— ¿Estás segura? — preguntó madame de Staël nada convencida de que así fuera.
— Naturalmente, ayer mismo recibí un regalo suyo para la pequeña Clemence. ¿Te gustaría verlo?
Era cierto que Josefina me había mandado el más encantador sonajero de plata para mi hija, pero también lo era que rara vez contestaba mis cartas. Incluso el regalo no iba acompañado siquiera de unas breves líneas, sino de un formal «con mis mejores deseos» garabateado a toda prisa y sin firma. Nada de esto le conté a Germaine, como es natural, pero aun así ella continuó insistiendo.
— La culpa de todo la tiene esa sarta de provincianos cejijuntos que con gusto le colocarían un cinturón de castidad a la pobre Rose, y aún está por verse que no lo hagan. Me refiero a la camarilla de los Bonaparte, capitaneados por Letizia, su madre, a la que algunos ya comienzan a llamar Madame Mére por lo mucho que manda y enreda. Si nuestro flamante Primer Cónsul está decidido a convertir a Francia en un país «moral», Letizia está decidida a reformar a toda costa a la pobre Rose. No me extrañaría saber que la tiene vigilada, por no decir secuestrada; ya sabes cómo se hacen esas cosas cuando toda la familia vive bajo el mismo techo.
***
Esta explicación de la falta de noticias de Josefina me pareció no sólo verosímil, sino incluso tranquilizadora respecto de su silencio. Además, yo sabía que, incluso antes de su partida a Egipto, Napoleón había encargado a su hermano José que controlase los gastos de su mujer y que, a partir de ese momento, la gran familia de Napoleón, con su madre a la cabeza, había comenzado a cerrar su cerco en torno a ella. Y es que a los Bonaparte nunca les gustó Josefina. Provenientes de una familia de baja nobleza corsa, consideraban a Rose una casquivana, una frívola que enseñaba demasiada carne en las fiestas y demasiada poca vergüenza con sus amantes. Y si Napoleón en sus primeras cartas decía no importarle la infidelidad de su esposa, las cosas habían cambiado mucho desde entonces, puesto que ni él era ya le petit gringalet, como se empeñaba en llamarle madame de Staël, ni los Bonaparte una familia más, sino toda una tribu y muy influyente. Sí, ahora lo comprendía todo. Esa vieja y astuta de Letizia había tejido alrededor de ella una muy poco sutil telaraña, y ésa era sin duda la razón del silencio de mi buena amiga.
PARÍS Y LOS NUEVOS AIRES
Pasaron varias semanas y las calles de París comenzaron a acusar también el rumbo de estos nuevos y corsos, digamos, vientos. Si después del 9 de Thermidor los sans–culottes y las tricoteuses habían dejado paso a muscadins, incroyables y merveilleuses, ahora éstos se veían desplazados por nuevos amos de calles y bulevares relacionados a su vez con la situación política, y en este caso, con el arte de la guerra. Y es que mientras Napoleón sumaba nuevos éxitos bélicos, mientras todos aprendíamos nombres que ya quedarían para siempre en la historia como Marengo, Jena y Austerlitz, las calles de París se llenaban de militares con uniformes a cual más bizarro. Ellos eran ahora las figuras destacadas del panorama social, las que atraían todas las miradas: las femeninas por su apostura, y las masculinas porque ya se sabe cuánto gusta a los varones todo lo que incumbe al dios de la guerra. Aun así y por fortuna, no todo eran aires marciales en las calles de nuestra ciudad. Al menos al principio, y a pesar de las severas miradas de los Bonaparte (de Napoleón y, sobre todo, de su madre), que intentaban que la sociedad parisina se pareciera cada vez más a una pequeña reunión de probos campesinos corsos, el París galante continuaba con sus fiestas. A mí me sorprendía un tanto no estar invitada a todas ellas como antaño, y en especial a las oficiales que como Primer Cónsul organizaba Napoleón en su residencia. Pero no había que alarmarse. Era