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Sin embargo, antes de hablar de este gran hombre y de sus frecuentes visitas a Fontenay–aux–Roses, me gustaría consignar un hecho importante en mi vida: el nacimiento de mi hijo Théodore, dos meses antes de la toma de la Bastilla. Por aquel entonces, los pasquines que se dedicaban a vilipendiar a María Antonieta se ocupaban también con frecuencia de mi humilde persona, y uno de ellos se hizo eco de dos rumores que corrían por ahí. Uno de ellos afirmaba que Fontenay no podía ser el padre de la criatura; el otro, que yo no prestaba atención alguna al recién nacido.
A esto he de decir que el primero de los rumores es completamente falso; el segundo, en cambio, me temo que es cierto. En cuanto a la primera acusación diré que ahora que han pasado casi cincuenta años y que vivimos tiempos más avanzados, la gente se sorprende cuando se le cuenta que las mujeres de finales del siglo XVIII no teníamos demasiada dificultad en evitar embarazos no deseados. Existían, naturalmente y tal como han existido siempre, hombres, y sobre todo mujeres, hábiles en practicar lo que antaño se llamaba «una limpieza». Me refiero a parteros y comadronas que lograban pingües beneficios extra librando a las poco precavidas muchachas de aquello que les resultaba un estorbo. Pero existían, además, métodos muy eficaces para evitar llegar a tan penosa situación. A precio más que razonable se vendían en las boticas del Palais Royal, por ejemplo, distintos preparados tanto preventivos como abortivos. Eran estos últimos unos bebedizos repugnantes que debían ser ingeridos no más tarde de veinticuatro horas después de l'act d'amour provocando una colosal turbulencia interior; pero de su eficacia no puedo dar fe porque tuve la fortuna de no necesitar de ellos. De los primeros en cambio sí puedo hablar, y antes que nada he de decir que su composición y forma de aplicarse eran temas habituales de conversación entre nosotras, las damas, cuando los caballeros estaban ausentes.
Bien conocidas por sus beneficiosos efectos eran, por ejemplo, las irrigaciones (siempre antes de l'act passionnel, naturellement) a base de vinagre de sidra o de jerez. Algunas damas aconsejaban el uso de preparados de limón mezclado con telaraña, o–más inmundamente aún–los de limón y vinagre mezclados con excremento de paloma, que tenían fama de ser infalibles. Yo, por mi parte, prefería el uso del vinagre de mi patria, pero debo decir que tuve suerte de contar con una protección adicional, proporcionada por mis partenaires, puesto que, tanto Félix Lepeletier como Lameth, eran fieles admiradores de ese famoso libertino conocido como Giacomo Casanova y utilizaban su «método». Y es que por aquel entonces se hablaba mucho de cierto artilugio usado por tan gran conquistador de damas y que había sido pergeñado por un higienista inglés de nombre Mr. Condom. Lo cierto es que yo, la primera vez que tuve que vérmelas cara a cara con aquel «método», no pude evitar un estremecimiento. Y es que éste consistía en que, en plena euforia, mi buen Blondinet o mi bello Alex debían detener l'act passionnel para colocarse una funda o vaina.
El espectáculo en sí era ya muy poco galante por lo difícil que resultaba ajustar a su membre viril aquel artilugio semitransparente, de textura gomosa y del color de la orina. Pero lo peor fue cuando me enteré por Blondinet de que dicha vaina estaba confeccionada con tripa de gato. «Vraiment! — le dije a Alex la segunda vez que intentó calzarse aquello mientras yo miraba al techo y contaba ovejitas-. ¡No me caen muy simpáticos ni tu ídolo el señor Casanova ni ese inglés, mister Condom! ¡C'est dégueulasse vuestro método!». Sí, en verdad era bastante repugnante aquello, sin embargo, Alex, que siempre estaba en competición con Blondinet para ser quien más me complaciera en todos los terrenos, me maravilló un día con una mejora sustancial en materia de vainas.
— ¿Ves? — dijo, enseñándome una cajita de metal bellamente labrada-. Éstos no son como los demás «artilugios».
