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El problema era que Lisbeth Salander también seguía sus propias pistas.

Sin desviar la mirada de la granja, Lisbeth Salander estiró un brazo para coger una manzana de la mochila. Estaba tumbada justo en el linde del bosque, con la alfombrilla del Corolla a modo de esterilla improvisada. Se había cambiado de ropa. Ahora llevaba unos pantalones verdes de material resistente con bolsillos en la pernera, un grueso jersey y una cazadora corta forrada.

Gosseberga se encontraba a unos cuatrocientos metros de la carretera y estaba compuesta por distintas construcciones. El edificio principal se hallaba a ciento veinte metros de Lisbeth. Se trataba de una casa de madera blanca, normal y corriente, de dos plantas. A unos setenta metros de ésta, había una caseta junto a un establo. A través de una de las abiertas puertas del establo, se divisaba la parte delantera de un coche blanco. Creía que se trataba de un Volvo, pero había una distancia considerable y no estaba segura.

A la derecha, entre Lisbeth y la casa principal, había un barrizal que se extendía cerca de doscientos metros hasta una pequeña laguna. El camino de acceso dividía en dos el barrizal y se adentraba en una zona boscosa en dirección a la carretera. Junto al camino, había otro edificio que parecía ser una vieja granja abandonada cuyas ventanas estaban cubiertas por unas telas claras. Al norte de la casa principal, un pequeño bosque hacía las veces de cortina protectora contra los vecinos más cercanos, un grupo de casas que se hallaba a casi seiscientos metros de distancia. Por lo tanto, la granja que Lisbeth tenía ante sus ojos estaba relativamente aislada.

Se encontraba cerca del lago Anten, en un ondulado paisaje de suaves lomas, cuyos numerosos campos se alternaban con pequeñas poblaciones y compactas áreas boscosas. El mapa de carreteras no ofrecía ninguna descripción detallada de la zona; a ella le había bastado con seguir al Renault negro que salió de Gotemburgo por la E 20 y, luego, giró hacia el oeste en dirección a Sollebrunn, en Alingsås. De pronto, tras algo más de cuarenta minutos, el vehículo se había desviado y tomado un camino forestal señalado con el nombre de Gosseberga. Lisbeth aparcó detrás de un granero ubicado en un bosquecillo situado a unos cien metros al norte del desvío, y volvió a pie.

Nunca había oído hablar de Gosseberga. Por lo que alcanzó a entender, el nombre hacía referencia a la casa y al establo que ahora tenía ante sus ojos. En el buzón que se hallaba junto a la carretera y que ella había visto al pasar rezaba «192 – K. A. Bodin». El nombre no le decía nada.

Bordeó el edificio y eligió con cuidado un lugar de observación. Tenía de espaldas el sol de la tarde. Desde que se instalara en el sitio, a las tres y media, sólo había ocurrido una cosa. A las cuatro, el conductor del Renault salió de la casa. En la puerta, intercambió unas palabras con una persona que Lisbeth no llegó a ver. Luego, se fue y no volvió. Por lo demás, no percibió ningún otro movimiento en la granja. Esperó, pacientemente, vigilando el edificio a través de unos pequeños prismáticos Minolta de ocho aumentos.

Irritado, Mikael Blomkvist tamborileó con los dedos en la mesa del vagón restaurante. El X2000 estaba parado en Katrineholm. Llevaba allí más de una hora a causa de alguna misteriosa avería que, según los altavoces, había que reparar. La compañía SJ lamentaba el retraso.

Suspiró, frustrado, y se acercó a llenar su taza de café. Quince minutos más tarde, el tren arrancó dando un tirón. Miró el reloj, las ocho.

Debería haber cogido un avión o alquilado un coche. La sensación de que no llegaría a tiempo iba en aumento.

Alrededor de las seis, alguien encendió la luz de una habitación de la planta baja y, acto seguido, la del porche. Lisbeth vislumbró unas siluetas en lo que ella suponía que era la cocina, a la derecha de la entrada; sin embargo, no consiguió apreciar ningún rostro.