evidente que mi buena amiga Josefina estaba teniendo ciertas dificultades para neutralizar la influencia de su belle famille, maravilloso eufemismo con el que los franceses llaman a lo que los españoles con mucho más tino conocemos por «familia política». Pero sólo era cuestión de tiempo, me decía yo. Conociendo a Rose, no cabía la menor duda de que con unos cuantos pucheros y un par de lagrimitas, lograría ablandar en mi favor y en el de Ouvrard el corazón de Bonaparte. En cuanto a él, también me resultaba sumamente fácil disculpar que no nos invitara por el momento. Como ya he señalado antes, Gabriel era el más próspero de todos los abastecedores del ejército de aquellos tiempos y a Napoleón nunca le dolieron prendas en proclamar lo que pensaba de ellos: «Mercachifles–decía-, capaces son de vender a nuestros gloriosos ejércitos cualquier mercancía defectuosa con tal de lograr su provecho». Ouvrard, igualmente, tampoco tenía de Bonaparte una opinión muy favorable que digamos. Según él, el nuevo cónsul «no conocía otra forma de extraer dinero que a través de impuestos y conquistas militares». Así las cosas, se comprende que no fueran precisamente los más rendidos amigos el uno del otro, pero a pesar de sus diferencias ambos estaban condenados a entenderse, puesto que sólo Ouvrard era capaz de proveer en muy poco tiempo y con diligencia todo aquello que un ejército en plena expansión podía necesitar, y Bonaparte lo sabía.
— Y Napoleón y yo también estamos condenados a entendernos–le dije un día a Frenelle, porque, transcurridos varios meses de pequeños desaires, de falta de invitaciones y de nula respuesta a mis cartas por parte de Josefina, después también de haber dedicado a Clemence todos los cuidados maternales que su tierna edad requería, andaba yo un tanto deseosa de volver a los salones-. A entendernos y a admirarnos–añadí mientras enseñaba a Frenelle una nueva y finísima malla de seda color carne. Se trataba de una maravilla de sutileza que había encargado a Venecia y tenía intención de lucir en un próximo estreno. Mi idea era usarla bajo una túnica corta confeccionada con piel de pantera para simular que iba desnuda. Se trataba de un disfraz de Diana cazadora pensado especialmente para asistir al próximo estreno en la ópera de París.
— ¿Qué te parece esta obra de arte? ¿Tú crees que encandilará a nuestro Primer Cónsul? Me han dicho que él presidirá esta noche.
Frenelle volvió a poner esa cara reprobadora suya, la que siempre ponía cuando no estaba de acuerdo conmigo en absoluto.
— Ay, Teresa, tú nunca te das por vencida, ¿verdad? No te bastan todas las señales que recibes de que ya no eres persona grata: el silencio de Josefina, la falta de invitaciones oficiales, el modo en que tus disfraces no son aplaudidos ni en la calle ni en los teatros. Mucho han cambiado las cosas desde que Napoleón manda en Francia y tú no quieres aceptarlo.
— Lo que yo quiero Frenelle, es cambiarlo todo como ya he hecho en otras ocasiones. ¿Cuánto tiempo crees que durará esta actitud pacata y provinciana con la que pretende moralizarnos nuestro amigo? París es una ciudad alegre, viva, que sólo busca divertirse, reír, bailar, olvidar…
— Sí, querida, tienes razón sobre todo en lo último. Olvidar el hambre, las desigualdades afrentosas, la corrupción, los «vientres podridos» y también a las merveilleuses como tú. ¿Realmente no te das cuenta de lo que te está pasando?
— De lo único que me doy cuenta es de que sólo necesito que Napoleón me vea vestida así para convencerle. Para lograr que borre de su rostro ese gesto severo con el que me observa cada vez que coincidimos en un lugar público. Bastarán unas cuantas palabras y un par de coqueteos. Yo siempre he sabido arrancar una sonrisa de esos severos labios y una mirada tierna de unos ojos a los que todos temen.