De repente, las piezas del puzle encajaron. La dependencia económica. Las acusaciones sobre las irregularidades económicas de Austin. Su inquieto ir y venir y sus cavilaciones sentado inmóvil en The Turtleback.
«Piensa asesinarla. Hay cuarenta millones en juego. La tormenta es su camuflaje. Esta es su oportunidad.»
De un empujón, Lisbeth Salander introdujo a George Bland en el recinto del hotel. Acto seguido, miró a su alrededor y se topó con la desvencijada silla plegable en la que solía sentarse el vigilante nocturno y que nadie había recogido ni guardado antes de la tormenta. La cogió, la estrelló con todas sus fuerzas contra la muralla y se armó con una de las patas. Atónito, George Bland gritó tras ella cuando la vio abalanzarse sobre la playa.
Las ráfagas de viento por poco la tumbaron, pero Lisbeth hizo de tripas corazón y avanzó paso a paso con mucho esfuerzo. Ya casi había llegado hasta donde se encontraba la pareja cuando el siguiente relámpago iluminó la playa y ella vio a Geraldine Forbes, de rodillas, en la orilla. Richard Forbes estaba inclinado sobre ella con el brazo levantado dispuesto a golpearla, blandiendo en la mano algo que parecía un tubo de hierro. Lisbeth vio que el brazo de él descendía hasta la cabeza de la mujer dibujando un arco. Esta dejó de patalear.
Richard Forbes no tuvo tiempo de ver a Lisbeth Salander.
Le rompió la pata de la silla en la cabeza y él cayó de bruces.
Lisbeth se inclinó y cogió a Geraldine Forbes. Mientras la lluvia las azotaba, le dio la vuelta al cuerpo de la mujer. Súbitamente sus manos se mancharon de sangre. Geraldine Forbes tenía una profunda herida en la cabeza. Pesaba como un muerto. Desesperadamente, Lisbeth miró a su alrededor mientras reflexionaba sobre cómo iba a trasladar aquel cuerpo hasta la muralla del hotel. Acto seguido, George Bland apareció a su lado. Gritó algo que, con la tormenta, Lisbeth no oyó.
Lisbeth miró de reojo a Richard Forbes. Le daba la espalda pero se había puesto a cuatro patas. Ella agarró el brazo izquierdo de Geraldine Forbes, se lo pasó alrededor del cuello y le hizo señas a George Bland para que la cogiera del derecho. Con gran esfuerzo, empezaron a arrastrar el cuerpo por la playa.
A medio camino en dirección a la muralla, Lisbeth se sintió exhausta, como si todas sus fuerzas la hubiesen abandonado. El corazón le dio un vuelco cuando, de repente, sintió que una mano la agarraba del hombro. Soltó a Geraldine Forbes, se giró y le dio una patada a Richard Forbes en la entrepierna. Él se tambaleó y cayó de rodillas. Lisbeth tomó impulso y le dio otra patada en la cara. Luego se enfrentó a la mirada aterrorizada de George Bland. Lisbeth le dedicó medio segundo de atención antes de volver a coger a Geraldine Forbes y arrastrarla.
Al cabo de unos segundos giró de nuevo la cabeza. A diez pasos por detrás de ellos, Richard Forbes, empujado por las ráfagas de viento, iba dando tumbos y haciendo eses como un borracho.
Un nuevo relámpago partió el cielo en dos y Lisbeth Salander abrió los ojos de par en par.
Por primera vez sintió un paralizante terror.
Detrás de Richard Forbes, a unos cien metros mar adentro, vio el dedo de Dios.
Una imagen momentánea congelada a la luz del relámpago, un pilar negro azabache que se elevó en el cielo hasta desaparecer de su campo de visión.
Mathilda.
No es posible.
Un huracán, sí.
¿Un tornado? Imposible.
Granada no es zona de tornados.
Un gigantesco tornado en una zona donde los tornados no pueden formarse.
Los tornados no se pueden originar en el agua.
Es científicamente imposible.
Es algo único.
Ha venido para llevarme.
George Bland también había visto el tornado. Mutua y simultáneamente, se gritaron que se dieran prisa, pero ninguno de los dos pudo entender lo que el otro decía.
