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¿Cómo podía haber sido tan imprudente?

Ya puestos, la podría haber molido a palos ella misma. Total…

Se sentía tan desgraciada que unas lágrimas se asomaron a sus ojos. Lisbeth Salander nunca llora. Se enjugó las lágrimas.

A las diez y media, estaba tan inquieta que fue incapaz de quedarse en casa. Se abrigó y salió sigilosamente a la calle. Trazó una ruta poco concurrida hasta que llegó a Ringvägen y se detuvo en la puerta de Södersjukhuset. Quería ir a la habitación de Mimmi, despertarla y decirle que todo iba a salir bien. Luego vio las luces de un coche patrulla que venía desde Zinkensdamm y entró en una bocacalle para no ser descubierta.

Poco después de la medianoche, ya estaba de regreso en Mosebacke. Había cogido frío, de modo que se desvistió y se metió bajo el edredón de su cama de Ikea. No podía dormir. A la una se levantó y, desnuda, recorrió el piso a oscuras. Entró en el cuarto de invitados, donde había colocado una cama y una cómoda, aunque luego no había vuelto a pisarlo. Se sentó en el suelo, apoyó la espalda contra la pared y se quedó mirando la oscuridad.

«Lisbeth Salander con un cuarto de invitados. ¡Qué gracia!»

Se quedó allí hasta las dos de la madrugada, hasta que tuvo tanto frío que empezó a temblar. Luego se echó a llorar. No recordaba haberlo hecho jamás.

Media hora después, entrada la madrugada, Lisbeth Salander se duchó y se vistió. Encendió la cafetera, preparó unos sándwiches y conectó el ordenador. Entró en el disco duro de Mikael Blomkvist. Le desconcertó que él no hubiera puesto al día su cuaderno de bitácora, pero no tenía fuerzas para pensar en eso durante la noche.

Dado que el cuaderno de bitácora seguía intacto, abrió la carpeta «Lisbeth Salander». Al instante encontró un documento nuevo titulado «Lisbeth – Importante». Consultó la opción «propiedades». Había sido creado a las 00.52 h. Luego, hizo doble clic y leyó el mensaje.

Lisbeth, contacta conmigo inmediatamente. Esta historia es peor de lo que me podía imaginar. Sé quién es Zalachenko y creo que ya sé lo que pasó. He hablado con Holger Palmgren. He entendido el papel que desempeñó Teleborian y por qué era tan importante encerrarte en la clínica de psiquiatría infantil. Creo que ya sé quién mató a Dag y Mia. Me parece que he hallado el móvil, pero me faltan algunas de las piezas decisivas del rompecabezas. No entiendo el papel de Bjurman. LLÁMAME. PONTE EN CONTACTO CONMIGO YA. PODEMOS RESOLVER ESTO.

Mikael.

Lisbeth leyó el documento dos veces. Kalle Blomkvist había hecho los deberes. «Don Perfecto. Don Perfecto de los Cojones.» Él todavía creía que las cosas se podían arreglar.

Sus intenciones eran buenas. Quería ayudar.

No entendía que, pasara lo que pasase, su vida ya se había terminado.

Había terminado incluso antes de cumplir los trece años. Sólo quedaba una solución.

Abrió un documento e intentó redactar una respuesta. La cabeza le daba vueltas. Había tantas cosas que quería decirle…

Lisbeth Salander, enamorada. ¡Para partirse de risa!

Nunca jamás se lo diría. Nunca jamás le daría la satisfacción de que se burlara de sus sentimientos.

Envió el documento a la papelera y se quedó mirando el monitor, ahora vacío. Pero él se merecía algo más que su silencio. Había permanecido fiel en su rincón del cuadrilátero como un tenaz soldadito de plomo. Creó un nuevo documento y escribió una sola línea.

Gracias por haber sido mi amigo.

