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Cuando finalmente le dieron el coche, no había ningún mapa de carreteras en la guantera. Se dirigió a una gasolinera que abría por la noche para comprar uno. Tras una breve reflexión, también se hizo con una linterna, una botella de agua Ramlösa y un café para llevar que colocó en el soporte de bebidas, junto al cuadro de mandos. Al pasar Partille, de camino al norte, eran ya las diez y media. Cogió la carretera de Alingsås.

A las nueve y media, un zorro pasó por la tumba de Lisbeth Salander. Se detuvo e, inquieto, miró a su alrededor. El olfato le indicaba que había algo enterrado en el lugar, pero juzgó que la presa quedaba demasiado inaccesible y no merecía la pena excavar. Había otras presas más sencillas.

En algún lugar de las inmediaciones, algún imprudente animal nocturno hizo un ruido y el zorro aguzó el oído en el acto. Dio un paso cauteloso. Sin embargo, antes de continuar la caza, levantó la pata trasera y marcó el territorio con un chorrito de orina.

Bublanski no solía hacer llamadas de servicio tan tarde, pero esta vez no lo pudo evitar. Cogió el teléfono y marcó el número de Sonja Modig.

– Perdona las horas, ¿estás despierta?

– No te preocupes.

– Acabo de terminar de leer el informe de la investigación de 1991.

– Entiendo que te haya costado soltarlo; a mí me pasó lo mismo.

– Sonja, ¿qué interpretación das tú a lo que está pasando?

– A mí me parece que Gunnar Björck, que, dicho sea de paso, ocupa un puesto destacado en la lista de puteros, metió a Lisbeth Salander en el manicomio después de que ella intentara protegerse a sí misma, y a su madre, de un asesino loco que trabajaba para la Säpo. En eso colaboró, entre otros, Peter Teleborian, en cuya evaluación, por cierto, hemos basado gran parte de nuestro juicio sobre el estado psíquico de Lisbeth Salander.

– Este informe cambia por completo la imagen que tenemos de ella.

– Aclara bastantes cosas, sí.

– Sonja, ¿puedes pasar a recogerme mañana a las ocho?

– Sí, claro.

– Vamos a ir a Smådalarö para hablar con Gunnar Björck. Lo he comprobado, está de baja por reumatismo.

– No veo la hora de que llegue el momento.

– Creo que vamos a tener que reconsiderar a fondo el perfil de Lisbeth Salander.

Greger Backman miró de reojo a su esposa. Erika Berger estaba delante de la ventana del salón contemplando la bahía. Tenía el móvil en la mano; él sabía que ella esperaba una llamada de Mikael Blomkvist. Parecía sentirse tan desgraciada que se acercó y le pasó un brazo alrededor de los hombros.

– Blomkvist ya es mayorcito -dijo-. Aunque si estás tan preocupada, deberías llamar al policía ese.

Erika Berger suspiró.

– Es lo que debería haber hecho hace ya muchas horas. Pero no es eso lo que me pasa.

– ¿Es algo que yo debería saber? -preguntó Greger.

Erika asintió con la cabeza.

– Cuéntame.

– Te he ocultado algo. A ti y a Mikael. Y a todos los de la redacción.

– ¿Ocultado?

Erika se volvió hacia su marido y le contó que le habían dado el trabajo de redactora jefe del Svenska Morgon-Posten. Greger Backman arqueó las cejas.

– No entiendo por qué no se lo has contado a nadie -dijo él-. Es una noticia fantástica para ti. Enhorabuena.

– Ya, es sólo que me siento como una traidora. Supongo.

– Mikael lo entenderá. Todo el mundo tiene que aprovechar las oportunidades cuando se le presentan. Y ahora te toca a ti.

– Ya lo sé.

– ¿Estás realmente decidida?

– Sí, lo estoy. Pero no he tenido el coraje de contárselo a nadie. Y me da la sensación de que les abandono en medio de un gigantesco caos.

Greger abrazó a su mujer.

Dragan Armanskij se frotó los ojos y dirigió la mirada a la oscuridad, al otro lado de la ventana de la residencia de Ersta.

– Deberíamos llamar a Bublanski -comentó.

