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Quedo con el más sincero afecto, querido sobrino, muy vuestro,

LALANNE

Como bien puede verse, toda una carta de amor. Y muy grande debía de ser la confianza que mi padre tenía en los poderes negociadores de su tío Lalanne, porque, menos de dos meses más tarde, el 21 de febrero de 1788, en la iglesia de Saint–Eustache de París, tras las correspondientes amonestaciones, Jean–Jacques y yo nos casamos. Fue una boda discreta y no demasiado alegre. Una muerte repentina en la familia de mi futuro marido aconsejaba recato y yo, que no cesaba de pensar en mi otro Jean, no lamenté este luto inesperado, al contrario. Monsieur Picard, por su parte, estaba desolado porque no le encargamos para la ocasión uno de sus suntuosos vestidos de novia, sino uno con una cola de apenas cuatro varas. En cuanto al velo, contra su mejor opinión, me empeñé en llevar mantilla española, lo que hizo que monsieur, tras la sempiterna sonrisa de su máscara de porcelana, lanzara varios improperios. «¡Mira que querer parecerte a esas horribles vírgenes españolas que aun cuando son alegres parecen dolorosas! — decía-: Trés lugubre, ma chére, de veras estás loca si piensas cubrir tu maravilloso pelo con esos encajes antiguos y apolillados, quelle horreur!». Y luego, mirando a madame Boisgeloup como quien busca un cómplice en su enojo, añadía levantando mucho las manos al estilo de quien implora al cielo: «¡Pero qué sabrá una niña de esta edad sin criterio ni juicio!».

Sí, la mía fue una boda triste. Y no precisamente por esa muerte repentina de alguien a quien jamás conocí pero a quien mucho agradezco me proporcionara la coartada perfecta para mantener durante la ceremonia una cara seria. En cuanto a los invitados, la lista fue también reducida y no estuvieron presentes ni mi padre ni mis hermanos. En cambio, mi madre asistió, y lo hizo aferrada a su pañuelo perfumado en eau de Cologne y llorando a mares, como era de esperar. Aparte del viejo marqués, mi suegro, y de mi madre, María Antonia Galabert, firmaron el registro parroquial «los altos y poderosos señores» Devin de Galante, Alberdi, Charles Gabriel y Jean Rousseau de Thelonne como testigos de Jean–Jacques. Y como testigos míos, además de nuestro «negociador», el tío Lalanne, y de mi muy querida madame Boisgeloup, el señor José Ocáriz, amigo y agente de mi padre al tiempo que cónsul general de España en París. Y para darle un cierto lustre que contrarrestara los distinguidos nombres de mi familia política, también firmó el embajador español en Francia, el entonces conde de Fernán Núñez.

— Sonríe, ma chére–me dijo madame Boisgeloup en un aparte cuando a punto estábamos de despedirnos-. Por muy imposible que te parezca ahora, la vida sentimental y amorosa de las niñas como tú no acaba, sino que empieza el día de su boda. ¡Sonríe!

MI ENTRADA EN SOCIEDAD

Jean–Jacques, futuro marqués de Fontenay, y yo formamos desde el primer día de nuestro enlace lo que comúnmente se llama «una pareja perfecta». Tengo observado que dicha expresión suele utilizarse para describir cualquier cosa salvo lo que verdaderamente debería describir; esto es, en ningún caso se aplica a personas que se compenetran o aman, sino que se refiere a atributos tan ajenos a sus sentimientos como deseables para prosperar en buena sociedad. Jean y yo formábamos una pareja perfecta porque él era consejero del Rey y yo era muy bella. También porque él poseía eso que los ingleses–y en aquella época todo lo inglés hacía furor–llaman social graces. Y dichas «gracias sociales» eran, por ejemplo, ser un gran jugador de cartas. O tener una conversación ingeniosa. O vestir a la última. O poseer dos casas: un hôtel particulier en la Rue Paradis y también una pequeña finca en Fontenay–aux–Roses, a las afueras de París. En aquel crucial año de 1788, el que precedió al inicio de la Revolución, «la ya conocida tendencia natural imperante había puesto de moda–frente a lo francés, que se consideraba recargado y artificioso–todo lo inglés». Eso decía un cronista de la época antes de explayarse en explicar cómo los franceses podían tener contra sus vecinos del norte un cierto resquemor político por viejas y muy reiteradas confrontaciones bélicas. Pero aun así, con la proclividad de esos tiempos a amar todo lo «distinto», «foráneo» e incluso lo antagónico, en los salones elegantes de París se cultivaba la anglomanía. Hacían furor, por ejemplo, los coches ingleses, tan sobrios y ligeros, las carreras de caballos y también los jardines ingleses, que se consideraban «anárquicos» y «salvajes» y, por tanto, mucho más naturales. En cuanto a la moda, a todos nos había dado por usar redingotes, palabra que proviene de la expresión inglesa riding coat. Y dicha prenda podía ser utilizada tanto por hombres como por mujeres y se confeccionaba en distintos colores, a cual más llamativo. Con todo lo dicho, bien puede asegurarse que Francia caminaba hacia uno de los momentos más turbulentos de su historia; pero lo hacía, por un lado, hirviendo en fiestas y extravagancias y, por otro, fingiendo ser «natural» o «silvestre» o «extranjera».

