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Primero estaba el asfalto, despu�s, sin previo aviso, ven�a la zona de piso levantado con pedruscos del tama�o de pelotas de golf, aunque con aristas. Luego estaba una rampa de madera, con parpadeantes luces de aviso amarillas, y el aviso de que la velocidad m�xima era de diez kil�metros por hora, aunque s�lo un loco se hubiera atrevido a superar este l�mite. Luego, junto al termino de la rampa de madera, estaba la muchacha avanzando por la senda destinada a peatones. A la chica le dijeron: �T� camina a tu aire natural, no andes puteando, pero levanta el pulgar.� Lo �nico que preocupaba a los hombres del equipo jud�o consist�a en que la chica era tan linda que bien pod�a llev�rsela otro individuo antes de que llegara Yanuka. Una caracter�stica particularmente favorable del lugar era que una ancha l�nea divisoria separaba el escaso tr�nsito, temporalmente. Una franja de tierra de nadie separaba al tr�nsito que avanzaba hacia el este del que avanzaba hacia el oeste, y en esta franja estaban las barracas de los obreros, tractores, y todo g�nero de elementos para la reparaci�n de la carretera. All� se hubiera podido esconder a un regimiento entero, sin que nadie se enterase. Aunque los jud�os no formaban un regimiento. El equipo estaba integrado por siete personas, incluyendo a Litvak y a la chica-reclamo. Gavron no era capaz de gastar ni un centavo m�s. Los otros chicos eran muchachos vestidos con ligeras prendas de verano y calzados con zapatillas de lona. Pertenec�an a esa clase de muchachos que son capaces de pasarse el d�a entero con la vista fija en sus pies, sin que nadie se pregunte por qu� diablos no hablan. Pero que de repente act�an con la velocidad del rayo, para volver a quedar aletargados.

Era media ma�ana, el sol estaba alto y el aire era polvoriento. Circulaban grises camiones cargados con algo que parec�a cal o arcilla. El reluciente Mercedes de color rojo vino -que no era nuevo, pero en excelente estado- destacaba entre los restantes veh�culos como un coche nupcial entre camiones de recogida de basura. Entr� en la zona que preced�a a la de las obras a treinta kl�metros por hora, lo cual era excesivo, fren� cuando los pedruscos comenzaron a rebotar contra los bajos. Entr� en la rampa a veinte, baj� a quince y luego a diez, y cuando el autom�vil pas� junto a la muchacha todos los miembros del equipo israelita vieron c�mo Yanuka volv�a la cabeza para comprobar si la parte delantera de la chica estaba tan bien como la trasera. Y s�, lo estaba. Yanuka condujo pensativo durante cincuenta yardas m�s, hasta llegar a la zona de asfalto, y durante un mal momento, Litvak es-tuvo convencido de que tendr�a que utilizar el plan alternativo, que era mucho m�s complicado y que comportaba el empleo de un segundo equipo, el fingir un accidente de tr�nsito cien kl�metros m�s all�, y otras cosas. Pero la lujuria, o la naturaleza, o como se llame eso que nos induce a comportarnos como tontos, predomin�. Yanuka arrim� el coche a la vera de la carretera, baj� el cristal de la ventanilla el�ctrica, asom� su joven y hermosa cabeza, rebosante de alegr�a de vivir, y contempl� c�mo la chica avanzaba hacia �l, caminando maravillosamente bajo la luz del sol. Cuando la muchacha lleg� junto a Yanuka, �ste le pregunt� si ten�a el proyecto de ir a pie hasta California. La muchacha le contest�, tambi�n en ingl�s, que se dirig�a, �m�s o menos� a Tesal�nica, �no seguir�a �l igual camino? Seg�n la muchacha, Yanuka le contest� �tan m�s o menos como t� quieras�, pero s�lo la muchacha le oy�, por lo que �ste fue uno de los puntos constantemente discutidos, despu�s de la operaci�n. El propio Yanuka neg� haber dicho ni media palabra, por lo que quiz� la chica adorn� con un poco de fantas�a su triunfo. Los ojos de la chica, todas sus caracter�sticas eran realmente un encanto, y el lento movimiento del cuerpo de la muchacha absorbi� �ntegramente la atenci�n de Yanuka. �Acaso un buen muchacho �rabe, que hab�a pasado dos semanas de austera educaci�n pol�tica complementaria en las monta�as del sur del L�bano pod�a pedir algo m�s que aquella visi�n, con pantalones tejanos, reci�n salida de un har�n?

