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Si los embustes que Sade gritaba con ayuda de su trompeta–orinal días antes de la toma de la Bastilla contribuyeron decididamente a incrementar la furia popular, yo no lo sé. Lo que sí sé es que la mañana del 14 de julio Bernard–René Jourdan, marqués de Launay, gobernador de la Bastilla, tenía serias razones para estar inquieto. Se pensaba que aquél era el último bastión de la autoridad real que quedaba en París. Y es que, según las noticias que recibía el gobernador, por un lado, el barón de Besenval, responsable del mando militar realista de París, acababa de evacuar prácticamente todo el centro de la ciudad y, por otro, el comandante de Les Invalides había enviado a Launay para que guardara en la Bastilla doscientos cincuenta barriles de pólvora por considerar esa fortaleza «el lugar más seguro».
Este hecho resultaría decisivo. Apenas unas cuantas horas después de que un número indeterminado de civiles, incluidos mujeres y niños, junto con no pocos militares desertores de la Guardia Francesa, comenzaran a reunirse ante las murallas de la prisión, la cabeza ensangrentada de Launay era paseada en una pica por las calles de París entre gritos de júbilo y cantos populares.
Antes de esto, la gente había procedido a liberar a todos los prisioneros que encontraron dentro de la Bastilla. Y «todos» resultaron ser sólo siete. De ellos, uno era un conde encarcelado como Sade a petición de su propia familia por sus actos libertinos; cuatro eran falsificadores, y los dos restantes perturbados mentales: he ahí lo que los ciudadanos de París encontraron realmente tras las murallas de aquel terrible bastión del despotismo real. Aun así, este pequeño detalle de la falta de prisioneros no opacó en absoluto la alegría popular, y lo que faltaba de veracidad lo puso la imaginación: ya que apenas había presos y no se encontraron tampoco las esperadas salas de suplicio ni implemento alguno que pareciera de tortura, los libertadores de la Bastilla procedieron a pasear como «instrumentos de castigo» la rueda dentada de una prensa de aceite y una herrumbrada armadura del siglo XII que adornaba las escaleras.
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Por otro lado, como ya he apuntado en un capítulo anterior, la noche del 14 de julio, y ajeno a la trascendencia de todo lo que acababa de ocurrir, el buen rey Luis en su diario privado y como comentario del día escribió sólo una palabra: rien. Y yo, por mi parte, en mi casa de Fontenay–aux–Roses, a escasas leguas de París, me fui a dormir muy enfadada con mis dos amigos, Félix y Alex, por haber arruinado mi merienda campestre. Era el inicio de la Revolución francesa, pero (casi) nadie se dio cuenta. Y es que entre los revoltosos que tomaron la Bastilla no estaban, desde luego, los nobles que habían decidido afiliarse al Tercer Estado, ni por supuesto Alexandre Lameth ni Félix Lepeletier. Tampoco ninguno de mis dos amigos estaría entre aquellos que ahorcaron a Foullon de Doué, controlador general de finanzas, colgándolo de la lanterne los días siguientes, y sin embargo, lo cierto es que, sin saberlo, tanto Blondinet como Alex, como todos los demás reformistas, acababan de firmar un invisible pacto con los revoltosos. Más tarde se diría que un solo vistazo a la actitud de ese nuevo aliado debería haber bastado a los seguidores de La Fayette, a mis amigos y al resto de los reformistas para darse cuenta de que aquella masa enardecida era algo más que un simple ariete que utilizar a conveniencia contra el poder real y que, tarde o temprano, acabarían reclamando los derechos que creían haber adquirido con su lucha callejera. Sin embargo, en ese momento, los reformistas no veían nada de todo esto y se consideraban vencedores de jornada tan singular.