***

Yo, por mi parte, y como he apuntado más arriba, cumplía con dos de los requisitos primordiales para ser la perfecta mitad de una muy buena naranja: tenía una cuantiosa dote y era muy bella. Ahora, con la distancia que otorgan los muchos años transcurridos, no debería darme pudor hablar de mí o de mi belleza. Al fin y al cabo, ya no soy aquella joven que tanta admiración despertó, sino una anciana cargada de años y de kilos. Pero aun así, una cierta prudencia me hace preferir que sean otros quienes hablen de mis atributos. Como lectora de memorias y biografías siempre me ha resultado embarazoso y un tanto ridículo ese orgullo retrospectivo, esa impudicia tardía de la que hacen gala viejas beldades que hablan de sí mismas como si aún lo fueran. No, no seré yo quien caiga en esa tonta inmodestia, de modo que prefiero que sea uno de los muchos cronistas de la época quien hable por mí. Así cuenta, por ejemplo, el barón de Montbreton de Norvins lo ocurrido una noche cualquiera en un salón cualquiera cuando coincidí con la vizcondesa de Noailles, la belleza más célebre del París de entonces:

Es forzoso reconocerlo: la vizcondesa de Noailles, la deliciosa, la encantadora francesa con su cabeza coronada de cabellos dorados, fue destronada instantáneamente por la divina andaluza (¡!) que lucía soberbia cabellera azabache, cuya punta más alta hacía descender, hasta la extremidad de los imperceptibles pies, la escala de perfecciones humanas que el Creador había derramado sobre su cabeza durante una fiesta paradisíaca, a fin de mostrar al mundo el tipo no renovado hasta entonces de la belleza de la madre del género humano…

Salvo la simpática equivocación de convertirme en andaluza–como ya digo, la Francia de entonces adoraba todo lo foráneo, y cuanto más exótico, mejor-, el barón no miente. Mis apariciones en sociedad, potenciadas por el aura de respetabilidad que proporciona un «buen matrimonio», eran muy comentadas. ¿Y qué pensaba yo de mi nueva vida? ¿Me compensaba acaso el brillo social y tanta y tan rendida admiración de otras carencias, de otras soledades y, en último término, de la ausencia de amor? Sería fácil y muy conveniente para lograr la simpatía del lector decir que no. No me costaría nada afirmar en tono apesadumbrado que había en mi vida un vacío, un hueco oscuro que no podían llenar ni la adulación ni el éxito mundano. Sin embargo, sería faltar a la verdad. Primero, porque yo siempre he tenido una capacidad innata para disfrutar de las cosas, aunque éstas no fueran perfectas. Y segundo, porque tal vez Devin de Fontenay no fuera el hombre con quien soñaría una niña de mi edad; pero un marido, pienso yo siguiendo los sabios consejos de madame Boisgeloup, no debe valorarse sólo por lo que es, sino también por lo que significa, y él significaba muchas cosas. Como, por ejemplo, la posibilidad de dejar de ser una niña y jugar por fin y de verdad a ser una gran dama. Y es que, tal como había soñado en mi lejana casa de Carabanchel, a mis catorce años y medio tenía yo una gran casa (dos casas, de hecho) llena de criados, así como mi propia doncella con la que ensayar peinados y trajes. Se llamaba Frenelle, era muy bella y, andando el tiempo, se convertiría en entrañable amiga y compañera de múltiples aventuras. En cuanto a mi matrimonio, éste significaba además poder contar con una holgura económica considerable que me permitía comprar todos los aderezos necesarios para encandilar no sólo a los hombres, sino también a las mujeres, puesto que, digan lo que digan, no hay triunfo tan dulce como comprobar el efecto de nuestras conquistas en ojos rivales. Mi matrimonio significaba, además, entrar en círculos cada vez más selectos de París y ser el centro de atención no sólo de los salones, sino de los muchos pasquines y publicaciones que por aquel entonces se hacían eco de la vida social de la ciudad, como el Journal de Paris. Y por último, pero no por ello menos importante, ser madame Devin de Fontenay significaba ser libre. Libre, sí, para amar a quien yo eligiera con toda la fuerza del amor mundano y también, por qué no, del amor romántico. Y es que así era la moral de aquella época, y no sería, desde luego, la pequeña madame de Fontenay quien iba a cambiarla. Así, vestida con los más hermosos trajes de muselina blancos y sombreros de paja, organizando en nuestra bella casa de Fontenay–aux–Roses las más recordadas fiestas pastoriles, en las que se tomaban dulces helados de leche fresca recién ordeñada; riendo y haciendo reír… de este modo es como recuerdo aquel año anterior a la Revolución. «Quien no vivió antes de 1789 no conoció la dulzura de vivir», leí hace poco que había escrito mi viejo amigo Talleyrand; y no le falta razón: no existió nunca, pienso yo, un tiempo como aquél.