Desde un punto de vista puramente intelectual, el abogado Nils Bjurman sabía que había hecho algo que ni era aceptado socialmente ni era legal. Sabía que no estaba bien. También sabía que, desde un punto de vista jurídico, había actuado de una manera injustificable.
Desde el punto de vista emocional, ese conocimiento intelectual le pesaba bien poco. Desde que la conociera dos años antes, en diciembre, no había podido resistirse a ella. Leyes, reglas, moral y responsabilidad carecían por completo de importancia.
Era una chica rara: completamente adulta, pero con un aspecto que hacía que fuera fácil confundirla con una menor de edad. Él tenía el control de su vida; ella era suya, se hallaba a su entera disposición. Todo eso le resultaba irresistible.
La habían declarado incapacitada y su biografía la convertía en una persona a la que nadie creería si se le ocurriese protestar. Tampoco es que él hubiera violado a una inocente niña: su historial dejaba claro que había tenido abundantes experiencias sexuales, incluso que se la podía considerar promiscua. Un asistente social había elaborado un informe en el que se insinuaba que Lisbeth Salander, a la edad de diecisiete años, ofreció servicios sexuales a cambio de dinero. El informe fue motivado por el hecho de que una patrulla de policía observó a un pervertido en compañía de una chica joven en un banco del parque de Tantolunden. Los agentes aparcaron y cachearon a la pareja. La chica se negó a contestar a sus preguntas y el viejo sinvergüenza se hallaba demasiado borracho para ofrecer una información inteligible.
A ojos de Bjurman, la conclusión resultaba evidente: Lisbeth Salander era una puta y había caído en el peldaño más bajo de la escala social. Y se encontraba a su merced. No conllevaba riesgo alguno. Aunque ella se quejara a la comisión de tutelaje, él -gracias a su credibilidad y a sus méritos- podría tacharla de mentirosa.
Ella era el juguete perfecto: adulta, promiscua, socialmente incompetente y sometida a su voluntad.
Fue la primera vez que se aprovechó de uno de sus clientes. Anteriormente ni siquiera había contemplado la posibilidad de intentar nada con alguien con quien mantuviera una relación profesional. Para dar rienda suelta a sus especiales exigencias sexuales se vio obligado a recurrir a prostitutas. Era discreto y prudente, y pagaba bien. El único problema residía en que ellas no lo hacían en serio; no era más que un teatro: un servicio que le compraba a una mujer que gemía, se contoneaba e interpretaba un papel, pero que resultaba igual de falso que un cuadro comprado en un mercadillo.
Mientras estuvo casado intentó dominar a su mujer, pero ella lo consentía todo, de modo que aquello también era un simple juego.
Lisbeth Salander era perfecta. Se hallaba desamparada. No tenía familia ni amigos. Había sido una verdadera víctima, completamente indefensa. La ocasión hace al ladrón.
Y de buenas a primeras ella le destrozó la vida.
Le devolvió el golpe con una fuerza y una decisión tales que él ni sospechaba que ella poseía. Lo humilló. Lo torturó. Casi lo aniquiló.
Durante los cerca de dos años transcurridos desde entonces, la vida de Nils Bjurman había cambiado radicalmente. Los primeros días después de la visita nocturna de Lisbeth Salander a su piso, se quedó como paralizado, incapaz de pensar o actuar. Se encerró en su casa, no contestaba al teléfono y no fue capaz de mantener el contacto con sus clientes habituales. No cogió la baja hasta pasadas dos semanas. Su secretaria tuvo que atender la correspondencia del despacho, cancelar reuniones e intentar contestar a las preguntas de los irritados clientes.
Día tras día se veía obligado a contemplar su cuerpo en el espejo de la puerta del cuarto de baño. Acabó quitando el espejo.
No regresó a su despacho hasta que empezó el verano. Hizo una selección entre sus clientes y les pasó la mayor parte de ellos a sus colegas. Su clientela se redujo, entonces, a unas cuantas empresas a las que les llevaba cierta correspondencia de carácter jurídico, cosa que no le suponía un compromiso muy grande. En realidad, la única clienta que le quedaba era Lisbeth Salander; todos los meses realizaba un balance de sus cuentas y redactaba un informe a la comisión de tutelaje. Hacía exactamente lo que la joven le había exigido: historias inventadas que dieran fe de que ella no necesitaba ningún administrador.
