— Entonces, ¿es verdad, don Leandro, eso que cuentan de que la Reina dijo un día que si los pobres no tenían pan que comieran brioches?
— La Reina es muy frívola, Teresita, gasta fortunas en los tapetes de juego y en construir palacetes, por eso es tan odiada; pero no es cierto que haya dicho tal cosa. Cuando llegues a París, comprobarás que en cada esquina de la ciudad se venden libelos contra María Antonieta; la acusan de espía austríaca, de adúltera, de cosas aún más terribles; pero demos al césar sólo lo que es del césar. Yo, que adoro la Historia, la de nuestro país y también la de Francia, puedo asegurarte que esa frase hace más de cien años que corre por los mentideros. Se le atribuyó por primera vez a María Teresa de Austria, esposa de Luis XIV, y se le ha atribuido luego a otras princesas extranjeras a lo largo de este siglo. No es fácil ser mujer y extranjera en los inciertos tiempos que vivimos; ya lo verás, niña.
Tomé buena nota de las palabras del señor Moratín. Al fin y al cabo también yo me disponía a ser mujer y extranjera en París, al menos durante un tiempo. Pero al mismo tiempo me prometí que en cuanto llegase a esa ciudad convencería a mi madre para que fuéramos un día a Versalles. Necesitaba ver, aunque fuese de lejos, cómo era esa sociedad frívola y confiada cuyos miembros, según don Leandro, estaban cavando su propia tumba y hundiéndose entre grandes fiestas y dispendios, pero vestidos de campesinos. Qué extraño es el mundo de los mayores, me decía. ¿Era posible que personas adultas y tan importantes jugaran como yo a disfrazarse, a fingir otras vidas? Sería curioso saber qué iba a encontrarme en aquella ciudad con la que tanto había soñado en mi ya lejana casa de Carabanchel.
UNA DECISIÓN IMPORTANTE
La casa en la que teníamos pensado alojarnos en París pertenecía a madame Boisgeloup, viuda reciente de un antiguo socio de mi padre. Poco tardaría yo en descubrir que aquel viaje familiar, que imaginaba como un interesante y corto paseo junto a mi madre y el señor Moratín para que conociera la ciudad, ocultaba un secreto propósito. Sin embargo, al principio de nuestra estancia nada me hizo sospechar que lo hubiera. Durante las primeras semanas, los tres, acompañados por la dueña de la casa, nos dedicamos a visitar los monumentos más famosos y los parques más bellos de la ciudad. Fue pasados unos veinte días y sin previo aviso cuando mamá anunció un inminente regreso a Carabanchel.
— Pero ¿por qué? — porfiaba yo-. Nos queda tanto por ver. No hemos visitado aún los alrededores de Versalles, tampoco el famoso Palais Royal, en donde, según me ha contado el señor Moratín, puede uno encontrar desde artistas de circo a cortesanas o actores. ¡Yo no quiero volver todavía a Madrid!
— Y no volverás, niña–repuso mi madre, siempre aferrada a su pañuelo empapado en eau de Cologne-. Bien sabe Dios que no me gusta esta ciudad. Hace un calor pegajoso, del río viene una brisa húmeda y los árboles huelen a cualquier cosa excepto a azahar, como en mi querida Valencia natal. Tampoco me gustan los franceses, ni su comida, ni sus aires de superioridad y su condescendencia para con los extranjeros. Pero por tus venas corre su misma sangre, hija mía: tú eres una de ellos.
Entonces fue cuando supe de labios de mi madre que aquel viaje, lejos de ser de placer, tenía como oculta misión dejarme allí, sola, para terminar mi formación y «pescar» marido. «Pescar»: ésa fue la palabra que utilizó.
— Porque ya vas teniendo edad de pensar en el futuro, niña, y tu padre, que tanto te quiere, cree que sería conveniente para él y también para toda la familia que matrimonies bien. ¡Al fin y al cabo los Cabarrús ya empezamos a ser alguien en la corte de Madrid!
