Este pequeño discurso mío estaba medido pulgada a pulgada. Yo no solía intercambiar con mi señor marido más palabras que las imprescindibles, de modo que sólo tenía una idea somera de cuál era su opinión sobre el momento político. Pero poner en labios de mi esposo cierta inquietud por la situación del país me permitía, por un lado, saber exactamente qué estaba pasando, y, por otro, cultivar una cierta aureola de dama á la page interesada por asuntos políticos y afín a los nuevos aires de igualdad. Además, el hecho de haber formulado la pregunta en el salón de casa, delante de mis invitados y durante una de mis cada vez más concurridas veladas, daba la posibilidad a monsieur de Mirabeau de lucirse ante tan selecto público desplegando todas sus artes aprendidas en el teatro, algo que a él siempre le proporcionó gran placer. Agradar a los invitados es sin duda la mejor garantía de que vuelvan, y ya saben ustedes lo útil que es el halago para una buena anfitriona. En cuanto a lo que a mí respecta, el que nuestra casa sirviera de lugar de reunión de todos los talentos emergentes de la época era mi más deseado objetivo.
— ¿Verdad, monsieur–dije bajando los ojos con la modestia que tanto place a los hombres-, que muy pronto se tranquilizará la situación puesto que Francia ha logrado, con la caída de la Bastilla, una gran e histórica victoria sobre el despotismo?
Mirabeau echó hacia atrás su formidable cabeza, esa que muchos comparaban con la del Sansón de la Biblia, y comenzó a hablar.
— Naturalmente, querida niña, y tened por seguro que los disturbios acabarán muy pronto. Al fin y al cabo, todo lo que buscábamos con ellos ya se ha conseguido: la Asamblea Nacional está elaborando ahora la nueva Constitución, el Rey lleva la escarapela tricolor, por toda Francia se están construyendo municipalidades del pueblo, y el pasado 4 de agosto se abolieron por fin los últimos y tan denostados vestigios del feudalismo, así como muchos derechos de los nobles. Por otro lado, el 26 de agosto, es decir, la semana próxima, pensamos alcanzar un nuevo logro trascendentaclass="underline" la proclamación oficial de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Vuestro marido, madame, es un perfecto necio si no se da cuenta de que todo está bajo control.
El resto de los presentes estalló en un cerrado aplauso. Y casi quien más aplaudía era La Fayette. Estaba espléndido esa noche ataviado con su nuevo y revolucionario uniforme. Mi amiga madame de Staël era de la opinión de que un hombre pelirrojo como él no podía llegar nunca a ser realmente apuesto, pero yo no estaba de acuerdo en absoluto. Además, La Fayette, al menos por aquel entonces, no se había sumado aún a la nueva moda de ir sin peluca y llevaba la suya corta, blanca y muy bellamente empolvada. Vestía por lo demás calzón blanco, botas negras hasta por encima de la rodilla y magnífica casaca azul con vueltas en blanco. En el sombrero, como todos por aquellos días, lucía orgulloso la escarapela tricolor.
— Juro que nunca hasta ahora–dijo aquella perfección de hombre–pueblo alguno ha logrado de forma tan poco violenta cambiar tantas cosas en tan poco tiempo. Juro que la historia recordará siempre este año de 1789 como el alumbrar de una nueva era, juro que…
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En aquella época, y para completar la estética romana clásica de la que he hablado antes, era de muy buen tono jurar. A cada rato se juraban cosas: fidelidad a la Asamblea, lealtad a los principios, amor a la naturaleza, al cosmos y, sobre todo, fidelidad a la diosa Razón, esa que tanto veneraron Voltaire y Rousseau. También se juraba, y valga el dato, fidelidad a aquello que uno estaba a punto de traicionar, tal como haría, por ejemplo, su eminencia el obispo de Autun, muy pronto convertido en «ciudadano Talleyrand», cuyo curioso caso me apresuro a contar.