Veinte metros para la muralla. Diez. Lisbeth tropezó y cayó de rodillas. Cinco. En la puerta, volvió la vista atrás por última vez. Divisó vagamente a Richard Forbes en el mismo instante en que era arrastrado hacia el agua como por una mano invisible y desaparecía. Con la ayuda de George Bland introdujo el peso que arrastraba. Tambaleándose, avanzaron por el patio. A través de la tormenta, Lisbeth oyó el ruido de los cristales de las ventanas haciéndose añicos y los penetrantes quejidos de las chapas que se doblaban. Una tabla voló por los aires justo delante de sus narices. Acto seguido, algo le dio en la espalda provocándole dolor. Al alcanzar la recepción, la intensidad del viento disminuyó.
Lisbeth detuvo a George Bland y, agarrándolo del cuello de la camisa, le acercó la cabeza a su boca y le gritó al oído:
– La hemos encontrado en la playa. No hemos visto a su marido. ¿Lo has entendido?
George asintió.
Bajaron a Geraldine Forbes arrastrándola por la escalera. Lisbeth le dio unas patadas a la puerta del sótano. Freddy McBain abrió y los miró fijamente. Luego cogió el peso que arrastraban y, de un tirón, los metió dentro antes de cerrar la puerta. En apenas un segundo el insoportable estruendo de la tormenta se redujo a un simple chirrido y traqueteo de fondo. Lisbeth inspiró profundamente.
Ella Carmichael sirvió una taza de café caliente y se la dio a Lisbeth. Esta se encontraba tan agotada que apenas tenía fuerzas para levantar el brazo. Estaba sentada en el suelo y apoyada contra la pared, completamente rendida. Alguien la había abrigado con mantas. También a George Bland. Estaba empapada y presentaba un corte que sangraba abundantemente, justo por debajo de la rodilla. En los vaqueros tenía un desgarrón de unos diez centímetros que no recordaba haberse hecho. Sin el menor interés observó que Freddy McBain y algunos clientes del hotel atendían a Geraldine Forbes y le ponían una venda en la cabeza. Captó algunas palabras sueltas y entendió que alguien de ese grupo era médico. Se percató de que el sótano estaba lleno; a los clientes del hotel se les habían unido más personas de fuera que buscaban refugio.
Finalmente, Freddy McBain se acercó a Lisbeth Salander y se agachó.
– Está viva.
Lisbeth no contestó.
– ¿Qué ha pasado?
– La hemos encontrado en la playa, delante de la muralla.
– Cuando conté a los clientes que había en el sótano eché en falta a tres personas: tú y los Forbes. Fue Ella quien me dijo que saliste disparada como una loca nada más estallar la tormenta.
– Salí corriendo para buscar a mi amigo George. -Lisbeth hizo señas con la cabeza en dirección a su amigo-. Vive un poco más abajo de la carretera, en un cobertizo que quizá ya no exista.
– Has cometido una estupidez, pero has sido muy valiente -dijo Freddy McBain, mirando de reojo a George Bland-. ¿Visteis al marido, Richard Forbes?
– No -contestó Lisbeth con una mirada neutra.
George Bland negaba con la cabeza mientras observaba a Lisbeth con el rabillo del ojo.
Ella Carmichael ladeó la cabeza y le echó una incisiva mirada a Lisbeth Salander. Ésta se la devolvió con ojos inexpresivos.
Geraldine Forbes se despertó hacia las tres de la madrugada. A esas alturas, Lisbeth Salander se había dormido con la cabeza apoyada contra el hombro de George Bland.
De alguna milagrosa manera, Granada sobrevivió a esa noche. Al amanecer, el temporal había amainado y había sido reemplazado por la peor lluvia que Lisbeth Salander había visto jamás. Freddy McBain dejó salir del sótano a los clientes.
El hotel Keys -que había sido devastado, al igual que toda la costa- iba tener que pasar por una importante reforma. El bar exterior de Ella Carmichael había desaparecido, y un porche había quedado totalmente destrozado. Los postigos de las ventanas habían sido arrancados de cuajo de la fachada y una parte del tejado saliente del hotel se había doblado. La recepción era un caos de escombros.
Lisbeth cogió a George Bland y, tambaleándose, se fueron a la habitación. De manera provisional colgó una manta en el hueco de la ventana para que no entrara la lluvia. George Bland se topó con la mirada de Lisbeth.