El Jalil, iluminado al rojo por la estufa elctrica, separado de l por slo la delgada cortina.

-Qu ves? -susurr finalmente, incapaz de seguir soportando la tensin.

-No hay vacas. Y no hay pescadores. Y no hay bicicletas. Veo demasiado poco.

Su voz estaba llena de accin contenida. Las ropas estaban junto a la cama, donde ella las haba arrojado en su frenes. Se puso los pantalones oscuros y la camisa blanca, y se ci la pistola en su lugar, debajo de la axila.

-No hay coches, ni luces en movimiento -dijo sin alterarse-. Ni un obrero camino de su trabajo. Y no hay vacas.

-Las habrn llevado a ordear.

El neg con la cabeza.

-No se ordea durante dos horas.

-Es la nieve. Las tienen dentro.

Algo en la voz de ella llam su atencin; la actividad haba aguzado su conciencia.

-Por qu buscas excusas?

-No es eso. Slo trato

-Por qu buscas justificaciones para la ausencia de toda vida alrededor de esta casa?

-Para disipar tus temores. Para consolarte.

Una idea cobraba cuerpo en l, una idea terrible. Poda leer en el rostro de ella, y en su desnudez; y ella, a su vez, alcanzaba a percibir sus sospechas.

-Por qu quieres disipar mis temores? Por qu ests ms asustada por m que por ti?

-No lo estoy.

-Eres una mujer buscada. Por qu eres tan generosa como para amarme? Por qu hablas de consolarme, y no de tu propia seguridad? Qu culpa tienes en el alma?

-Ninguna. No me gust matar a Minkel. Quiero salir de todo esto. El Jalil?

-Tiene razn Tayeh? Muri por ti mi hermano, despus de todo? Respndeme - insisti, muy serenamente-. Quiero una respuesta.

Todo el cuerpo de la mujer imploraba perdn. El calor en su rostro era terrible. Ardera para siempre.

-El Jalil, vuelve a la cama -susurr-. Hazme el amor. Regresa.

Por qu estaba l tan sereno si haban rodeado completamente la casa? Cmo poda mirarla as, mientras el crculo se cerraba a su alrededor cada segundo?

-Qu hora es, por favor? -pregunt, sin dejar de mirarla-. Charlie?

-Las cinco y media. Qu importa eso?

-Dnde est tu reloj? Tu pequeo reloj. Quiero saber la hora, por favor.

-No lo s. En el cuarto de bao.

-Qudate donde ests, por favor. De otro modo, es probable que te mate. Veremos.

Fue a buscarlo y se lo tendi sobre la cama.

-Ten la amabilidad de abrirlo para m -dijo, y la observ mientras ella luchaba con el broche.

-Qu hora es, por favor, Charlie? -volvi a preguntar, con una terrible ligereza-. Ten la amabilidad de decirme, en tu reloj, qu hora del da es.

-Las seis menos diez. Ms tarde de lo que yo crea.

Se lo arrebat y mir la esfera. Digital, veinticuatro horas. Conect la radio y sta dej or un gemido musical antes de que volviera a apagarla. Lo acerc al odo y luego lo sopes en la mano.

-Desde anoche, cuando te separaste de m, no tuviste mucho tiempo para ti misma, me parece. Es as? Ninguno, en realidad.

-Ninguno.

-Y entonces cmo hiciste para comprar pilas nuevas para este reloj?

-No las compr.

-Y cmo es que funciona?

-No necesita No estaban agotadas Funciona durante un ao con las mismas pilas Son especiales, de larga vida

Ella haba llegado al final de su intervencin. Completa y definitivamente, aqu y para siempre, porque acababa de recordar el momento en que, en la cumbre de la colina, l la haba hecho detenerse junto a la furgoneta de Coca-cola para registrarla; y el momento en que l haba dejado caer las pilas en su bolsillo, antes de devolver el reloj a la mochila y arrojarla en el interior del vehculo.

El haba perdido todo inters por ella. El reloj acaparaba su atencin por entero.

-Dame esa impresionante radio que hay junto a la cama, por favor, Charlie. Haremos un pequeo experimento. Un interesante experimento tecnolgico relacionado con la radio de alta frecuencia.