Hay que advertir que Yanuka era esbelto y de apariencia extremadamente apuesta, con hermosos rasgos sem�ticos parecidos a los de la chica, y que estaba dotado de contagiosa alegr�a. De ello result� una mutua atracci�n, esa clase de atracci�n que puede darse instant�neamente entre dos personas f�sicamente atractivas, en la que las dos parecen realmente compartir la imagen de s� mismos haciendo el amor. La muchacha, siguiendo las instrucciones recibidas, dej� la guitarra, con un gracioso movimiento del cuerpo se quit� del hombro la bolsa de viaje y la dej� caer con alivio en el suelo. El efecto de este movimiento de desnudarse, hab�a afirmado Litvak, obligar�a a Yanuka a hacer una de las dos cosas siguientes: o bien abrir desde dentro la puerta trasera del autom�vil, o bien salir del autom�vil y abrir el portamaletas. En ambos casos quedar�a en situaci�n de ser atacado. Tambi�n es verdad que en algunos modelos de la marca Mercedes, el portamaletas puede abrirse desde el interior del coche. Pero no en aquel modelo. Litvak lo hab�a averiguado. Y tambi�n sab�a con certeza que el portamaletas estaba cerrado con llave. Por otra parte, hubiera sido tonto ofrecer la chica a Yanuka al otro lado de la frontera, en territorio turco debido a que, por buenos que fueran los documentos de Yanuka, y realmente eran buenos, �ste no iba a ser tan est�pido de aumentar los riesgos propios de cruzar una frontera, por el medio de llevar a bordo una carga desconocida.

En realidad, Yanuka hizo lo que todos los miembros del equipo israelita estimaban m�s deseable. En vez de echar un brazo atr�s y abrir manualmente la puerta trasera, lo cual hubiera podido hacer perfectamente, decidi�, quiz� para impresionara la muchacha, utilizar el mecanismo de apertura autom�tico, con lo que no s�lo abri� una puerta, sino tambi�n las otras tres. La muchacha tir� de la puerta trasera m�s cercana a ella y, qued�ndose fuera, arroj� la bolsa de viaje y la guitarra en el asiento. Cuando la muchacha hubo cerrado de nuevo la puerta, y hab�a emprendido l�nguidamente el camino hacia la puerta delantera, como si se dispusiera a sentarse al lado de Yanuka, un hombre ya hab�a puesto el ca��n de su pistola en la sien de �ste, mientras Litvak, con aspecto m�s fr�gil que nunca, arrodillado detr�s del asiento del conductor, hab�a hecho presa en la cabeza de Yanuka, mediante una llave mort�fera, y, al mismo tiempo le administraba la droga que, seg�n le hab�an asegurado con toda firmeza, era la m�s adecuada para un hombre con el historial m�dico de Yanuka. Durante la adolescencia, tuvo ciertos problemas de asma.

Despu�s, lo que m�s sorprendi� a todos fue el silencio en que se desarroll� la operaci�n. Litvak, incluso mientras esperaba que la droga produjera efectos, oy� claramente, destacando sobre el murmullo del tr�nsito el sonido de unas gafas de sol al caer al suelo, y durante un terrible instante pens� que hab�a sido el pescuezo de Yanuka, lo cual lo hubiera estropeado todo. Al principio, el equipo israelita temi� que Yanuka se hubiera olvidado las placas de matr�cula falsa y correspondientes documentos falsificados, que utilizar�a posteriormente, o bien que los tuviera en alg�n lugar oculto, pero con el consiguiente placer lo encontraron todo esmeradamente colocado en el interior de la elegante maleta negra de Yanuka, junto con varias camisas de seda confeccionadas a mano y unas cuantas ostentosas corbatas, todo lo cual se vieron obligados a quedarse para sus propios fines, as� como el hermoso reloj Cellini de Yanuka, su brazalete de cadena de oro, y el amuleto chapado en oro que Yanuka sol�a llevar junto al coraz�n, y que se cre�a era un regalo de su amada hermana Fatmeh. Otro delicioso aspecto de la operaci�n -y que a nadie se debi�, como no fuera al propio Yanuka- consisti� en que el autom�vil llevaba cristales fuertemente ahumados para impedir que las gentes vulgares vieran lo que pasaba en su interior. Este fue el primero entre los muchos ejemplos ilustrativos de la manera en que Yanuka se convirti� en fatal v�ctima de sus propias aficiones al lujoso vivir. Llevar el coche en direcci�n sur, despu�s de todo lo anterior, no fue problema alguno. Probablemente hubieran podido llevarlo a donde hubiesen querido sin que nadie se enterase. Pero, para mayor seguridad, hab�an contratado una camioneta que aparentemente transportaba abejas a su nuevo hogar. En aquella regi�n hab�a un muy notable tr�fico de abejas, y, cual Litvak muy razonablemente concluy�, incluso el polic�a m�s entrometido se lo piensa dos veces antes de invadir la intimidad de las abejas.