En primer lugar, debía tomar unas cuantas decisiones de carácter logistico. Necesitaba un medio de transporte. Usar el Honda burdeos de Lundagatan resultaba tentador; sin embargo, esa opción estaba descartada. Nada en el portátil del fiscal Ekström indicaba que el equipo investigador hubiera descubierto que ella se había comprado un coche, aunque tal vez se debiera a que lo había comprado hacía tan poco que ni siquiera le había dado tiempo a enviar ni los papeles de matriculación ni los del seguro. No obstante, no podía correr el riesgo de que Mimmi hubiese dicho algo sobre el coche cuando fue interrogada por la policía. Además, sabía que Lundagatan se hallaba bajo vigilancia.

La policía estaba al tanto de que poseía una moto, de modo que sería aún más complicado sacarla del garaje de Lundagatan. Por otra parte, y a pesar de los recientes días de temperaturas casi veraniegas, habían pronosticado un tiempo inestable y no tenía muchas ganas de conducir bajo la lluvia por carreteras resbaladizas.

Naturalmente, otra alternativa era alquilar un coche a nombre de Irene Nesser, pero eso comportaba ciertos riesgos. Siempre existía la posibilidad de que alguien la reconociera y, en consecuencia, el nombre de Irene Nesser quedara inutilizable para siempre. Aquello representaría una verdadera catástrofe, ya que constituía su único modo de salir del país.

Luego, se dibujó una sonrisa torcida en su rostro. Por supuesto, había otra opción. Abrió su ordenador, entró en la red interna de Milton Security y se conectó a la página del parque de automóviles que gestionaba una secretaria de recepción. Milton Security disponía de noventa y cinco coches, la mayoría de vigilancia, pintados con el logotipo de la empresa. De ésos, gran parte se encontraba en distintos aparcamientos repartidos por toda la ciudad. También había otros, normales y corrientes, que se podían usar, según las necesidades, para viajes de trabajo. Se hallaban en Slussen, en el garaje de las oficinas centrales de Milton. Como quien dice a la vuelta de la esquina.

Examinó las fichas del personal y eligió al colaborador Marcus Collander, quien acababa de coger dos semanas de vacaciones. Había dejado el número de teléfono de un hotel de las islas Canarias. Lisbeth cambió el nombre del hotel y mezcló las cifras del teléfono de contacto donde se le podía localizar. Luego, escribió una nota en la que hacía constar que, antes de irse de vacaciones, Collander había mandado llevar uno de los coches al taller con motivo de un problema en el embrague. Eligió un Toyota Corolla automático que había conducido otras veces y notificó que estaría de vuelta una semana más tarde.

Por último, accedió al sistema y reprogramó una de las cámaras de vigilancia por las que tendría que pasar. Entre las 04.30 y las 05.00 h., mostrarían una repetición de lo que había ocurrido durante la media hora anterior, pero con el código horario cambiado.

Poco antes de las cuatro de la mañana, ya había preparado la mochila. Llevaba ropa para cambiarse dos veces, dos botes de gas lacrimógeno y la pistola eléctrica con la batería cargada. Miró las dos armas con las que se había hecho últimamente. Descartó la Colt 1911 Government de Sandström y se decantó por la P-83 Wanad polaca -a la que le faltaba un cartucho en el cargador- de Sonny Nieminen. Era más fina y más fácil de manejar. Se la metió en el bolsillo de la chaqueta.

Lisbeth bajó la tapa de su PowerBook, pero lo dejó sobre la mesa de trabajo. Había transferido el contenido del disco duro a una copia de seguridad encriptada en la red. Acto seguido, eliminó todo su disco duro con un programa que ella misma había creado y que garantizaba que ni siquiera ella sería capaz de reconstruir la información destruida. No necesitaba su PowerBook, sólo sería una carga. En su lugar, se llevó su Palm Tungsten.

Repasó el despacho con la mirada. Presintió que no volvería al piso de Mosebacke. Sabía que estaba dejando secretos tras de sí que tal vez debiera destruir, pero consultó la hora y se dio cuenta de que le faltaba tiempo. Miró a su alrededor una vez más y, luego, apagó la lámpara de la mesa.

Fue a pie hasta Milton Security, entró por el garaje y cogió el ascensor hasta el departamento administrativo. No se cruzó con nadie en los pasillos desiertos y, ya en la recepción, no tuvo ningún problema en coger la llave del coche de un armario que no estaba cerrado.