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A todos estos personajes de los que tanto se iba a hablar en tiempos venideros y a algunos más tuve yo la suerte de conocer en los salones de la condesa de Genlis. Ella tocaba el arpa, madame de Staël brillaba por su conversación y yo, mucho más modestamente, bailaba el bolero; pero la verdad es que con ello atraía a no pocos admiradores e incluso algún que otro pretendiente. Con todo, y a pesar de mis tempranos éxitos, me temo que mi primera gran «pesca» — si seguimos con el término que utilizó mi madre-, lejos de ser feliz, iba a partirme el corazón.
Como ya he señalado antes, por aquel entonces–y siempre que mis aprendizajes de baile, literatura o aburridísima filosofía me lo permitieran–yo devoraba novelas románticas. De ahí que buscara no sólo enamorarme, sino también volcar en otro ser todo el caudal de mi pasión, tal como ocurría en mis libros favoritos. A mis trece años puede decirse que estaba enamorada del amor, de la pasión que no atiende límites y que, para merecer tal nombre, se ve obligada a vencer mil obstáculos hasta lograr el objeto amado. Admiraba yo, por tanto, los amores difíciles; y, como los dioses a veces nos castigan concediéndonos nuestros más fervientes deseos, dicho amor llamó, en efecto, a mi puerta un día. Se llamaba Jean, y con esa costumbre francesa de tener múltiples nombres, respondía también al de Alexandre Louis de Méréville. Tenía veintiún años, era bello como un sol e hijo del marqués de Laborde. Nos conocimos además de una manera entre cómica y romántica. Acababa yo de bailar mi bolero e, intentando esquivar a un viejo petimetre empolvado y con labios tan rojos y perfilados que mucho me recordaban a la máscara de monsieur Picard, decidí salir al jardín a tomar el aire. «¿Dónde estás, petite espagnole? ¡Ven aquí!», decía aquel vejestorio al que sin duda se le había ido la mano con el vino de Borgoña — «no te escondas, te encontraré de cualquier manera» — cuando, de pronto, de entre las sombras de unos setos próximos, apareció una bella pierna enfundada en una media de seda azul que hizo rodar por tierra al pisaverdes hasta que aterrizó cómicamente en un bosquecillo de ortigas.
— Creo que un salvamento tan valiente merece un beso–dijo el propietario de aquella pierna tan oportuna haciendo una pequeña reverencia. Entonces pude ver que se trataba de un muchacho alto que se adivinaba rubio tras su peluca corta, que lucía muy empolvada, y que poseía una de esas sonrisas que inmediatamente hacen que uno confíe en su dueño.
— Habéis llegado justo a tiempo, monsieur, y tan audaz hazaña bien merece el premio que reclamáis–respondí yo entonces accediendo sin pensarlo a su petición.
Debo decir que, en las largas conversaciones con madame Boisgeloup para conocer las costumbres del país, mi tutora me había explicado lo que ella llamaba el «sutil código de los besos». Y aunque éste no era ni mucho menos tan estricto como el imperante en España, por lo visto en París una dama no podía besar a un caballero ni siquiera en las mejillas hasta el tercer encuentro. Sin embargo, seguro que madame Boisgeloup andaba un tanto anticuada en su «sutil código», me dije yo mientras depositaba sobre el rostro de aquel muchacho un muy tímido ósculo. Además, era tan cálida la noche en el jardín de la condesa de Genlis, tan suave el aroma a rosas, tan sutil el canto de los grillos y desde luego tan bello el rostro de mi «salvador», que parecía lo más natural besarle. Debo decir, para completar el retrato de mi amado, que aunque aún era moda entonces que hasta los jóvenes se maquillaran y usaran colorete y lápiz de labios, la cara de mi nuevo amigo no mostraba rastro de ninguno de esos feos afeites. Al acercarme a su rostro pude percibir además el suave olor de su piel, tan joven y prometedora que delataba una mezcla de deseo entreverado con eau d'orange, fragancia que siempre ha sido mi favorita por recordarme a mi infancia y en especial a nuestros veranos en Valencia.
Sí, de esta manera comenzó todo. Nuestro amor se inauguró así, con un traspié y un beso. Y a partir de ese momento los dos comenzamos a frecuentar con más asiduidad si cabe la casa de Genlis, y en especial su bello jardín. Recuerdo que cualquier excusa era buena para salir a tomar el fresco: que si el bolero me había sofocado, que si había visto caer una estrella fugaz, que si necesitaba estar unos minutos sola… Una vez en la terraza, me cercioraba de la ausencia de miradas indiscretas y a continuación corría hacia los arbustos, que siempre guardaban para mí el más dulce de los premios: él. Entre el follaje nació nuestro amor y entre éste creció hasta hacerse pasión. Mi amado jardinero tenía apenas un par de años más que yo, pero resultó ser un gran maestro. De sus labios aprendí, por ejemplo, el delicioso significado de muchas bellas palabras relacionadas con el mundo vegetal que madame Boisgeloup usaba con harta frecuencia, pero que tienen en francés otro significado secreto.
— ¿Ves, amor? — me decía por ejemplo Jean–Alex señalando sobre mi cuerpo el lugar adecuado-, déjame besar tu bouton de rose[1]», y ahora tú guía mi mano hasta tu gazon[2] , no, no temas, amor, suave, así, muy suave.
¡Qué deliciosas eran aquellas lecciones de botánica para una muchacha que estaba descubriéndolo todo y qué tiernas las manos de mi maestro! Cada día una lección nueva. ¿Qué hubiera dicho madame Boisgeloup de aquellas clases nuestras? Ella, por un lado, adoraba el mundo vegetal, y por otro tenía por norma instruirme en todo aquello que una muchacha casadera debía saber sobre temas tan íntimos como la «pimosis» del Rey y las veleidades amorosas de María Antonieta. Pero en asuntos de magisterio una cosa es la teoría y otra la práctica, y no estoy tan segura de que mi tutora aprobase mis nuevos conocimientos vegetales…
Ante la duda nada dije a madame, pero seguí aprendiendo jardinería en secreto. Al cabo de unas semanas–y digo bien semanas, porque nuestro amor fue tan intenso como veloz–de suspiros, arrullos y muy botánicas ternuras, Jean–Alex y yo juramos casarnos y amarnos siempre. Él me hizo entrega entonces de una pequeña silhouette[3] de sí mismo en forma de camafeo, tan bella y fiel a su original que yo la colmaba de besos durante las horas de ausencia. Por mi parte, le regalé un guardapelo de nácar con un rizo de mi cabello que él prometió llevar siempre junto a su corazón.
Pasados quince días de infinitas promesas, pensé que era ya momento de desvelar a madame Boisgeloup nuestras intenciones. Me confié a ella y mi tutora, después de soltar tiernas (y muy a la moda) lágrimas de emoción, me dijo que Jean le parecía un partido excelente, inmejorable, por lo que era necesario escribir, sin perder un minuto, a mi padre a Carabanchel para notificarle la buena nueva.
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