Por su parte, el Rey, tras la toma de la Bastilla, se vio obligado a colocar a Bailly, el cabecilla del juramento del juego de Pelota, en el cargo de alcalde, y a La Fayette en el de comandante de la Guardia Nacional, un cuerpo que, a partir de ese momento, pasó por cierto a vestir los nuevos colores del pueblo: rojo, blanco y azul. De ahí en adelante, tanto Luis XVI como su familia tuvieron que aceptar además el uso de la escarapela tricolor, símbolo de los nuevos tiempos. El Rey se vio conminado a lucirla en su sombrero en los actos públicos, y María Antonieta, por su parte, en el tocado o en el pecho. Acababa de nacer así una nueva era para Francia y, al menos en apariencia, todo el mundo le daba la bienvenida. Eran días de gran júbilo.
DANZANDO AL BORDE DEL PRECIPICIO
La toma de la Bastilla no impidió, desde luego, que la buena sociedad continuara con sus fiestas. Es cierto que en ellas se hablaba ahora menos de amor y más de fraternidad, menos de placer y más de igualdad, menos de liberalidad y más de libertad, pero aparte de estos detalles, apenas se notaron cambios. Mi marido, Jean Devin de Fontenay, por ejemplo, continuó con su rutina de jugar a las cartas, y yo con la mía de brillar en los salones. Y es que por aquel entonces mis fiestas comenzaron a hacerse famosas en París. No sólo por las personas que a ellas acudían, sino sobre todo por mis cuidadas mises en scéne. La expresión puede ahora parecer frívola y baladí, pero desde luego en aquella época era algo de suma importancia puesto que la Revolución francesa fue, además de todo lo que ya sabemos de ella, un movimiento en el que la estética, la escenificación y, desde luego, la teatralidad jugaban un papel sumamente relevante. Así, hay que decir que, desde los primeros días de su triunfo, se comenzó a cultivar todo lo que tuviera un aire clásico que recordara a la antigua Roma, espejo en el que se miraban los revolucionarios. Entre los oradores en la Asamblea Constituyente, por ejemplo, se estilaba imitar a los tribunos romanos y declamar imitando sus poses, sus expresiones. Incluso muchos de ellos, como Mirabeau, comenzaron a recibir lecciones de actores famosos para dominar mejor la escena. Todos querían emular aquellos viejos y gloriosos tiempos pretéritos que se consideraban el cénit de la civilización y del progreso. Los escultores, por su parte, y también los pintores, como Jacques–Louis David, procuraban imitar la composición y los temas clásicos, como en aquel famoso cuadro, El juramento de los Horacios, que se convirtió en todo un símbolo de los atributos de la nueva era.
Yo, por mi parte, no tardé nada en sumarme a tan bella corriente estética y decidí hacerlo a mi modo. Por eso, a partir del verano de 1789, los invitados a Fontenay–aux–Roses eran recibidos a la entrada de la casa por hermosas muchachas que les entregaban dos rosas rojas (el color de moda) en recuerdo del nombre de la propiedad, y también en recuerdo de la forma en que en Roma se recibía a los vencedores.
Mi marido, que pertenecía aún al Consejo del Rey, aunque éste ya no se reunía, observaba con cierta inquietud las nuevas tendencias estéticas, y no digamos las reformistas. No obstante, como nada hacía presagiar lo que se avecinaba, por esas mismas fechas pidió (y le fue concedido) el título de marqués. Cuando pienso que dicho título–tan deseado por él y también, por qué no decirlo, por mí–nos llegó el mismo año de la toma de la Bastilla, no puedo menos que sonreír, pero era un síntoma más de lo que estaba pasando en Francia. Por un lado, los primeros émigrés o nobles atemorizados por los recientes sucesos comenzaban a huir hacia la frontera y aconsejaban al Rey hacer otro tanto y, por otro, a Fontenay, un típico representante de la adinerada nobleza de segunda fila, se le otorgaba un marquesado.
Poco habríamos de disfrutar de tan antirrevolucionario título, pero, mientras, lo cierto es que yo me dediqué a presumir de él casi tanto como mi esposo. Con dieciséis años todo lo que adorna es bienvenido; además, tener un título entonces no era obstáculo para ser considerado al mismo tiempo reformista. Al contrario, cada vez era mayor el número de nobles que, como ya habían hecho mis amigos Lameth y Lepeletier, se unían al Tercer Estado para apoyar la creación de una futura monarquía constitucional con mi viejo conocido el señor Mirabeau como paladín.