Ella sabía a qué se refería. Nadie que no hubiera estado allí, en el almacén de Nykvarn, sería capaz de comprender cómo era pelear con un monstruo que no experimentaba dolor. Pensó en lo desamparada que se había sentido. Luego, ella cogió la mano vendada de Paolo Roberto. No hablaron. Ya estaba todo dicho. Cuando volvió a despertarse, él ya se había ido. Miriam deseaba que Lisbeth Salander diera señales de vida.
Era a ella a quien buscaba Niedermann.
Miriam Wu temía que hubiese conseguido encontrarla.
Lisbeth Salander no podía respirar. Había perdido la noción del tiempo; sin embargo, era consciente de que le habían disparado, y se dio cuenta -más por intuición que por raciocinio- de que estaba enterrada. Su brazo izquierdo había quedado inutilizado. No podía mover ni un solo músculo sin que las oleadas de dolor le recorriesen el hombro. Su mente iba a la deriva, entraba y salía de una nublada conciencia. «Necesito aire.» Sentía un dolor palpitante que nunca antes había experimentado, y estaba a punto de hacer estallar su cabeza.
La mano derecha había quedado bajo su cara; instintivamente, comenzó a rascar la tierra que tenía frente a la nariz y la boca. La tierra era bastante arenosa y estaba bastante seca. Consiguió hacer una pequeña cavidad del tamaño de un puño.
Ignoraba cuánto tiempo llevaba en la fosa, pero comprendió que su situación podía resultar mortal. Al final, consiguió formular un pensamiento racional.
«Me ha enterrado viva.»
El descubrimiento le hizo sucumbir al pánico. No podía respirar. No podía moverse. Una tonelada de tierra la mantenía encadenada a la primitiva roca madre.
Intentó mover una pierna y apenas pudo tensar el músculo. Luego cometió el error de tratar de levantarse. Presionó con la cabeza hacia arriba y, al instante, el dolor le penetró las sienes como una descarga eléctrica. «No debo vomitar.» Volvió a sumergirse en una confusa semi-inconsciencia.
Cuando recuperó la capacidad de pensar, comprobó con mucha cautela qué partes del cuerpo tenía utilizables. Lo único que podía mover era la mano derecha, que se hallaba ante su cara. «Necesito aire.» El aire estaba por encima de ella, por encima de la tumba.
Lisbeth Salander empezó a escarbar. Hizo presión con el codo y consiguió crear un pequeño espacio para maniobrar. Empujando la tierra con el dorso de la mano agrandó la cavidad que tenía delante de la cara. «Tengo que cavar.»
Acabó cayendo en la cuenta de que en el ángulo muerto que había quedado por debajo de su cuerpo en posición fetal, entre sus piernas, había una cavidad. Allí se encontraba gran parte del aire que había utilizado y que la mantenía con vida. Desesperada, empezó a girar de un lado a otro la parte superior del cuerpo y sintió cómo la tierra empezó a caer hacia abajo. La presión del pecho disminuyó ligeramente. De golpe, pudo mover el brazo unos cuantos centímetros.
Trabajó minuto a minuto en un estado de semiinconsciencia. Arañando con las manos, quitó la tierra arenosa que tenía ante la cara y, puñado a puñado, la empujó hacia abajo hasta el hueco que había por debajo de su cuerpo. Unos instantes después, consiguió mover tanto el brazo que fue capaz de quitar la tierra que quedaba sobre su cabeza. Centímetro a centímetro, logró liberar la cabeza. Sintió algo duro. De pronto, se vio con una ramita o un trozo de raíz en la mano. Rascó hacia arriba. La tierra seguía siendo esponjosa y no demasiado compacta.
A las diez y pico, el zorro, de camino a su madriguera, volvió a pasar por la tumba de Lisbeth Salander. Acababa de comerse un ratón y estaba satisfecho cuando, de repente, percibió la presencia de otro ser. Se quedó inmóvil, como congelado, y aguzó el oído. Los bigotes y el hocico le vibraron.
De repente, los dedos de Lisbeth Salander salieron a la superficie como si un muerto viviente surgiera de las entrañas de la tierra. Si alguna persona se hubiese encontrado allí, lo más seguro es que hubiera reaccionado como el zorro, poniendo pies en polvorosa.
