Para mi hija tener un delfín
poco importa que el hacedor
delante esté del trono o detrás, al fin.
»Tal era el estado de cosas entre la pareja real hace unos años–continuó madame Boisgeloup–que tuvo que venir el mismísimo José II, hermano de la Reina, a poner fin a tan lamentable situación. Dicen que habló con el Rey y que le dijo que debía someterse a una mínima operación mucho más indolora de lo que él temía. Hay quien sostiene, por el contrario, que el Rey nunca se sometió a intervención alguna para solucionar su problema, y que fueron las contundentes (y brutales) palabras de su cuñado las que obraron el milagro. «¡El rey de Francia–dicen que le espetó el austríaco a su cuñado–merece ser azotado hasta que eyacule de pura rabia, como hacen los burros!». En fin, querida, sea como fuere y pimosis o no pimosis, el caso es que al poco tiempo la Reina quedó por fin encinta. Pero me temo que para entonces su fama de casquivana y frívola había crecido ya demasiado. Luego, para colmo, vino el escándalo del collar que tú conoces, por el que la acusaron hasta de tener amores sacrílegos con un cardenal y…
De todas estas conversaciones con madame sobre temas mundanos y políticos saqué yo varias cosas en claro. La primera, algunas recomendaciones interesantes sobre la función reproductora de las mujeres, y la segunda, la gran importancia que en la vida de las personas mayores tenían las pequeñas cosas: París hacía años que hervía con canciones y libelos procaces contra l’autrichienne, y esto se debía, por un lado, a una pequeña porción de piel, y, por otro, a un collar; dos cosas de muy reducido tamaño como para causar tan grandes males. Si ése es el mundo de los adultos, me dije yo entonces, más vale ir tomando buena nota, porque por lo visto las pequeñas brisas podían con suma facilidad convertirse en huracanes.
***
Pero volvamos una vez más a los preparativos para mi entrada en sociedad y a los desvelos de madame Boisgeloup para convertirme en la más bella de las flores. Cuando por fin, gracias a monsieur Picard, mi vestuario estuvo listo y sin que terminaran empero las aburridas clases de música, declamación y filosofía que madame Boisgeloup consideraba esenciales para completar mi educación, empezamos a frecuentar nuestros primeros salones. Salones no muy elegantes en un principio, todo hay que decirlo, pero en los que tuve la fortuna de conocer un día a madame Stéphanie Félicité Du Crest, condesa de Genlis, una dama muy introducida en los círculos de la corte. Esta señora, que era de noble cuna, había sufrido tiempo atrás los rigores de pertenecer a una familia arruinada. Aun así tuvo la suerte–o, mejor dicho, la gran habilidad–de saber abrirse camino en sociedad gracias a un raro don: tocaba el arpa. Por lo visto, debido a su virtuosismo con dicho instrumento que, según me explicó madame Boisgeloup, había estado en desuso en Francia casi desde el Renacimiento, logró inmediatamente destacar en los más distinguidos salones, siempre ávidos de sensaciones nuevas, de originalidades. La condesa era la institutriz de los hijos del duque de Orléans y se rumoreaba que también su amante.
Nada más conocernos, la condesa de Genlis y yo entablamos amistad, tal vez porque yo también tenía un don «raro», aunque, a decir verdad, el mío era más bien… una invención de mi casera.
— Vamos a ver, niña, ¿sabes bailar el bolero? — me había preguntado un día madame Boisgeloup durante mis meses de aburrido aprendizaje.
— En absoluto, madame, lo ignoro–le contesté.
— Pues a partir de ahora no sólo sabrás, sino que lo harás con mucho donaire–sentenció mi tutora.
— ¿Qué me quiere decir? — pregunté muy sorprendida.
Pero ella lo tenía todo planeado. Con la ayuda de una ilustre fregona cordobesa que se ocupaba primordialmente de abrillantar los salones de nuestra casa parisina, inventamos un baile, mitad insinuante mitad acrobático, en el que no faltaban las castañuelas.
— Voilá le célébre boléro espagnol! — sentenció madame Boisgeloup al cabo de unas semanas.
Y debo reconocer que aquello no se me daba mal del todo. Se dice siempre que por los cuerpos mediterráneos corre música a raudales, y aunque el mío sólo es mediterráneo a medias, lo cierto es que cumplía con el adagio. Al conocernos en uno de esos oscuros salones que madame Boisgeloup y yo frecuentábamos al principio de mi ingreso en sociedad, madame de Genlis quedó encantada con mis contoneos. Le parecieron trés charmants, trés piquants, y dijo que yo le recordaba mucho a ella cuando intentaba abrirse camino en sociedad con la sola ayuda de su arpa. «Venid la semana próxima; en casa se recibe los jueves, y no olvidéis traer las castañuelas», nos rogó mientras entregaba a madame Boisgeloup una bonita tarjeta rosa con su dirección privada.
Y fue así como, de la manera más imprevista, me vi cambiando de salones. De los mustios y poco interesantes de otras viudas de nobleza de toga y compañeras de naufragio de madame Boisgeloup a los chispeantes y muy concurridos de la condesa de Genlis. Y para ello no fueron necesarios ni el dinero de mi padre ni las recomendaciones de nadie, tan sólo unas castañuelas y unos arteros movimientos aprendidos de una ilustre fregona. París, me dije entonces, recordando a mi buen amigo el señor Moratín, era sin duda una ciudad ávida de cambio o, lo que es lo mismo, abierta a todas las innovaciones, sobre todo las más estrafalarias.
FUTUROS HOMBRES ILUSTRES
Una vez en el salón de mi nueva amiga y protectora, y a pesar de que era tan sólo una niña que bailaba el bolero, tuve la oportunidad de conocer a algunos de los personajes más famosos de la época. El primero de ellos fue Talleyrand, ese gran hombre que estaba destinado a pasar a la posteridad como uno de los más portentosos equilibristas que recuerda la Historia. Su hazaña fue sobrevivir a todo lo que voy a enumerar a continuación y hacerlo siempre junto a los que ostentaban el poder: primero, a la Revolución; después, a la caída de la monarquía; luego, al Terror y al Directorio, y más tarde, a la era napoleónica, para acabar como hombre fuerte de la Restauración monárquica. Una pirueta extraordinaria, por cierto, para un funambulista… cojo. Sí, así era, puesto que, como diría madame Boisgeloup, por aquel entonces tout Paris sabía que la niñera de la familia Talleyrand lo había dejado caer de una cómoda a muy tierna edad, aplastándole para siempre los huesos del pie. Tullido y repudiado por su padre a consecuencia de su minusvalía, a Talleyrand se le cerraron a muy temprana edad las salidas habituales para un hombre de su noble cuna, como brillar en la corte o en los campos de batalla. Por eso no había tenido más remedio que recurrir a la tercera de las vías que llevan también a lo más alto: la carrera eclesiástica. De este modo, vestido de obispo, con los ojos puestos más en la carne mortal que en los goces del espíritu y arrastrando su pie tullido por los salones mientras sonreía a las damas, lo habría de conocer yo hacia 1787 o 1788.