¿Realmente por todos? No, sin duda. Si bien las buenas gentes de Chimay la acogieron de inmediato y con cariño, no ocurrió lo mismo con la llamada buena sociedad belga. Condes, barones, duques, toda esa vieja aristocracia rancia no podía ni deseaba olvidar que era una mujer con lo que en esos círculos eufemísticamente se llama un passé. Mi madre conservaba su casa en la Rue Babylone de París y viajaban allí con frecuencia, pero tampoco en esos círculos la aceptaron, puesto que, a pesar de que sabemos por lo que narra Napoleón en su Memorial de Santa Elena ella y el emperador se reencontraron varias veces, él nunca le devolvió su amistad. Tampoco la restauración de la monarquía en Francia, ocurrida en 1815, supuso su reivindicación. Luis XVIII jamás olvidó que mi madre había convivido con Tallien y luego con Barras y que ambos habían votado la muerte de su hermano. Ocurrió incluso que cuando mi padre fue nombrado chambelán de la corte de los Países Bajos, el rey Guillermo se negó a recibir a Teresa. Pero mi madre, si todo lo antes detallado le importaba, jamás lo confesó ni, desde luego, lo dejó traslucir en ninguna de sus actitudes. Más de treinta años viviría en este dulce exilio y hasta su muerte continuó con sus labores sociales y también organizando alegres reuniones tanto en la casa de París como en Chimay. Los invitados a sus fiestas no eran ahora políticos ni personajes relevantes, sino artistas, músicos como Cherubini, que compuso en Chimay su Gran Misa. O Auber, que escribió también allí su primera ópera. Él diría de mi madre que «cuando entraba en un salón hacía el día y la noche; el día para ella, y la noche para los demás».
Este afán suyo por la música estaba relacionado además con el amor que sentía por mi padre. Él, que durante la Revolución se había ganado la vida dando clases de música, tocaba maravillosamente el violín, y yo recuerdo de niña, por ejemplo, ver cómo acompañaba a la célebre cantante María Malibrán mientras Isabey pintaba miniaturas junto a la ventana.
Pasaron los años y llegó 1825. Para entonces, Napoleón y gran parte de los actores principales de la Revolución francesa habían muerto ya. Entonces, los franceses habían comenzado a mirar atrás y todo aquello que estaba relacionado con la Revolución llegó a adquirir una increíble popularidad. Hacían furor los libros sobre el tema, y en especial las memorias, puesto que lo que la gente deseaba no eran tratados académicos, sino testimonios reales que explicaran cómo eran y qué sentían las primeras figuras de tan singular momento histórico, a ser posible con detalles íntimos y también escandalosos. Como es lógico, dado el carácter ambiguo de sus avatares vitales, la mayoría de los actores de tan singular tragicomedia no tenían la menor intención de confesar sus andanzas ni explicar lo que hicieron ni por qué. Así ocurrió que se echaban en falta muchas memorias de las personalidades más relevantes, pero los editores de la época no se acobardaron por tan insignificante detalle. Si el interesado no quería escribirlas, otros lo harían por éclass="underline" un escritor fantasma, por ejemplo, que luego firmase no con su nombre, sino con el del personaje cuya voz había impostado. Surgieron entonces un sinfín de memorias, recuerdos o diarios apócrifos que la gente devoraba tomándolos por verdaderos. Entre esta plaga de libros mentirosos no podía faltar una autobiografía falsa de Teresa Cabarrús y, ante la inminencia de su publicación, mi hermano Édouard, que ya para entonces era un médico célebre, escribió desde París a nuestra madre pidiéndole autorización para impedir judicialmente la publicación del libro. Tengo ante mí copia de la carta con la que ella le respondió, y dice así:
Bruselas, 5 de julio de 1825
Te agradezco en el alma, amigo mío, que quieras impedir la publicación de este volumen con el que se me amenaza. Hasta el momento no he pensado escribir unas memorias ni creo que las escriba nunca; no querría hacer daño a nadie ni publicar las cartas remitidas a mí en un tiempo que ya no existe, puesto que hacerlo sería tanto como vengarme cruelmente. He vivido hasta hoy sin haber hecho derramar a otros una sola lágrima, creo yo. Y lo he hecho sin experimentar un sentimiento de odio ni un deseo de venganza, por lo que deseo morir tal como he vivido. En cuanto a esas memorias que quieren atribuirme, estoy segura de que nadie podrá creer que quiera turbar la tranquilidad de mi alma dando que hablar de mí. Debo a monsieur de Chimay el deber de dejarme calumniar sin quejarme, y sea cuales fueren los ataques no obtendrán más que mi desprecio y el de la gente de bien.
Tu mejor amiga,
Teresa
Creo que estas líneas revelan ciertos aspectos interesantes de la personalidad de mi madre. La primera es la pequeña coquetería de llamarse la «mejor amiga» y no la madre de un hijo que ya peina canas. El segundo es la declaración de que nunca escribirá sus memorias por temor al daño que pueda ocasionar a otros. A este respecto he de señalar lo arduo que fue convencerla para que lo hiciera. Recuerdo bien lo que ella opinaba al principio de mis ruegos:
— Querida mía–porfiaba-, escribir una autobiografía no tiene sentido en absoluto. Lo realmente interesante no se puede contar, y lo que se puede contar no siempre es interesante. Evítame por tanto esa engorrosa tarea.
Al final, la única forma de vencer sus reticencias fue jurarle que nada de esto vería la luz hasta que todos nosotros, yo incluida, hubiéramos muerto. Pobre mamá, mi consuelo ahora es que, según ella misma confesó en su última carta, escribir supuso un entretenimiento inesperado en sus postreros días, cuando ya estaba apartada de todos y de todo.
Ahora toca poner punto final a estas líneas. Decir que la vida de mi madre estuvo llena de todos los contrastes que se pueden dar en un ser humano, más aún en uno del sexo femenino. Fue la más frívola y también la más bondadosa, la más infiel y a su vez la más leal de las esposas en los últimos años de su vida. Una madre distraída y al mismo tiempo una maman poule que dio a luz nada menos que a diez hijos, a los que mucho amó y fue por ellos amada. Entregada, pues, y liviana; reflexiva y dueña de una gran intuición; generosa y pródiga; inteligente y temeraria; egocéntrica y comprometida; buena y también atolondrada. Sí, todo eso fue mi madre y muchas cosas más igualmente contradictorias. Pero por encima de todo, fue muy bella. Por eso me gustaría acabar este relato contando una escena en apariencia banal que creo la describe bien. Poco antes de morir hizo un viaje a París, que para entonces apenas se parecía a la ciudad en la que ella había brillado. Así como hacían furor las memorias de los tiempos de la Revolución, también en el teatro se representaban obras sobre esos años. Teresa sentía curiosidad por ver cómo habían escenificado situaciones que ella había vivido de primera mano, por lo que rogó a mi hermano Édouard que la llevase al Ambigú a ver un drama titulado Robespierre. Édouard se mostró reacio. Temía que la ya muy precaria salud de mi madre se resintiese al ver algo que, quién sabe, tal vez fuese motivo de dolor o, peor aún, calumnioso, puesto que uno de los personajes principales de la obra era ella misma. Teresa insistió tanto que por fin mi hermano no tuvo más remedio que llevarla.
Imaginemos por un momento la escena. Se abre el telón; comienza la representación, que se desarrolla en el despacho de Robespierre, y allí puede verse al Incorruptible escribiendo con una larga pluma de ganso. No han pasado ni dos minutos cuando hace su entrada en escena un sans–culotte y anuncia: «¡La ciudadana Cabarrús! ».
Entonces Édouard se vuelve hacia nuestra madre y comprueba con angustia que se ha desmayado. Gran conmoción. La sacan con enorme cuidado del palco, Édouard la reanima con unas sales y, cuando por fin vuelve en sí, el único comentario que hace es uno tan propio de una merveilleuse como ella que resulta delicioso recordar: