I
QUIEN NO VIVIÓ ESA ÉPOCA NO CONOCE LA DULZURA DE VIVIR
MI NACIMIENTO Y MIS PRIMEROS AÑOS
Mienten quienes dicen que yo vine al mundo justo a tiempo para desdecir una calumnia. Ha habido quien, para dar un antecedente familiar a mis futuras correrías amorosas, contó que yo había nacido a los nueve meses menos diez días exactos después del matrimonio de mis padres, celebrado en secreto. Y casarse en secreto, para la mentalidad de aquellos tiempos, equivalía a fugarse juntos, a caer, por tanto, en desgracia, aunque se santificara luego tan dulce pecado con un apresurado paso por la vicaría. En efecto, hubiera quedado bien y adornaría mucho mi historia decir que mi nacimiento fue así. Pero yo me he propuesto contar la verdad en todo momento, de modo que no tendré más remedio que contradecir a los cronistas más sentimentales. Es cierto, sí, que mis padres se casaron en secreto cuando mamá era aún una niña, pero aquello sucedió unos cuantos años antes de que yo viniera al mundo, pues incluso tengo dos hermanos mayores. Sea como fuere, lo que sí es verdad es que mis padres se conocieron de una forma novelesca. Papá, que había nacido en Bayona en una familia de comerciantes, tuvo serias desavenencias con su padre y éste decidió un día mandarlo a Valencia, a casa de don Antonio Galabert, uno de sus corresponsales, para que se abriera camino en la vida. Galabert lo acogió como a un hijo y mi padre–esto dicho de acuerdo con la estricta moral de entonces–se lo «agradeció» enamorando a su hija, es decir, a mi madre.
Cuentan que una noche mi abuela Galabert, que estaba desvelada, oyó unos pasos furtivos que la alarmaron. Avisado mi abuelo, éste se presentó en el descansillo justo a tiempo para sorprender a mi padre con los zapatos en la mano saliendo de la habitación de mamá. La situación era tan evidente que no admitía muchas interpretaciones, pero aun así mi padre explicó, con gran aplomo, que, pese a la juventud de ambos –él tenía apenas dieciocho años y mi madre catorce-, ya estaban casados. Para probarlo, enseñó allí mismo (con mano un tanto temblorosa, todo hay que decirlo) un documento que certificaba que por lo menos no existía deshonra para el buen señor Galabert. Acto seguido, la familia decidió que, para acallar las lenguas de muchos filos que tanto abundan en todas las ciudades, sean grandes o pequeñas, lo mejor era poner tierra de por medio y enviar al jovencísimo matrimonio lejos de Valencia, a Carabanchel de Arriba, donde el abuelo paterno de mi madre tenía una fábrica de jabones. «Que se lave así–cuentan que dijo el señor Galabert con un muy poco original sentido del humor–esta mancha familiar». Y de este modo, al día siguiente, mis padres partieron rumbo a su nueva vida.
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Estos pequeños detalles galantes son los que configuran mi prehistoria; pero hay otros igualmente curiosos que tienen que ver con el temperamento de mi padre en sus años mozos y que ya hacían presagiar su espíritu inquieto y emprendedor, anticipando, además, lo mucho que lograría medrar en la vida. Podría yo contar muchas cosas al respecto, pero prefiero que lo haga un cronista de excepción, nada menos que don Gaspar Melchor de Jovellanos, que más tarde se convertiría en amigo y defensor de mi padre en tiempos difíciles. Don Gaspar narra así el motivo por el que papá abandonó Bayona y fue a Valencia:
Francisco Cabarrús estudió en el colegio de los padres del Oratorio en Bayona con gran aprovechamiento en las humanidades y descubrió gran talento para la elocuencia y la poesía. Ya a los diecisiete años aspiraba al uso de la libertad que no podía lograr de la autoridad de su padre. Cierto día deseó que un amigo suyo en cuya tertulia estaba se quedara a cenar, y aunque Francisco lo solicitó, con importunidad de su padre, por recados y personalmente, no pudo conseguirlo. Esta injusta dureza exasperó notablemente el ardiente espíritu de Cabarrús, y desde entonces resolvió tomar para sí la libertad que la sinrazón le negaba: iba a las tertulias liberales, al teatro, entraba y salía cuando le parecía, y esta conducta indómita que su padre no se atrevía a reprimir obligó a mandarle lejos, concretamente a Valencia.
