La ltima postal estaba dirigida a Alastair y rebosaba fingidos sentimientos. Sin embargo, Charlie, despus de escribirla, no la ley. A veces, principalmente en momentos de incertidumbre o de cambio, o cuando se dispona a hacer algo audaz, a Charlie le gustaba creer que su simptico, intil y blandengue Ned Quilley, que en su prximo cumpleaos cumplira los ciento cuarenta, era el nico hombre a quien verdaderamente haba amado en toda su vida.
Kurtz y Litvak visitaron a Ned Quilley, en su despacho de Soho, en un neblinoso y hmedo medioda de un viernes -visita de carcter social con finalidad comercial-, tan pronto se enteraron de que el asunto Joseph-Charlie se desarrollaba a pedir de boca y con toda seguridad. Poco les faltaba para estar desesperados, por cuanto desde el estallido de la bomba de Leyden sentan en el cogote, a todas las horas del da, el aliento de Gavron. Ningn sonido recoga su mente, como no fuera el implacable tictac del viejo reloj de pulsera de Kurtz. Pero, aparentemente, aquella pareja no era ms que dos respetables y muy diferentes norteamericanos, procedentes del centro de Europa, con nuevas y chorreantes gabardinas Burberry, uno de ellos corpulento y con un andar impetuoso y recio, con cierto aspecto de capitn de barco, y el otro flaco y joven, y con cierto aire insinuante, as como una sonrisa de persona educada en mbitos acadmicos. Dijeron que se llamaban Gold y Karman, de la firma GK Creations Incorporated, y sus cartas y tarjetas, apresuradamente impresas, lucan un monograma azul y dorado, como una aguja de corbata de los aos treinta, que demostraba su aserto. Haban concertado la cita desde la embajada, aunque aparentemente lo hicieron desde Nueva York, cita que concertaron personalmente con una de las seoras empleadas en el despacho de Ned Quilley, y llegaron con rigurosa puntualidad, como corresponda a los diligentes hombres de negocios que no eran.
Exactamente a las once menos dos minutos, y habiendo llegado directamente de la calle, Kurtz dijo a la senil recepcionista, la seora Longmore:
-Somos Gold y Karman. Tenemos una cita con el seor Quilley a las once en punto. Muchas gracias; no, seora, esperaremos en pie. Cuando llamamos por telfono, hablamos con usted quiz?
En el tono que se emplea para seguir la corriente a un par de locos, la seora Longmore les dijo que no, que no haban hablado con ella. El asunto de las citas estaba en manos de la seora Ellis, que era una persona absolutamente diferente.
Sin dejarse amilanar, Kurtz dijo:
-Si., comprendo, comprendo.
Esta era la manera en que actuaban en casos como el presente. Oficialmente, por lo menos, el corpulento Kurtz marcaba el ritmo y el flaco Litvak emita suaves murmullos, detrs del primero, y mantena su constante media sonrisa privada.
La escalera que conduca al despacho de Ned Quilley era de peldaos muy altos y careca de alfombra, por lo que, en los cincuenta aos de experiencia en su cometido que llevaba la seora Longmore, la mayora de los norteamericanos solan hacer amargos comentarios acerca de la escalera y detenerse en su ascenso. Pero ni Gold ni Karman lo hicieron. Mientras la seora Longmore los contemplaba por su ventanita, pudo comprobar que aquel par se saltaban tranquilamente los peldaos y se perdan de vista, como si en su vida hubieran visto un ascensor. Seguramente se deba al nuevo deporte del jogging, pens la seora Longmore, mientras reanudaba su labor de calceta que le daba cuatro libras por hora. Es que, actualmente, en Nueva York no hacan ms que jogging? Es que los pobrecillos neoyorquinos se pasaban el da corriendo alrededor del Parque Central, esquivando perros y mariquitas? La seora Longmore haba odo decir que ms de uno haba muerto, por culpa del jogging.
En el momento en que el menudo Ned Quilley les abri alegremente la puerta, Kurtz dijo por segunda vez:
-Seor, somos Gold y Karman. Yo soy Gold.
Y la manaza de Kurtz cogi la mano de Ned, antes de que ste hubiera tenido tiempo de ocultarla. Kurtz dijo:
-Seor Quilley, Ned, es un gran honor conocerle. Goza usted de gran reputacin en el
ramo.
Mirando por encima del hombro de Kurtz, con igual respeto que ste, Litvak explic por su parte:
-Y yo soy Karman, seor.
Pero Litvak an no haba alcanzado la altura social precisa para estrechar manos. Kurtz haba estrechado la mano de Ned, por cuenta de los dos.
Con su humilde encanto eduardiano, Ned protest:
-Mi querido amigo, quien se siente honrado soy yo, y no usted.
E inmediatamente los llev junto a la legendaria y alargada Ventana de Quilley, de los tiempos del padre de Ned, en la que, segn la tradicin, uno se sentaba para contemplar el mercado de Soho y beber a sorbitos el jerez de Quilley, y ser espectador de la marcha del mundo, mientras se cerraban negocios con el viejo Quilley y los clientes que ste representaba. S, ya que Ned Quilley, a los sesenta y dos aos, segua siendo, en gran parte, un hijo. A lo sumo a que aspiraba era a procurar que el agradable estilo de vida de su padre continuara. Era un hombre de dulce condicin, con el cabello blanco, y un tanto aficionado a vestir bien, como suele ocurrir en el caso de las personas enamoradas del teatro, con ojos de raro mirar, mejillas sonrosadas, y cierto aire de demorarse y estar agitado al mismo tiempo, como si tuviera que explicarle a uno algo de vital importancia, pero que no pudiera hacerlo antes de que el tren partiera.
Agitando valerosamente una mano elegante y menuda en direccin a la ventana, Ned Quilley declar:
-El tiempo es demasiado hmedo para las fulanas.
Si, en opinin de Ned, la despreocupacin era media vida. Pro-sigui:
-Por lo general, y en esta poca del ao, ganan bastante dinero. Las hay gordas, las hay negras, amarillas, de todas las formas y colores que quepa imaginar. Hay una vieja fulana que lleva aqu ms tiempo que yo. Mi padre sola darle una libra esterlina, por Navidad. En nuestros das poco se puede comprar con una libra Y tan poco, ciertamente!
Mientras los dos visitantes rean obsequiosamente, Ned Quilley extrajo, de su bien cuidado mueble librera, una botella de jerez, de la que pulcramente olisque el tapn, y luego escanci el caldo en tres copas de cristal, dejndolas mediadas, sin que los visitantes dejaran de observarle. Cuando le vigilaban, Ned Quilley se daba inmediatamente cuenta de ello. Ahora tuvo la impresin de que aquellos dos le estuvieran valorando, que le valoraran a l, que valoraran su despacho. Se le ocurri una terrible idea, idea que haba estado oculta en el fondo de su cerebro desde que recibi la carta. Con nerviosos acentos, Ned Quilley pregunt: