El decreciente interés de Mikael por el caso Wennerström coincidió con la desaparición de Lisbeth Salander de su vida. Seguía sin entender qué había sucedido.
Se despidieron el día después de Navidad y no la vio durante los días anteriores a la Nochevieja. Una noche antes la telefoneó, pero ella no contestó.
En Nochevieja, Mikael acudió a su casa en dos ocasiones y llamó a la puerta. La primera vez había luz en su piso, pero ella no abrió. La segunda, el piso se encontraba a oscuras. El día de Año Nuevo volvió a llamarla, sin ningún éxito. A partir de entonces lo único que escuchó fue que el abonado no estaba disponible.
Durante los días sucesivos la vio dos veces. Como no había podido contactar con ella por teléfono, una tarde, a principios de enero, fue a su casa y se sentó a esperarla en la escalera, ante su misma puerta, con un libro en la mano. Permaneció allí pacientemente durante cuatro horas, hasta que ella apareció, poco antes de las once de la noche. Llevaba una caja de cartón y se paró en seco al verlo.
– Hola, Lisbeth -saludó, y cerró el libro.
Ella lo contempló con rostro inexpresivo, sin el menor atisbo de dulzura o amistad en la mirada. Luego pasó por delante de él e introdujo la llave en la puerta.
– ¿Me invitas a un café? -preguntó Mikael.
Ella se volvió y le dijo en voz baja:
– Vete. No quiero volver a verte.
Luego le dio con la puerta en las narices a un perplejo y desconcertado Mikael Blomkvist. La oyó echar la llave por dentro.
La segunda vez que la vio fue sólo tres días más tarde. Iba en el metro, desde Slussen hasta T-Centralen y, al detenerse el tren en Gamia Stan, miró por la ventana y la vio en el andén, a menos de dos metros. La descubrió exactamente en el mismo momento en el que las puertas se cerraban. Durante cinco segundos, ella lo atravesó con la mirada como si fuese transparente. Acto seguido, se dio la vuelta, echó a andar y desapareció de su campo de visión justo cuando el tren se puso en marcha.
El mensaje no daba lugar a malentendidos: Lisbeth Salander no quería tener ninguna relación con Mikael Blomkvist. Lo había eliminado de su vida con la misma eficacia con la que suprimía archivos de su ordenador, sin más explicaciones. Había cambiado el número de su móvil y no contestaba al correo electrónico.
Mikael suspiró, apagó el televisor, se acercó a la ventana y se puso a contemplar el Ayuntamiento.
Se preguntaba si obstinándose en pasar por su casa con regularidad estaba actuando correctamente. La actitud de Mikael siempre había sido quitarse del medio cuando una mujer daba señales tan claras de que no quería saber nada de él. A su modo de ver, no respetar eso sería una falta de consideración.
Mikael y Lisbeth se habían acostado. Pero fue ella quien tomó la iniciativa, y la relación duró seis meses. Que ella hubiera decidido acabar la historia tan sorprendentemente como la empezó no suponía ningún problema para Mikael; eso era asunto suyo. Mikael no tenía inconveniente alguno en aceptar el papel de ex novio -en el supuesto caso de que lo fuese-, pero ese total rechazo por parte de Lisbeth Salander lo desconcertaba.
No estaba enamorado de ella -eran más o menos tan incompatibles como podrían serlo dos personas cualesquiera-, pero la quería mucho y echaba de menos a esa maldita y complicada mujer. Había creído que la amistad era mutua. En resumen, se sentía como un idiota.
Permaneció junto a la ventana un buen rato.
Al final se decidió.
Si Lisbeth Salander lo odiaba tanto como para ni siquiera saludarlo cuando se veían en el metro, entonces su amistad tal vez se hubiera acabado y el daño era ya irreparable. A partir de ahora no intentaría volver a contactar con ella.
