– Bjurman era un idiota. Se quedó atónito al enterarse de que eras mi hija. Era una de las pocas personas de este país que conocía mi pasado. Tengo que reconocer que me empecé a preocupar cuando, de repente, se puso en contacto conmigo, aunque luego todo se resolvió para bien. Él murió y tú cargaste con la culpa.
– Entonces ¿por qué le pegasteis un tiro? -insistió Lisbeth.
– La verdad es que eso no entraba en nuestros planes. Yo me veía colaborando con él durante muchos años. Siempre viene bien tener una puerta trasera para entrar en la Säpo. Aunque sea a través de un idiota. Pero, no sé cómo, ese periodista de Enskede encontró una conexión entre nosotros, y llamó a Bjurman justo cuando Ronald se encontraba en su casa. Bjurman fue presa del pánico y se puso intratable. Ronald tuvo que tomar una decisión en el acto. Y actuó como debía.
El corazón de Lisbeth se hundió como una piedra en el pecho cuando su padre le confirmó lo que ella ya imaginaba. Dag Svensson había encontrado una conexión. Ella había estado hablando con Dag y Mia durante más de una hora. Mia le cayó bien en seguida, Dag no tanto; le recordaba demasiado a Mikael Blomkvist. Un salvador del mundo que pensaba que podría cambiarlo todo con un libro. No obstante, Lisbeth respetaba sus buenas intenciones.
En conjunto, la visita a casa de Dag y Mia había sido una pérdida de tiempo. No podían conducirla hasta Zalachenko. Dag Svensson había dado con su nombre y había empezado a hurgar en su pasado, pero no había logrado identificarlo.
Sin embargo, durante la visita cometió un terrible error. Ella sabía que tenía que existir una conexión entre Bjurman y Zalachenko. De modo que empezó a hacer preguntas sobre Bjurman para ver si Dag Svensson se había topado con su nombre. No era así, pero él tenía un buen olfato: se centró de inmediato en Bjurman y acosó a Lisbeth con preguntas.
Sin que ella le hubiese proporcionado muchos detalles, él entendió que, de alguna manera, estaba implicada en el drama. También se percató de que Bjurman debía de poseer cierta información. Acordaron volver a verse para seguir hablando tras el fin de semana. Luego, Lisbeth Salander regresó a casa y se acostó. A la mañana siguiente, cuando se despertó, se enteró por los informativos de que dos personas habían sido asesinadas en un piso de Enskede.
Lo único útil que Lisbeth dio a Dag Svensson durante aquella visita fue el nombre de Nils Bjurman. Lo más probable es que Dag Svensson llamara a Bjurman en cuanto ella abandonó el apartamento.
Ella era la conexión. Si no hubiese ido a ver a Dag Svensson, él y Mia seguirían con vida.
Zalachenko se rió.
– No te puedes imaginar lo perplejos que nos quedamos cuando la policía empezó a buscarte a ti por los asesinatos.
Lisbeth se mordió el labio inferior. Zalachenko se quedó observándola detenidamente.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó.
Ella se encogió de hombros.
– Lisbeth, Ronald estará de vuelta dentro de poco. Puedo pedirle que te rompa todos los huesos del cuerpo hasta que contestes. Ahórranos ese esfuerzo.
– El apartado de correos. Le seguí la pista al coche que Niedermann había alquilado y esperé a que ese mocoso apareciera y vaciara el apartado.
– Ajá. Qué fácil. Lo recordaré.
Lisbeth reflexionó un rato. Él la seguía apuntando con la pistola.
– ¿En serio crees que esta tormenta va a pasar así como así? -preguntó Lisbeth-. Has cometido demasiados errores; la policía dará contigo.
– Ya lo sé -contestó el padre de Lisbeth-. Björck me llamó ayer y me contó que un periodista de Millennium ha metido las narices en la historia y que es sólo una cuestión de tiempo. Tal vez haya que ocuparse de él.
– Pues tienes para rato -dijo Lisbeth-. Tan sólo en Millennium están Mikael Blomkvist, la redactora jefe Erika Berger, la secretaria de redacción y numerosos empleados. Y luego tienes a Dragan Armanskij y a unos cuantos trabajadores de Milton Security. Por no hablar del poli Bublanski y de su gente. ¿A cuántos más vas a matar para silenciar todo esto? Te cogerán.