Sacó entonces un monsieur condom de su cajita y lo puso en mi mano. Di un respingo, naturalmente, pero al punto noté que aquello tenía otra textura. Parecía menos rígido que los que usaba Blondinet, y de un color más claro.
— ¿Es un nuevo invento? — pregunté-. ¿Ya no tendrás que luchar tanto por enfundarte esta vaina? ¡Espero que hayan descubierto algún material más noble con que confeccionarlos que la tripa de gato!
Alex rió, tenía una risa deliciosa que siempre me hacía sentir la necesidad de besarle la nariz.
— Me temo–dijo–que la materia prima es la misma, querida mía, y la dificultad de colocación similar, pero estos «artilugios» tienen, al menos, un toque francés.
Entonces me explicó que el práctico invento de Mr. Condom que tanto había ayudado a popularizar el señor Casanova había sido mejorado sensiblemente por otro gran artista, monsieur Fargeon, maestro perfumero famoso por ser el proveedor de María Antonieta (de perfumes, se entiende). Por lo visto, tan gran artista había decidido aromatizar los «artilugios» con eau de citron, lo que les daba no sólo un perfume agradable, sino, lo que era aún más conveniente, una suavidad tanto más soportable para las damas.
— Ahora sólo me queda una duda–le dije a Alex-. ¿Esta funda de gato es de un solo uso, tesoro? Por lo que más quieras, júrame que sí.
Si he relatado estos detalles íntimos de mi vida no es, lo aseguro, por un malsano afán exhibicionista o impúdico. Me mueve tan sólo el deseo de contar una parte importante de la vida de las mujeres de entonces que rara vez sale a la luz. Temo por un momento que mi hija María Luisa, que es quien me ha empujado a escribir estas memorias, decida omitir las anteriores líneas para una eventual publicación una vez que yo haya muerto, pero aun así no seré yo quien se autocensure. Quede ahí pues mi testimonio; bien sabe Dios que cosas aún más indiscretas contaré más adelante. Aunque, al no ser de carácter moral o sexual, posiblemente pasen con más holgura por las horcas caudinas de la censura filial, siempre tan severa.
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Sin embargo, no es de mi hija María Luisa, la menor de mis diez hijos, de quien toca hablar ahora, sino de Théodore, el mayor. Y si he contado con tanto detalle los métodos anticonceptivos que usábamos entonces es para afirmar con rotundidad que mon petit Théodore, nacido en 1789, era hijo de su legítimo padre. Jean–Jacques Devin de Fontenay, mi marido, a pesar de sus cada vez más largas partidas de cartas y de sus injustificadas ausencias de casa, seguía, por el momento, cumpliendo con sus deberes maritales. Tal vez no con la frecuencia de los primeros meses y, desde luego, no con gran entusiasmo, puesto que tenía otros lechos que le resultaban más acogedores que el mío, pero sí con cierta regularidad. Era hombre metódico hasta para eso, y nuestra nuit d'amour era los miércoles, la víspera del día en que se recibía en casa. Así, la poca pasión que sentíamos el uno por el otro quedaba compensada con alguna visita extramatrimonial del día siguiente.
Había, sin embargo, además de la habladuría infundada de que Théodore no era hijo de Jean–Jacques, otro rumor sobre mi persona que corría por ahí y que ya he apuntando someramente más arriba. Me refiero a mi indiferencia respecto del niño. Mucho me temo que, al contrario que el primero, éste sí esté fundado, y ahora que se acerca mi muerte y con ella el momento de dar cuenta de mis actos al Todopoderoso, los remordimientos no faltan. Valga pues esta confesión pública que me dispongo a hacer a modo de expiación de un pecado que, hasta mucho más adelante, jamás turbó mi sueño. Me gustaría añadir, sin embargo, que, salvo para las lenguas de doble filo, es posible que incluso a los ojos de algunos testigos más benévolos yo pasara entonces por ser una madre joven y charmante. Al fin y al cabo, cumplí, por ejemplo, más que con creces con esa sagrada tarea que la naturaleza impone a toda madre: amamanté a mi hijo y lo hice durante nada menos que siete meses.