Lisbeth Salander consultó su reloj y constató que, a pesar de hallarse sentada a la sombra, estaba empapada de sudor. Eran las diez y media de la mañana. Memorizó una fórmula matemática de tres líneas de largo y cerró el libro Dimensions in Mathematics. Acto seguido cogió de la mesa la llave de la habitación y el paquete de tabaco.
Su habitación se encontraba en la segunda planta, que era, además, el último piso del hotel. Se quitó la ropa y se metió en la ducha.
Una lagartija verde de veinte centímetros la miró fijamente desde la pared, a poca distancia del techo. Lisbeth Salander le devolvió la mirada pero no hizo ningún amago de espantarla. Las lagartijas estaban por toda la isla y se colaban en las habitaciones a través de las persianas venecianas de las ventanas abiertas, por debajo de las puertas o a través del ventilador del sistema de refrigeración. Se sentía a gusto con esa compañía que, sobre todo, la dejaba en paz. El agua estaba fría pero no gélida, de modo que permaneció bajo la ducha durante cinco minutos para refrescarse.
Cuando volvió a salir a la habitación se detuvo desnuda delante del espejo del armario y, extrañada, examinó su cuerpo. Seguía pesando solamente unos cuarenta kilos y medía poco más de un metro y cincuenta centímetros. Qué le iba a hacer. Sus miembros eran delgados como los de una muñeca; sus manos, pequeñas. Y apenas tenía caderas.
Pero ahora tenía pechos.
Siempre había tenido el pecho plano, como si todavía no hubiese entrado en la pubertad. Dicho llanamente: siempre le pareció desagradable mostrarse desnuda porque se veía ridícula.
De repente, tenía pechos. No eran dos melones (cosa que no deseaba y que, con su flaco cuerpo, habría sido ridículo), sino dos pechos firmes y redondos de tamaño medio. El cambio se había efectuado con cuidado y las proporciones eran razonables. Pero la diferencia resultaba radical, tanto para su aspecto como para su bienestar personal.
Había pasado cinco semanas en una clínica de las afueras de Génova para hacerse con los implantes que constituirían la base de sus futuros pechos. Había elegido la clínica y los médicos de mejor reputación de Europa. La doctora, una mujer encantadora y dura de pelar, llamada Alessandra Perrini, había concluido que sus pechos no se habían desarrollado bien y que, por lo tanto, se podría realizar un aumento atendiendo a razones médicas.
La intervención no había estado exenta de dolor pero ahora los pechos ofrecían un aspecto completamente natural, y las cicatrices apenas si eran perceptibles. No se había arrepentido de su decisión ni un solo segundo. Estaba contenta. Aun seis meses después, cada vez que pasaba ante un espejo, desnuda de cintura para arriba, no podía evitar asombrarse y constatar con alegría que su calidad de vida había aumentado.
Durante el tiempo que permaneció en esa clínica de Génova también se borró uno de sus nueve tatuajes, el de la avispa de dos centímetros del lado derecho del cuello. Apreciaba sus tatuajes, sobre todo el del dragón grande, que le descendía desde el omoplato hasta la nalga, pero, aun así, había tomado la decisión de deshacerse del de la avispa. La razón se debía a que resultaba tan evidente y llamativo que la convertía en alguien fácil de recordar e identificar. Lisbeth Salander no quería ser recordada ni identificada. El tatuaje se había eliminado mediante láser, de modo que cuando pasaba su dedo índice por el cuello podía notar una leve cicatriz. Una mirada algo más de cerca revelaba que su bronceada piel presentaba un aspecto ligeramente más claro en el lugar donde había estado el tatuaje, pero a simple vista no se apreciaba nada. En total, su estancia en Génova le había costado ciento noventa mil coronas.
Pero ella se lo podía permitir.
Dejó de soñar delante del espejo y se puso unas bragas y un sujetador. Dos días después de abandonar la clínica, por primera vez en sus veinticinco años de vida, visitó una tienda de lencería íntima y compró esa prenda de la que nunca antes había tenido necesidad. Ahora había cumplido veintiséis y llevaba el sujetador con cierta satisfacción.