Mientras estaba en el balcón alguien aporreó la puerta. Se envolvió en una sábana y abrió. Freddy McBain mostraba un semblante serio.
– Perdona que te moleste, pero parece que se avecina una tormenta.
– Mathilda.
– Mathilda -confirmó McBain-. Esta misma tarde ha pasado cerca de Tobago y ha causado grandes estragos. Hemos recibido noticias que hablan de graves daños.
Mentalmente, Lisbeth repasó sus conocimientos de geografía y meteorología. Trinidad y Tobago se encontraban a unos doscientos kilómetros al sudeste de Granada. Una tormenta tropical podía extenderse sin ningún problema en un radio de cien kilómetros y desplazarse a una velocidad de treinta o cuarenta kilómetros por hora. Lo cual quería decir que Mathilda, a esas alturas, podría estar llamando a las puertas de Granada. Todo dependía del rumbo que cogiera.
– No hay ningún peligro inminente -continuó McBain-. Pero vamos a curarnos en salud. Mete tus cosas de valor en una bolsa y baja a recepción. El hotel invita a café y sandwiches.
Lisbeth siguió sus consejos. Se lavó la cara para despertarse, se puso unos vaqueros, unas botas y una camisa de franela, y se colgó del hombro la bolsa de nailon. Justo antes de abandonar la habitación volvió al baño y encendió la luz. La lagartija verde no estaba a la vista. Debía de haberse escapado por algún agujero. Chica lista.
Ya en el bar se dirigió tranquilamente a su lugar habitual, mientras observaba cómo Ella Carmichael ordenaba a sus empleados que llenaran termos con bebidas calientes. Al cabo de un rato se acercó a la esquina donde estaba Lisbeth.
– Hola. Parece que has saltado de la cama.
– Acababa de dormirme. ¿Qué pasa ahora?
– Aguardamos. Hay un temporal en el mar y desde Trinidad nos han alertado de la existencia de un huracán. Si las cosas empeoran y Mathilda se aproxima hasta aquí, nos meteremos en el sótano. ¿Puedes echarnos una mano?
– ¿Qué quieres que haga?
– En la recepción tenemos ciento sesenta mantas que hay que bajar al sótano. Y todavía queda mucho por guardar.
Durante los siguientes minutos, Lisbeth ayudó bajando mantas y recogiendo macetas, mesas, tumbonas y otras cosas de alrededor de la piscina. Satisfecha, Ella le dio el resto de la noche libre. Lisbeth se acercó tranquilamente hasta la salida de la muralla que daba a la playa y se adentró en la oscuridad. El mar bramaba amedrentador y las ráfagas de viento la azotaban con tanta intensidad que se vio obligada a hacer fuerza con los pies para no caerse. Las palmeras que había a lo largo de la muralla estaban zarandeándose de modo inquietante.
Volvió al bar, pidió un caffè latte y se sentó junto a la barra. Era poco más de medianoche. Un claro ambiente de preocupación reinaba entre los clientes y el personal. Sentados en torno a las mesas, mantenían conversaciones en voz baja mientras miraban al cielo cada cierto tiempo. En total, en el hotel Keys había treinta y dos clientes y una decena de trabajadores. De repente, Lisbeth advirtió la presencia de Geraldine Forbes en una mesa del fondo, junto a la recepción. Tenía una expresión tensa y una copa en la mano. Su marido no estaba.
Lisbeth se encontraba tomando café meditando de nuevo sobre el teorema de Fermat cuando Freddy McBain salió de su despacho y se plantó en medio de la recepción.
– Atención, por favor. Me acaban de informar de que una tormenta cuya fuerza es similar a la de un huracan se ha abatido sobre Petit Martinique. Quiero pedirles a todos que bajen al sótano inmediatamente.
Freddy McBain cortó cualquier tentativa de pregunta o inicio de conversación y dirigió a sus clientes hacia las escaleras que conducían al sótano, situadas tras la recepción. Petit Martinique era una pequeña isla perteneciente a Granada que estaba ubicada a unas millas al norte de la isla principal. Lisbeth miró de reojo a Ella Carmichael y aguzó el oído cuando ésta se aproximó a Freddy McBain.
– ¿Es muy serio? -preguntó Ella.
