Querida hija:
Los días pasan veloces y deberíamos vernos para comentar la marcha de este laborioso proyecto en el que tú, con el ímpetu de tus pocos años, has logrado embarcarme. Con las malas pulgas y el espíritu cascarrabias a los que me da derecho la edad, debería yo ahora protestar y decir lo trabajoso que me está siendo satisfacer este capricho tuyo y lo difícil de la empresa para una dama añosa que no goza de tan buena salud como antes. Pero ya sabes, niña mía, lo poco que me gusta fingir melindres. Escribir está siendo una gran distracción y ni siquiera el hecho de dar nueva vida a los momentos más duros logra empañar el placer que me produce recrearlos. Ahora me dispongo a narrar mi famoso encuentro con Napoleón en el baile de disfraces de los Marescalchi. Cuando vengas, tengo que hablar contigo de algunas cosas que me preocupan, como la circunstancia de que todo lo que he escrito hasta el momento carezca de filtro, de censura, de prudencia incluso. ¿Serás capaz, Marie–Louise, de dejar las cosas tal como las he escrito o aplicarás a ellas un bello y pudoroso velo como hacen siempre los familiares de aquellos que han tenido una vida escandalosa?
Pobre mamá. Al ver ahora sobre su mesa el manuscrito en el que estaba trabajando apenas hace unas horas, no puedo evitar las lágrimas. Frenelle me ha dicho que últimamente se encerraba durante horas en su habitación sin más compañía que estas cuartillas y a veces le daban las luces del alba en la tarea. Decía que escribir le hacía bien, incluso comentaba que sus problemas de hígado, esos que la han hecho peregrinar junto a mi padre por todos los balnearios de Europa, parecían haber remitido desde que estaba «cumpliendo los caprichos de Marie–Louise». Ayer, en cambio, fue distinto; según Frenelle, se quejó de que no podía concentrarse en la escritura y le pidió a su buena amiga que la acompañara a tomar el aire en la terraza. Lucía un triste sol de invierno, según parece, por lo que al cabo de un rato mi madre se quejó de un gran y súbito escalofrío y la llevaron con presteza a sus habitaciones. Apareció muerta al día siguiente. Sobre su regazo encontramos esta última hoja que he reproducido más arriba en la que ella se preparaba para su encuentro con Bonaparte. «Acababa yo de cumplir veintiséis años, y cr».
He ahí sus últimas palabras. Pobre, pobre mamá; el llanto impide que continúe con estas líneas, ya volveré a ellas cuando la hayamos acompañado hasta su última morada. Fue una gran mujer, una gran esposa y también una magnífica madre, la más entregada y cariñosa que darse pueda.
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Chimay, 1 de marzo de 1835
Ahora que han pasado varios días de su muerte, retomo estas líneas con el ánimo de continuar el relato de la vida de mi madre, Teresa Cabarrús. Nada menos que treinta y seis años de existencia quedan por contar y, sin embargo, no deja de ser curioso, por no decir extraño, que ella muriera mientras estaba narrando su año vigésimo sexto de vida, porque lo cierto es que bien puede decirse que a esa edad murió la Teresa Cabarrús que todos conocen. La alegre y escandalosa, la diosa pagana que se paseaba semidesnuda por Burdeos y, así ataviada (o, como a ella le gustaba decir, des–vestida), se ocupaba de salvar de la guillotina a tantos desdichados. La reina de Thermidor, que brillaba tanto por su belleza y sus amoríos como por su bondad. Sí, en 1800 murió la Cabarrús y nació mi madre, la que yo conozco y amo. A continuación procuraré explicar la diferencia que existe entre una Teresa y otra. No tengo la elocuencia ni la gracia de ella, pero intentaré narrar lo que viene a continuación impostando en lo posible su estilo desenfadado y coloquial. Creo que ése será el mayor homenaje que pueda hacerle; ése y el no censurar ni una línea de las que escribió. En su última carta ella hacía alusión a esa actitud pudorosa e implacable que empuja a tantos descendientes a suprimir los episodios de la vida de sus más allegados que no consideran honorables o decentes, o