***
Sin embargo, de amores pasados y otros fantasmas similares tiempo tendremos de hablar más adelante. Volvamos ahora a la Rue Babylone, a la llave cuajada de brillantes y a la generosidad de Ouvrard para decir que, entre esta bellísima propiedad parisina y la no menos bella de Raincy repartíamos Gabriel y yo nuestro tiempo disfrutando de la compañía el uno del otro. Ésta fue sin duda una de las etapas más sosegadas de mi vida. Vivíamos esos momentos impagables al comienzo de toda relación, cuando tan pendiente está el uno del otro que todo lo demás no tiene importancia alguna. Ahora, con la distancia que dan los años transcurridos, puedo decir que tal vez mi relación con Ouvrard no tuviera ese pellizco de pasión y agonía que viví con Barras; tampoco contó con el decorado romántico y brutal que me unió a Tallien, pero ¿quién no cambiaría gustoso ambas cosas por serenidad y cariño cuando ya ha amado mucho con anterioridad? Tenía yo entonces veintiséis años. ¡Veintiséis años!, pero era tanto lo que había vivido que a veces me sentía una mujer de cincuenta. Maridos, amantes, adulaciones, riquezas, aventuras… todo lo había conocido, pero también había tenido que enfrentarme con el miedo, el dolor; también con la sombra de la muerte, tan próxima que casi llegué a acariciar su lúgubre rostro. Ahora en cambio tenía paz. ¿Sería tal vez mi nueva maternidad la que me hacía sentir así? Ni el nacimiento de Théodore ni mucho menos el de Rose Thermidor habían frenado mis ansias por brillar, por complacer y ser complacida, por divertirme. Ahora, en cambio, con la pequeña Clemence a mi lado, no creía necesitar nada externo, sólo la sonrisa de mi bebé y el amor de Gabriel Ouvrard.
Así las cosas, se comprende que no tuviera mucho interés ni tampoco excesivo tiempo para dedicarme a asuntos de la política. Sin embargo, noticias de lo que estaba pasando en París llegaban todos los días a Raincy. Según se contaba entonces, Napoleón, una vez convertido en Primer Cónsul, deseaba provocar una violenta reacción contra lo que él llamaba las costumbres disolutas del Directorio y esto significaba romper y hacer romper también a sus allegados con todo aquello que tuviera que ver con las frivolidades de antaño.
— En otras palabras–me dijo un día Germaine de Staël, que había venido a Raincy a conocer a la pequeña Clemence-: Lo que quiere es romper conmigo. Y también contigo, de modo que no te hagas ilusiones, querida–comentó al tiempo que se detenía en admirar un bello mosaico pompeyano que yo había hecho colocar como suelo en aquella salita-. Supongo que eres consciente de que para le petit gringalet tú y yo somos criaturas de Sodoma y Gomorra. O de Pompeya, si eso te parece más sofisticado–añadió señalando la escena erótica bastante explícita que había bajo nuestros pies-. Imagino que ya habrás notado un considerable cambio de actitud por parte de Rose.
Germaine, que nunca se había repuesto de aquel pequeño pero muy público desaire infligido por Bonaparte años atrás en casa de Talleyrand, no tenía la menor simpatía por el héroe del momento. De él decía que «su talla era innoble; su alegría, vulgar; su cortesía–cuando la tenía-, torpe; su modo, grosero y rudo, sobre todo con las mujeres». De ahí también que, cuando hablaba de Josefina, se empeñara en llamarla por su antiguo nombre y a él por ese mote, gringalet, cuyo significado, alfeñique, muy poco encajaba realmente con el actual Napoleón Bonaparte.
— No, ma chére–continuó Germaine en el mismo tono cáustico-, Josefina ya no es la misma ni conmigo; ni tampoco contigo, siento decirte. Tú no te das cuenta porque estás aquí encerrada jugando a mater amantisima y mater dulcisima, pero nuestra amiga ha cambiado mucho. En realidad, no podría ser de otro modo después de que él a punto haya estado de divorciarse a causa de su petite gaffe, pobre Rose.