– No -dijo Holger Palmgren-. Ni Bublanski ni ninguna otra persona de las autoridades han movido nunca ni un solo dedo por ella. Deja que siga adelante con lo que tenga que hacer.

Armanskij observó al antiguo administrador de Lisbeth Salander. Continuaba sorprendido por la manifiesta mejoría del estado de salud de Palmgren desde que le hiciera la última visita, por Navidad. Todavía seguía balbuceando; no obstante, en los ojos de Palmgren había una vitalidad renacida. También había una rabia en él que nunca antes había visto. Durante la tarde, Palmgren le había contado la historia del rompecabezas que Mikael Blomkvist había ido componiendo. Armanskij estaba en estado de shock.

– Va a intentar matar a su padre.

– Es posible -dijo Palmgren tranquilamente.

– Eso si Zalachenko no la mata antes.

– También es posible.

– ¿Y nos vamos a quedar de brazos cruzados?

– Dragan, tú eres una buena persona. Lo que Lisbeth Salander haga o deje de hacer, si sobrevive o muere, no es responsabilidad tuya.

Palmgren hizo un gesto con el brazo. De repente, mostró una capacidad de coordinación que llevaba mucho tiempo sin tener. Era como si los acontecimientos de las últimas semanas hubiesen aguzado sus adormecidos sentidos.

– Nunca me ha despertado simpatía la gente que se toma la justicia por su mano. Por otra parte, nunca he conocido a nadie que tuviera tan buenas razones para hacerlo. Aun a riesgo de parecer cínico, lo que ocurra esta noche ocurrirá al margen de lo que tú o yo pensemos. Está escrito en las estrellas desde que ella nació. Y todo lo que nos queda es decidir qué actitud adoptar hacia Lisbeth. Si es que vuelve.

Armanskij suspiró lleno de tristeza, mientras miraba de reojo al viejo abogado.

– Y si se pasa los próximos diez años en la cárcel de Hinseberg, será ella misma quien se lo haya buscado. Yo seguiré siendo su amigo.

– No tenía ni idea de que tuvieras una visión tan libertaria del ser humano.

– Yo tampoco.

Miriam Wu miraba fijamente el techo. Tenía la lamparita encendida y una radio con la música a bajo volumen en cuya programación nocturna se oía On a Slow Boat to China. Se había despertado el día antes en el hospital al que Paolo Roberto la llevó. Se dormía y se despertaba inquieta para volver a dormirse sin orden ni concierto. Los médicos decían que había sufrido una conmoción cerebral. En cualquier caso, necesitaba descansar. También tenía la nariz fracturada, tres costillas rotas y diversas heridas y magulladuras por todo el cuerpo. Su ceja izquierda estaba tan hinchada, que el ojo no era más que una fina abertura en el párpado. En cuanto intentaba cambiar de postura le dolía todo, y cada vez que cogía aire se resentía. Asimismo, le dolía el cuello; como medida preventiva, le habían puesto un collarín. Los médicos le aseguraron que se recuperaría por completo.

Cuando se despertó por la noche, Paolo Roberto estaba allí. Le mostró una sonrisa y quiso saber cómo se encontraba. Miriam se preguntó si ella también tendría un aspecto tan lamentable como el que él ofrecía.

Ella le hizo varias preguntas y él se las contestó. Por alguna razón, no le pareció nada descabellado que Paolo fuera amigo de Lisbeth Salander. Era un chulo. Lisbeth solía mostrar simpatía por los tipos chulos y odiar a los idiotas engreídos. La diferencia era muy sutil, pero Paolo Roberto pertenecía a la primera categoría.

Paolo le explicó por qué había aparecido súbitamente de la nada en el almacén de Nykvarn. Miriam se asombró de que él se hubiera empeñado con tanta obstinación en darle caza a la furgoneta. Y le asustó la noticia de que la policía estaba desenterrando cadáveres en los alrededores del almacén.

– Gracias -dijo-. Me has salvado la vida.

Él negó con la cabeza y permaneció callado durante un buen rato.

– Intenté explicárselo a Blomkvist, pero él no acabó de entenderlo. Creo que tú sí puedes. Porque tú boxeas.