simplemente favorables a esa persona. No te preocupes, mamá. Yo no pienso omitir ningún pasaje. Ni la parte en la que hablas abiertamente de diversos acts passionnels aderezados con las confidencias al respecto que Josefina y tú intercambiabais, ni cuando narras tu incomprensible amor por un personaje tan egocéntrico y corrupto como Barras o el modo en que pasaste de sus brazos a los de Ouvrard cuando, según tus propias palabras, consideraste necesario «cambiar de montura». Tampoco tu pasión física por Tallien, un hombre de una dimensión mucho más pequeña que la tuya en todos los aspectos. Ni siquiera pienso amputar esa escena en la que, para llegar desde Burdeos a París, Frenelle y tú tuvisteis que saltar de un lecho a otro, del de un sans–culotte al de un ladrón de caminos y de éste al de otros forajidos. «¿Te escandalizas, hija mía?», eso escribes tú después de narrar lo más elegantemente posible tales… encuentros. No, mamá; te confieso que leerlos fue turbador, al fin y al cabo eres mi madre, pero quién soy yo para juzgarte. Como tú bien dices, quién es nadie para censurar lo que ocurre en esos momentos terribles de la Historia, cuando se borra la tenue línea que habitualmente separa al ser humano de las bestias. Cuando la única pulsión es sobrevivir y para hacerlo vale todo, hasta lo más humillante o inconfesable, lo más vil.
Por todo ello no cambiaré ni una línea de lo que escribiste. Lo que sí pienso hacer en cambio es poner una vela a Dios y otra al Diablo. Lo que quiero decir es que el resto de tus hijos no son tan transigentes como yo y sin duda se horrorizarán al saber que ciertos pasajes de la vida de su madre van a hacerse públicos contados por ella misma. De ahí que tengo pensado someter estas memorias a un prudente sueño. Prudente y muy largo, el suficiente como para que pase el tiempo redentor que todo lo cura y todo lo disculpa. Más adelante, cuando ya todos hayamos muerto, dejaré en mi testamento este manuscrito que ahora tengo en mis manos con indicación de que lo publiquen mis hijos. Porque está claro (y la reflexión es digna de ti, mamá, a quien tanto gustaban las curiosas ironías) que tener una madre con un passé, que dicen los franceses, es… complicado, pero tener una abuela con un pasado escandaloso resulta de lo más romántico e interesante. El tiempo será por tanto nuestro aliado, y también tu juez, mamá. A mí ahora sólo me queda escribir el epílogo; uno corto, pero que resuma el resto de tu vida.
Creo que comenzaré el relato donde tú lo dejaste, esto es, narrando el momento en que Teresa Cabarrús acudió al baile de los Marescalchi para entrevistarse con Napoleón Bonaparte, los dos enmascarados y con una cinta verde atada a la muñeca. Y para hacerlo me valdré de las notas que al respecto tú habías esbozado con ánimo de desarrollar más tarde la escena, pero también pienso narrarla desde el punto de vista del otro participante. Resulta muy sencillo hacerlo en este caso. Bonaparte recogió dicho encuentro en su Memorial de Santa Elena y lo hizo con mucho detalle. Hay que señalar, para beneficio del curioso lector, que dicho Memorial está escrito en tercera persona, pero no es otro que el emperador de Francia quien se esconde tras esta débil argucia.
Por su parte, las notas de mi madre sobre el baile de máscaras son muy breves, apenas hay en ellas detalles como el vestido que llevó esa noche (uno muy recatado, blanco y «mortalmente aburrido», según sus propias palabras). A continuación habla someramente de cómo se produjo el encuentro. Por lo visto, mientras tocaba la orquesta, una figura masculina en cuya muñeca podía verse una cinta verde le salió al encuentro desde detrás de una cortina. «¡Napoleón vestido de Dominó! — dicen las notas entre signos de exclamación-, he aquí todo un león con piel de cordero», añade, y ya no hay más datos salvo este corto apunte: «Durante un buen rato y mientras bailábamos, procuré recordarle al Primer Cónsul nuestro pasado común y lo mucho que habíamos disfrutado juntos, luego hablamos, reímos…».