De repente, se abrió la puerta y salió Ronald Niedermann, el gigante rubio. Llevaba pantalones oscuros y un ceñido jersey con cuello de cisne que le marcaba los músculos. Lisbeth asintió con la cabeza. Por fin una confirmación de que no se había equivocado. Constató, una vez más, que Niedermann era una bestia musculosa. Pero, dijeran lo que dijeron Paolo Roberto y Miriam Wu, estaba hecho de carne y hueso, como cualquier ser humano. Niedermann dio una vuelta a la casa y, después, se dirigió al establo donde se hallaba el coche y desapareció unos instantes. Regresó con una pequeña bolsa de mano y entró en la casa.

Volvió a salir pasados unos minutos. Le acompañaba un hombre mayor, bajo y flaco que cojeaba y se apoyaba en un bastón. Estaba demasiado oscuro para percibir sus facciones con nitidez, pero Lisbeth sintió cómo un gélido frío le recorrió la nuca.

«Daaadyyy, I am heeeree…»

Los siguió con la mirada mientras andaban por el extenso camino de acceso. Se detuvieron junto a la caseta, donde Niedermann entró a buscar un poco de leña. Luego, regresaron a la casa principal y cerraron la puerta.

Una vez hubieron entrado, Lisbeth Salander permaneció quieta durante varios minutos más. A continuación bajó los prismáticos y retrocedió unos diez metros hasta que quedó oculta tras los árboles. Abrió su mochila, sacó un termo, se sirvió café y se metió en la boca un terrón de azúcar que empezó a chupar. Se comió un sándwich de queso que había comprado en una gasolinera, ese mismo día, de camino a Gotemburgo. Se sumió en sus pensamientos.

Más tarde, extrajo de la mochila la P-83 polaca de Sonny Nieminen. Le sacó el cargador y comprobó que nada bloqueaba la corredera ni el cañón. Realizó un disparo al aire. El cargador tenía seis cartuchos de calibre nueve milímetros. Makarov. Debería ser suficiente. Lo volvió a introducir y metió una bala en la recámara. Echó el seguro y se metió el arma en el bolsillo derecho de la cazadora.

Lisbeth empezó la maniobra de aproximación a la casa dando un rodeo por el bosque. Había recorrido cerca de ciento cincuenta metros cuando, de repente, se detuvo en seco.

En el margen de su ejemplar de Arithmetica, Pierre de Fermat había garabateado las palabras: «Tengo una prueba verdaderamente maravillosa para esta afirmación, pero el margen es demasiado estrecho para contenerla».

El cuadrado se había convertido en un cubo (x3 + y3 = z3) y los matemáticos habían dedicado siglos a dar respuesta al enigma de Fermat. Para llegar a resolverlo, en la década de los noventa, Andrew Wiles hubo de luchar durante diez años con el programa informático más avanzado del mundo.

Y, de pronto, Lisbeth lo comprendió. La respuesta fue de una sencillez que la desarmó por completo. Un juego de cifras que se alineaban en serie y, de súbito, se colocaron en su sitio formando una fórmula que más bien debía verse como un jeroglífico.

Pero Fermat no disponía de ningún ordenador y la solución de Andrew Wiles se basaba en unas matemáticas que ni siquiera se habían inventado cuando el francés formuló su teorema. Él nunca pudo realizar esa prueba que Andrew Wiles presentó. Naturalmente, la solución de Fermat era completamente distinta.

Se quedó tan perpleja que tuvo que sentarse en un tocón. Dejó la mirada perdida al frente mientras verificaba la ecuación.

«Era eso lo que había querido decir. No es de extrañar que los matemáticos se tiraran de los pelos.» Luego soltó una risita.

«Un filósofo habría tenido más posibilidades de resolver este enigma.»

A Lisbeth le habría encantado conocer a Fermat. Un chulo cabrón.

Al cabo de un rato se levantó y continuó su avance a través del bosque. Al acercarse, el establo quedó entre ella y la casa principal.