– No lo sé. El teléfono se ha cortado -contestó McBain en voz baja.
Lisbeth bajó al sótano y dejó su bolsa en un rincón, sobre una manta. Meditó un rato y luego volvió a subir a la recepción, a contracorriente de la gente que bajaba. Se acercó a Ella Carmichael y le preguntó si podía ayudar en algo más. Seria pero resuelta, Ella negó con la cabeza.
– Veremos lo que pasa. Mathilda es una bitch.
Lisbeth reparó en un grupo de cinco adultos y unos diez niños que entraron apresuradamente por la puerta principal. Freddy McBain los recibió y les mostró el camino hasta las escaleras del sótano.
De repente a Lisbeth le asaltó una inquietante duda.
– Supongo que ahora mismo todo el mundo está refugiándose en algún sótano, ¿no? -preguntó en voz baja.
Ella Carmichael siguió con la mirada a la familia que se encontraba junto a las escaleras.
– Me temo que éste es uno de los pocos de toda Grand Anse. Seguramente llegará más gente buscando refugio.
Lisbeth le lanzó a Ella una incisiva mirada.
– ¿Y qué hacen los demás?
– ¿Los que no tienen sótano? -se rió amargamente-. Se agazapan como pueden dentro de sus casas obuscan cobijo en algún cobertizo. Han de confiar en Dios.
Lisbeth dio media vuelta, atravesó la recepción corriendo y salió por la puerta. George Bland.
Oyó a Ella gritando detrás, pero no se detuvo a darle explicaciones.
«Vive en un maldito cobertizo que se vendrá abajo con la primera ráfaga de viento.»
En cuanto salió a la carretera de Saint George's el vendaval la zarandeó y Lisbeth estuvo a punto de perder el equilibrio. Sin acobardarse, echó a correr. Se encontró con fuertes rachas de viento en contra que la hicieron tambalearse. Tardó casi diez minutos en recorrer los poco más de cuatrocientos metros que había hasta la casa de George Bland. No vio ni un alma en todo el camino.
En el mismo instante en que giró hacia el cobertizo de George Bland y advirtió el brillo de la lámpara de queroseno a través de una rendija de la ventana, una gélida lluvia surgió de la nada, como el chorro de una manguera. Apenas dos segundos después ya estaba empapada y la visibilidad se redujo a unos pocos metros. Aporreó la puerta. Al verla, George Bland abrió los ojos de par en par.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó, gritando para hacerse oír por encima del viento.
– Ven. Tienes que venir al hotel. Hay un sótano.
George Bland se quedó perplejo. De repente, la puerta se cerró de golpe y a él le costó varios segundos volverla a abrir. Lisbeth agarró a George de la camiseta y lo sacó de un tirón. Se quitó el agua de la cara, lo cogió de la mano y empezó a correr. El la siguió.
Eligieron el camino de la playa, unos cien metros más corto que la carretera, que dibujaba una pronunciada curva tierra adentro. A medio camino, Lisbeth se dio cuenta de que habían cometido un error. En la playa no tenían ninguna protección. El viento y la lluvia se abatieron sobre ellos con tanta fuerza que se vieron obligados a detenerse varias veces. Arena y ramas volaban por los aires. El ruido resultaba ensordecedor. Tras lo que se le antojó una eternidad, Lisbeth, por fin, vio materializarse ante sus ojos la muralla del hotel. Aligeró el paso. Cuando finalmente alcanzaron la puerta -promesa de salvación-, ella volvió la cabeza y le echó un vistazo a la playa. Se detuvo en seco.
A través de la densa cortina de agua descubrió de pronto, a unos cincuenta metros, dos siluetas. George Bland la cogió del brazo y tiró de ella, obligándola a entrar. Ella se soltó y se apoyó contra la muralla mientras intentaba enfocar la mirada. Durante un par de segundos perdió de vista a las dos figuras bajo la lluvia. Luego, un relámpago iluminó el cielo por completo.
Ya sabía que se trataba de Richard y Geraldine Forbes. Se hallaban más o menos en el mismo sitio donde había visto deambular a Richard Forbes la noche anterior.
Cuando el siguiente relámpago hizo acto de presencia, vio que Richard Forbes parecía arrastrar a su mujer y que ella se le resistía.