-Puedo ponerme algo? -susurr ella. Se puso el vestido y le alcanz la radio, un aparato moderno de plstico negro, con un selector como un dial telefnico. Colocando uno junto al otro el reloj y la radio, El Jalil conect esta ltima y prob todas las estaciones hasta que en una se oy un gemido que se elevaba y descenda como una alarma antiarea. Entonces cogi el reloj, levant con el pulgar la tapa de la cmara destinada a albergar las pilas, y dej caer stas al suelo, tal como deba haber hecho la noche anterior. El gemido dej de orse. Como un nio que ha llevado a cabo con xito un experimento, El Jalil volvi la cabeza hacia ella y fingi sonrer. La muchacha trataba de no mirarlo, pero no pudo evitarlo.

-Para quin trabajas, Charlie? Para los alemanes? Ella neg con la cabeza.

-Para los sionistas?

Tom su silencio por una respuesta afirmativa.

-Eres juda?

-No.

-Crees en Israel? Qu eres?

-Nada -dijo ella.

-Eres cristiana? Los ves como los fundadores de tu gran religin?

Ella volvi a negar con la cabeza.

-Es por dinero? Te han sobornado? Te han chantajeado?

Ella quera gritar. Apret los puos y llen de aire sus pulmones, pero el caos la estrangul y, en cambio, se puso a sollozar.

-Se trataba de salvar la vida. Se trataba de tomar parte. De ser algo. Yo le amaba.

-Traicionaste a mi hermano?

Las obstrucciones desaparecieron de su garganta, para dar paso a una mortal uniformidad en el tono.

-No le conoc. Nunca en mi vida habl con l. Me lo mostraron antes de matarlo, el resto fue inventado. Nuestra relacin amorosa, mi conversin, todo. Ni siquiera escrib las cartas, lo hicieron ellos. Tambin escribieron la carta de l para ti. La carta en que se hablaba de m. Yo me enamor del hombre que se ocupaba de m. Eso es todo.

Lentamente, sin agresividad, l extendi la mano izquierda y le toc el rostro, aparentemente para asegurarse de que ella era real. Luego se mir las puntas de los dedos, y luego volvi a mirarla, estableciendo alguna comparacin en su interior.

-Y eres la misma inglesa que malvendi mi pas -observ con tranquilidad, como si le costara muchsimo creer lo que vea con sus propios ojos.

Levant la cabeza y, cuando lo hizo, ella vio cmo su rostro era arrebatado por la desaprobacin y luego, bajo la potencia de aquello con que le haba disparado Joseph, encenderse. A Charlie le haban enseado a estarse quieta cuando apretaba el gatillo, pero Joseph no hizo eso. No confiaba en que sus balas hicieran el trabajo que les corresponda, y corra tras ellas, tratando de llegar antes al blanco. Se precipit por la puerta como un intruso cualquiera, pero, en vez de detenerse, se abalanz hacia el interior al tiempo que disparaba. Y dispar con los brazos completamente extendidos, para reducir an ms la distancia. Ella vio encenderse el rostro de El Jalil, le vio dar una vuelta en redondo y arrojarse con los brazos abiertos hacia la pared, en busca de proteccin. As, los proyectiles penetraron en su espalda, destrozando su camisa blanca. Sus manos se abrieron ante el muro -una de cuero, la otra real- y su cuerpo destrozado resbal hasta quedar en cuclillas como el de un jugador de rugby, mientras intentaba desesperadamente abrirse paso a travs de la materia. Pero, para entonces, Joseph se encontraba ya lo bastante cerca como para, con los pies, apresurar su cada. Detrs de Joseph entr Litvak, a quien ella conoca como Mike y al que siempre haba atribuido, ahora lo com-prenda, una naturaleza enfermiza. Mientras Joseph retroceda, Mike se arrodill y coloc en el dorso del cuello de El Jalil una ltima y certera bala, seguramente innecesaria. Detrs de Mike entr aproximadamente la mitad de los verdugos del mundo, vestidos con trajes de hombrerana negros, seguidos por Marty y la comadreja alemana y dos mil camilleros y conductores de ambulancias y mdicos y mujeres de rostro severo, que la sujetaron, le limpiaron los vmitos y la condujeron por el corredor y al aire fresco de Dios, aunque con el pegajoso y caliente olor de la sangre prendido a su nariz y a su garganta.