Lisbeth notó cómo el aire frío le recorría el brazo. Volvió a respirar.
Le costó media hora más salir de la tumba. No guardaba un recuerdo claro del proceso. Le pareció extraño no poder mover la mano izquierda, pero continuó rascando mecánicamente con la derecha.
Necesitaba algo con lo que escarbar. Le llevó un rato pensar en algo que pudiera usar. Bajó el brazo y logró llegar al bolsillo del pecho y sacar la pitillera que le había regalado Miriam Wu. La abrió y la usó a modo de pala. Poco a poco quitó la tierra y la apartó con un movimiento de muñeca. De pronto, recuperó la movilidad del hombro izquierdo y consiguió empujarlo hacia arriba a través de la capa de tierra. Luego, sacó arena y tierra y consiguió erguir la cabeza. Con eso, ya había asomado el brazo derecho y la cabeza a la superficie. Una vez liberado parte del torso, pudo empezar a contonearse hacia arriba, centímetro a centímetro, hasta que la tierra, de golpe, dejó de aprisionarle las piernas.
Se alejó de la tumba arrastrándose con los ojos cerrados y no se detuvo hasta que su hombro se topó con el tronco de un árbol. Giró lentamente el cuerpo hasta que tuvo el árbol como respaldo y, antes de abrir los ojos, se limpió los párpados con el dorso de la mano. A su alrededor, reinaba la más absoluta oscuridad y el aire era gélido. Estaba sudando. Sintió un apagado dolor en la cabeza, el hombro izquierdo y la cadera, pero no gastó energías en reflexionar sobre ello. Se quedó quieta durante diez minutos, tomando aire. Después se dio cuenta de que no podía permanecer allí.
Luchó por levantarse mientras el mundo se tambaleaba a sus pies.
Sintió un mareo instantáneo, se inclinó hacia delante y vomitó.
Luego, echó a andar. No sabía qué camino tomar ni adonde dirigirse. Tenía problemas para mover la pierna izquierda, de modo que cada cierto tiempo tropezaba y caía de rodillas. En cada ocasión, un intenso dolor le penetraba la cabeza.
No tenía ni idea del tiempo que llevaba andando cuando, de repente, percibió una luz por el rabillo del ojo. Cambió de dirección y avanzó a trompicones. Hasta que no se encontró junto a la caseta del patio, no se dio cuenta de que había ido derecha a la casa de Zalachenko. Se detuvo y fue dando tumbos como un borracho.
Las células fotoeléctricas en el camino de acceso y en la zona deforestada. Ella había venido desde el otro lado. No la habían visto.
El descubrimiento la desconcertó. Se dio cuenta de que no estaba en forma para afrontar otro asalto con Niedermann y Zalachenko. Contempló la casa blanca.
Clic. Madera. Clic. Fuego.
Fantaseó con una cerilla y un bidón de gasolina.
Se volvió, con mucho esfuerzo, hacia la caseta y, tambaleándose, llegó hasta una puerta que estaba cerrada con un travesaño. Consiguió levantarlo con el hombro derecho. Oyó cómo cayó al suelo y cómo golpeó la puerta. Se adentró en la oscuridad y miró a su alrededor.
Era un leñero. Allí no había gasolina.
Sentado junto a la mesa de la cocina, Alexander Zalachenko levantó la vista al oír el ruido del travesano. Apartó la cortina y, entornando los ojos, dirigió la mirada hacia la oscuridad exterior. Tardó unos segundos en habituarse a ella. El viento había empezado a soplar cada vez con más fuerza. El pronóstico del tiempo había prometido un tormentoso fin de semana. Al final, vio que la puerta de la caseta estaba entreabierta.
Esa misma tarde se había acercado hasta allí con Niedermann para coger un poco de leña. El paseo no había tenido más objeto que confirmar a Lisbeth Salander que no se había equivocado de casa y provocar, así, la salida de su escondite.
¿Se había olvidado Niedermann de poner el travesaño? Lo cierto era que podía ser muy torpe. De reojo, dirigió la mirada hacia la puerta del salón en cuyo sofá se había adormilado Niedermann. Pensó en despertarlo, pero creyó que era mejor dejarle dormir. Se levantó de la silla.