Con el correr de los años, Jovellanos llegaría a ser ministro de Gracia y Justicia de Su Majestad Carlos IV, y mi padre, el del ardiente espíritu, sería uno de los fundadores del Banco de San Carlos, más tarde llamado Banco de España. Sin embargo, en el año de gracia de 1773, cuando yo nací, la vida de ambos estaba aún en sus albores. Jovellanos era poco más que un joven que soñaba abrirse camino en el mundo de las letras y que acababa de componer una obra dramática llamada, fíjense qué profético, El delincuente honrado. Mi padre, por su parte, estaba aún muy lejos de ser consejero de Carlos IV o de trenzar amistad con personajes tan importantes como Olavide, el conde de Aranda o el mismísimo Godoy, futuro Príncipe de la Paz, con los que intimaría (otros dicen conspiraría) corriendo el tiempo. Por aquel entonces, Francisco Cabarrús era apenas un muchacho francés simpático e infatigable que dirigía una fábrica de jabón, ni siquiera en la Villa y Corte, sino en el pequeño pueblo vecino de Carabanchel.
Aun así, desde el momento en que mis hermanos y yo vinimos al mundo, y como si estuviera convencido de que el destino de los Cabarrús era medrar y subir muy rápido por la siempre resbaladiza escala social, mi padre se empeñó en procurarnos la más esmerada educación. Mis hermanos y yo contábamos, por ejemplo, con un preceptor musical que nos introdujo en los secretos de la guitarra y del clave. También con una Mademoiselle que nos hablaba sólo en francés. Pero, sobre todo, teníamos distintos profesores que nos ilustraban en diversas áreas del saber: en la historia, en las matemáticas, en otras lenguas como el latín y el italiano. Sí, fuimos instruidos en todas las disciplinas que, según mi padre, conformaban un ser armónico; en todas salvo en religión. Y es que hay que decir que papá era librepensador; ferviente admirador, además, de la recién proclamada independencia de los Estados Unidos, amén de lector de Voltaire y de Rousseau y, por consiguiente, gran devoto de esa diosa pagana de nuestro siglo, la diosa Razón. «Todo un masón», secreteaba la gente a sus espaldas en mi infancia, pero en aquel entonces yo ignoraba lo que podía significar tal palabra y por qué debía ser pronunciada en voz baja.
Sea como fuere, mis primeros años transcurrieron plácidos, sin saber cómo se fraguaba la azarosa–y hay quien dice también oscura–gran fortuna de don Francisco de Cabarrús. Si en 1782, con la anuencia de nuevos e importantes amigos como el conde de Floridablanca, mi padre intervino en la creación del llamado Banco de San Carlos, yo desde luego nada supe. Si dicha idea fue en su momento tan avanzada y revolucionaria que el mismísimo Mirabeau en Francia mandaría escribir largos tratados tachándolo de aventurero y de economista visionario, no pude saberlo, pues a mis nueve o diez años sólo me interesaba jugar a los disfraces y fantasear mirándome en los espejos. Y si la creación del Banco de San Carlos supuso para España un cambio sustancial en su economía al permitir «satisfacer, anticipar y reducir a dinero efectivo todas las letras de cambio, vales de tesorería y pagarés que voluntariamente se llevasen a él», según rezan los libros de historia, tampoco nada supe ni me interesó. Lo único que sabía por aquel entonces era que mi familia se había ido mudando de una casa a otra, cada vez más grande, cada vez con jardines más hermosos. Sabía también que los trajes de mi madre, a la que recuerdo bella pero excesivamente melancólica, eran cada año más complicados, y sus pelucas, traídas de Francia, tan estrafalarias que una de ellas, por ejemplo, tenía entretejido el pelo postizo de tal modo que formaba un gran velero con las velas desplegadas. «Un día no muy lejano, niña, cuando seas mayor y siguiendo la moda de Versalles–me dijo en una ocasión Mademoiselle-, también tú podrás lucir pelucas tan grandes y tan bellas. Casi tan altas como las que usa la autrichienne».