Zalachenko volvió a reírse.
– So what? No he matado a nadie y no existe la más mínima prueba contra mí. Que identifiquen a quién diablos les dé la gana. Créeme, ya pueden hacer todos los registros que quieran en esta casa que no encontrarán ni una sola mota de polvo que me pueda vincular con alguna actividad criminal. Fue la Säpo la que te encerró en un manicomio, no yo, así que no creo que se vayan a mover mucho para poner todas las cartas sobre la mesa.
– Niedermann -le recordó Lisbeth.
– Mañana mismo, bien temprano, Ronald se irá de vacaciones al extranjero una larga temporada para observar desde allí el desarrollo de los acontecimientos.
Zalachenko le lanzó una triunfadora mirada.
– Tú seguirás siendo la principal sospechosa de los asesinatos, así que lo más conveniente es que desaparezcas sin armar revuelo.
Pasaron casi cincuenta minutos antes de que Ronald Niedermann regresara. Llevaba puestas unas botas.
Lisbeth Salander miró de reojo al hombre que, según su padre, era su hermanastro. No le encontró el menor parecido con ella, al contrario, le pareció diametralmente opuesto. Sin embargo, le dio la sensación de que a Ronald Niedermann le pasaba algo. Su constitución física, sus facciones delicadas y esa voz que daba la impresión de no haber mudado todavía se le antojaron a Lisbeth malformaciones congénitas. No había reaccionado a la descarga de la pistola eléctrica y sus manos eran enormes. Nada parecía del todo normal en Ronald Niedermann.
«Los defectos genéticos abundan en la familia Zalachenko», pensó amargamente.
– ¿Todo listo? -preguntó Zalachenko.
Niedermann asintió con la cabeza. Estiró la mano y cogió su Sig Sauer.
– Os acompaño -dijo Zalachenko.
Niedermann dudó.
– Hay un buen paseo.
– Os acompaño. Tráeme la cazadora.
Niedermann se encogió de hombros e hizo lo que le pedía. Mientras Zalachenko se abrigaba y pasaba un momento por la habitación contigua, el gigante se entretuvo con el arma. Lisbeth lo observó enroscar un adaptador provisto de un silenciador casero.
– Vámonos -dijo Zalachenko desde la puerta.
Niedermann se agachó y la levantó de un tirón. Lisbeth lo miró a los ojos.
– A ti también te mataré -sentenció ella.
– Veo que, por lo menos, no te falta confianza en ti misma -dijo su padre
Niedermann le sonrió con dulzura y, empujándola hacia la puerta, salieron al patio. La tenía bien agarrada; sus dedos abarcaban el cuello de Lisbeth sin ningún problema. La condujo hacia el bosque que quedaba al norte del establo.
Caminaban sin prisa. A intervalos regulares, Niedermann se detenía para esperar a Zalachenko. Llevaban unas potentes linternas. Cuando se adentraron en el bosque, Niedermann soltó el cuello de Lisbeth. Tenía la punta de la pistola a un metro de su espalda.
Continuaron más de cuatrocientos metros por una senda casi impracticable. Lisbeth tropezó dos veces, pero en ambas Niedermann la puso de pie.
– Gira a la derecha aquí -dijo Niedermann.
Unos diez metros después llegaron a un claro. Lisbeth vio una fosa excavada en el suelo. A la luz de la linterna de Niedermann apareció una pala hincada en un montón de tierra. De repente, comprendió lo que Niedermann iba a hacer. La empujó hacia la fosa, pero ella tropezó y cayó a cuatro patas sobre el montón. Sus manos quedaron enterradas en la tierra arenosa. Se levantó y le lanzó una inexpresiva mirada. Zalachenko se tomó su tiempo y Niedermann lo esperó tranquilamente. En ningún momento desvió de Lisbeth la punta de la pistola.
Zalachenko estaba jadeando. Tardó más de un minuto en empezar a hablar.
– Debería decir algo, pero me parece que no tengo nada que decirte.
– No te preocupes -contestó Lisbeth-. Yo tampoco tengo gran cosa que decirte.
Ella le mostró una torcida sonrisa.