Y es que tenía razón La Fayette. El año de 1789 veía alumbrar una nueva era. A todos los cambios antes señalados, súmese además la marcha de los parisinos hambrientos sobre Versalles, que tuvo como consecuencia que el Rey abandonara su emblemático palacio y viniera a vivir a París. También las insurrecciones campesinas, la escasez y las crecientes y enormes dificultades por las que atravesaba el país y que amenazaban con un colapso económico. Y por fin súmese el contraste entre dichas dificultades y la euforia de tantos que creían estar cambiando Francia y por extensión a la humanidad en su conjunto. Fue tal vez la mezcla de euforia con las dificultades que acechaban la que propició que Talleyrand, una mañana de octubre de 1789, sorprendiera a propios y a extraños con una revolucionaria idea expuesta en el curso de un debate sobre la situación financiera. Vestido de seglar y con sólo una elegante y sobria cruz que denotaba su condición de prelado, el gran hombre anunció de pronto que la solución a la situación económica del país era muy sencilla y que estaba al alcance de la mano. Se trataba de hacer uso de una fuente de recursos inmensos, de una riqueza increíble: aquella que dormía en las incontables propiedades de la Iglesia. Con un aire de despreocupada indiferencia que hizo correr un sudor frío por la espalda de la mayoría de sus colegas prelados, Talleyrand sonrió antes de afirmar que «una vez recuperada para la nación tanta y tan baldía riqueza, podría ésta ser usada para paliar las grandes necesidades de nuestra patria». «Además–añadió-, es evidente que el clero no es propietario de aquello que tiene, puesto que lo que posee le ha sido dado, no para su beneficio personal, sino para el ejercicio de su cometido o función».
Así fue cómo activos por un valor de cuatrocientos millones de libras fueron incautados y puestos a disposición del Estado el 2 de noviembre. Una verdadera jugada maestra y–como decía el elegante obispo de Autun–muy sencilla de llevar a cabo. Sin embargo, y lamentablemente, tal como habría de ocurrir con la también esperanzadora supresión de los derechos feudales, la venta de las propiedades eclesiásticas no favoreció a los pobres, sino que vino únicamente a reforzar la preponderancia de las clases ya pudientes.
Febrero del año 1790, por su parte, vería además la abolición de todas las órdenes religiosas y la reorganización del resto del clero, que, a partir del mes de julio, pasaba a regirse a través de un nuevo sistema: obispos y párrocos debían ser elegidos como otros funcionarios públicos. De este modo, la Iglesia de Francia, la fille aînée de l'Église, se convirtió de la noche a la mañana en Iglesia nacional, desligándose de la autoridad del Papa. Todos los curas, a partir de ese momento, debían jurar lealtad a la llamada Constitución Civil del Clero, pero, a pesar de que la medida fue bien recibida en principio, sólo siete obispos, entre los que naturalmente se encontraba Talleyrand, se prestaron a dicho juramento. Nacían así dos tipos de curas: los constitucionales por un lado, y los refractarios o no jurados, que deseaban permanecer fieles a Roma, por otro. Lamentablemente, Francia, a pesar de los vientos revolucionarios, seguía siendo muy católica y muchos no entendieron la medida de Talleyrand, quien, dicho sea de paso, continuaba oficiando misa y bendiciendo a los fieles, pero ataviado ahora con albas tricolores blancas, rojas y azules confeccionadas, por cierto, en uno de los talleres de sastrería más selectos de todo París.
Han pasado desde este hecho que narro muchos años y, visto con la perspectiva que dan el tiempo y la vejez, puedo afirmar que tal vez fuera generosa e incluso cristiana en el más liberal sentido de la palabra su idea de incautar los bienes de la Iglesia y convertir a los sacerdotes en funcionarios, pero, como se verá más adelante, ambas decisiones tendrían graves consecuencias sociales en la Francia revolucionaria.
LE CIEL EST ARISTOCRATIQUE
Muchos autores, tan sesudos ellos, desdeñan hablar en sus libros de modas, peinados u otras fruslerías que consideran frívolas o demasiado «mujeriles». Yo, por mi parte, siempre he reivindicado la frivolidad, que me parece el mejor antídoto contra los rigores y desdichas de este valle de lágrimas; y, en cuanto a lo mujeril, qué quieren que les diga, soy mujer y me encanta serlo. Por eso, si unas páginas más atrás, al hablar de la toma de la Bastilla lo hice valiéndome del orinal del marqués de Sade, ahora, para narrar los muy serios acontecimientos posteriores a la toma de la prisión me dispongo a disertar sobre pelucas y libreas. Y es que, como se verá muy pronto, ambas prendas simbolizaban algo muy denostado y también contrario a los nuevos e imperantes aires de renovación; representaban los modos y modas del Ancien Régime, cuya ostentación e hipocresía decadente todo el mundo estaba de acuerdo en enterrar.