Todos por aquel entonces, incluso los tan alejados de los salones de París como yo, sabíamos de la petite gaffe de Josefina. Los comentarios corrían de boca en boca y se repetían en voz baja adornada por sonrisas. Había ocurrido que, al regresar Napoleón a Francia para convertirse en Primer Cónsul, se produjo un desgraciado desencuentro entre los esposos Bonaparte. Napoleón, que ya en Egipto había sido informado por su camarada Junot del tipo de vida alegre que Josefina llevaba en París de la mano, según él, de «su inefable amiga Teresa Cabarrús», estaba pensando seriamente en divorciarse de la ingrata e infiel a su regreso a Francia. Al saber esto, Josefina no se inquietó en absoluto. «En cuanto me vea se lanzará a mis brazos», me confió ella en una de las innumerables notas que nos enviábamos de forma periódica cuando nuestras ocupaciones nos impedían el placer de estar juntas. Tan segura estaba que, al tener noticias de la inminente llegada de Napoleón a las costas francesas, se puso en ruta hacia Lyon con ánimo de salir a su encuentro y acabar con todas sus suspicacias. Pero quiso la mala suerte que ella eligiera la ruta de Borgoña mientras Napoleón, que había desembarcado antes de lo previsto, tomara la del Borbonesado. Así sucedió que, al llegar Bonaparte a París, encontró su casa de la Rue de la Victoire sin rastro de Josefina. «¡Me engaña una vez más, siempre me ha engañado! — se dijo entonces el encelado general-. ¡Exterminaré a toda esa raza de mequetrefes y corruptos que la rodean! ¡No quedará ni uno, lo juro!».
Según testigos, así se expresaba Napoleón a grandes gritos recorriendo a zancadas el salón de su casa mientras en la calle, como en la escena de una de esas comedietas frívolas y un punto ridículas que pueden verse en los teatrillos del Palais Royal, Josefina aporreaba la puerta suplicando que la dejara entrar y explicarse. Durante toda una noche ella suplica, grita, llora y se desespera, pero el futuro emperador se muestra inflexible. Pasan las horas, Josefina a punto está de rendirse rota por la fatiga y decidida a aceptar su destino cuando de pronto una de las criadas le da una idea salvadora: «Haced venir a vuestros hijos», le dice. Y he aquí que se obró el milagro. Napoleón, que siempre había sentido enorme cariño por Eugéne y Hortense, como bien lo demostraría más adelante prodigándoles todo tipo de honores, consintió por fin en perdonar a su madre. Los esposos cayeron entonces el uno en brazos del otro y aquellos que deseaban (léase la familia de Bonaparte) que todo lo sucedido fuera el comienzo del fin de una relación poco conveniente para el general, se sorprenderían muy desfavorablemente al encontrar, a la mañana siguiente, a los felices esposos abrazados en la cama.
He aquí pues la petite gaffe de Josefina. Hay que decir que todo lo que acabo de narrar había tenido lugar muy poco antes del 18 de Brumaire. A partir de esa fecha, la vida de los esposos Bonaparte comenzó a cambiar. Abandonaron la casa de la Rue de la Victoire para instalarse primero en el Petit Luxembourg y de allí pasaron a las Tullerías, el palacio que antes había pertenecido, qué ironía, al decapitado Luis XVI.
— No sé a qué te refieres–le dije a Germaine de Staël, que durante todo este tiempo había estado esperando mi respuesta sobre un posible alejamiento entre Josefina y yo tras el triunfo de su marido-. Si no he sabido nada de ella es porque debe de estar muy ocupada con tantas mudanzas. Y no me refiero sólo a las de domicilio, sino a las de toda índole. Mucho ha cambiado su vida en tan poco tiempo, Germaine, pero todo sigue igual entre nosotras.