Cada uno de esos informes le dolía y le recordaba la existencia de Lisbeth. Pero no tenía otra elección.
Bjurman se pasó todo el verano y todo el otoño como paralizado, dándole vueltas a la cabeza. En diciembre, finalmente, se armó de valor y compró un billete de avión a Francia. Reservó hora en una clínica de cirugía estética de las afueras de Marsella, donde consultó a un médico sobre cuál era la mejor manera de quitarse el tatuaje.
Asombrado, el doctor examinó su desfigurado vientre. Al final le propuso un tratamiento. Lo más fácil sería someterse a repetidas sesiones de láser, pero el tatuaje era tan grande y la aguja había penetrado tan profundamente que sospechaba que la única alternativa viable consistía en realizar una serie de trasplantes de piel. Pero eso era caro y llevaría mucho tiempo.
Durante los dos últimos años había visto a Lisbeth Salander en una sola ocasión.
La noche en la que ella lo atacó y asumió el mando de su vida también se hizo con una copia de las llaves del despacho y de las del piso. Dijo que lo vigilaría y que, cuando menos se lo esperara, le haría una visita. Al cabo de diez meses, casi empezó a creer que se trataba de una amenaza ficticia, pero no se atrevió a cambiar la cerradura. La amenaza de Lisbeth no daba lugar a malentendidos: si alguna vez lo encontraba con una mujer en la cama, haría pública la película de noventa minutos que demostraba cómo la violó.
Una noche de mediados de enero, hacía ya casi un año, se despertó repentinamente -y sin saber muy bien por qué- a las tres de la madrugada. Encendió la lámpara de la mesilla y casi se le escapó un grito de terror al verla a los pies de la cama. Se le antojó un fantasma que súbitamente se había materializado en su dormitorio. Tenía una cara pálida e inexpresiva. En la mano llevaba su maldita pistola eléctrica.
– Buenos días, abogado Bjurman -acabó diciendo-. Perdóname por haberte despertado esta vez.
«Dios mío, ¿ha estado aquí antes? ¿Mientras yo dormía?»
No pudo determinar si se estaba marcando un farol o no. Nils Bjurman carraspeó y abrió la boca. Ella lo interrumpió haciendo un gesto con la mano.
– Te he despertado por una sola razón. Dentro de poco estaré de viaje durante bastante tiempo. Cada mes deberás seguir redactando tus informes sobre mi buen comportamiento, pero en vez de mandarme una copia a casa, me la enviarás a una dirección de hotmail
Sacó un papel doblado del bolsillo de la cazadora y lo dejó caer sobre la cama.
– Si la comisión de tutelaje quiere contactar conmigo o si ocurre cualquier otra cosa que requiera mi presencia, deberás escribirme un correo electrónico a esta dirección. ¿Lo has entendido?
Bjurman asintió con la cabeza.
– Sí, yo…
– Cállate. No quiero oír tu voz.
Él apretó los dientes. Nunca se había atrevido a ponerse en contacto con ella. De haberlo hecho, Lisbeth habría cumplido su amenaza de mandar la película a las autoridades pertinentes. En su lugar, llevaba meses planificando lo que le diría cuando ella contactara con él. Se había dado cuenta de que, de hecho, no tenía nada que decir en defensa propia. Lo único que podía hacer era apelar a su generosidad. Si ella le diera tan sólo la oportunidad de hablar, intentaría convencerla de que había actuado movido por una perturbación mental transitoria y de que se arrepentía y quería pagar por lo que había hecho. Estaba dispuesto a arrastrarse por el lodo para conmoverla y eliminar, de esa manera, la amenaza que ella representaba.
– Tengo que hablar -contestó con una voz lastimera-. Quiero pedirte perdón…
Llena de expectación, ella escuchó su sorprendente súplica. Finalmente, se inclinó hacia delante, apoyándose en la cama, y le lanzó una siniestra mirada.