— Entonces, ¿por qué no me puedo casar allá? — exclamé mientras las lágrimas comenzaban a rodar por mis mejillas.
Yo nunca he sido de llanto fácil, aunque en mi nueva vida pronto aprendería a fingirlo muy bellamente porque así lo requería esa actitud «romántica» tan de moda de la que hablaba el señor Moratín. Sin embargo, en aquella ocasión mis lágrimas no podían ser más reales. No volver a mi amada casa de Carabanchel ni ver a mis hermanos, tampoco a papá ni a Mademoiselle… Casarme con alguien que fuera «conveniente», eso había dicho mi madre. ¿Acaso papá y ella se habían casado por «conveniencia»? ¿Acaso el hecho de que la familia Cabarrús comenzara a ser rica e importante significaba que yo era para mi padre otra pieza con la que comerciar, con la que conseguir aún más dinero? Miré a don Leandro. Él había presenciado toda la escena, evitando mi mirada. Yo no podía saberlo entonces, pero ahora pienso que al verme arrasada en lágrimas posiblemente recordase su triste historia de amores contrariados con Sabina Conti, su amada y, andando el tiempo, inspiradora de El sí de las niñas.
Y ahora era yo la que debía decir «sí». Sí a quedarme sola, sin familia ni amigos, en aquella oscura casa de una oscura viuda de nombre Boisgeloup. Sí también a una nueva vida desconocida en la que me esperaban, con toda seguridad, otras muchas obligaciones propias de las niñas complacientes y casaderas. Sí por tanto a aprender latín, amén de un poco de literatura y de filosofía, puesto que todas esas disciplinas estaban de moda en París y eran necesarias para mantener una conversación mundana. Además debería aprender algo más de música y, supuestamente, perfeccionar mi francés… Debo decir, ahora que menciono esto, que yo hablaba dicha lengua con total soltura desde niña y sin el menor rastro de acento gracias al buen hacer de Mademoiselle. Aun así, muchos coinciden en apuntar que nunca perdí la entonación española y un delicioso deje madrileño. Falso. No pude perderlo puesto que nunca lo tuve; pero lo cierto es que, ese día en que mi madre me descubrió sus intenciones, decidí impostarlo de ahí en adelante. ¿No estaba acaso en la ciudad de los disfraces y de las mascaradas? ¿En la de las mentiras y los fingimientos? Muy bien: un cierto aire foráneo y racial me pareció una coquetería más que añadir a mi personalidad.
Era yo entonces una niña, pero aparentaba más edad de la que figuraba en mi fe de bautismo. De hecho, un par de años más tarde, a los catorce y medio, cuando me casé, tenía la misma estatura que de adulta. Aún conservo el pasaporte francés que me hicieron con ocasión de mi viaje de bodas y, como en él aparece una descripción muy detallada de la viajera, lo reproduzco aquí para que el curioso lector se haga idea de mi aspecto:
Estatura, cinco pies cuatro pulgadas; cabello rizado y abundante de un castaño oscuro, ojos del mismo color grandes y expresivos, rostro blanco y bello, cejas arqueadas, frente bien hecha, nariz regular, boca generosa, barba redonda…
Tal vez cuando mi madre me dejó en París a mi suerte y en casa de la viuda Boisgeloup mi estatura fuera ligeramente inferior, pero creo que el resto de la descripción responde bien a mi aspecto de entonces.
***
Así, a pesar de todas mis súplicas, una mañana lluviosa vi partir a mi madre camino de España. Iba con ella el señor Moratín. Muy flaco, serio y con grandes ojeras, hacía varias noches que yo le oía salir de casa con sigilo cuando todos dormían. ¿Adónde iría? Tal vez a visitar alguno de aquellos cafés cercanos al Sena en los que, según dicen, se reúnen los literatos. O tal vez no. Tal vez fuera al Palais Royal, una propiedad del duque de Orléans llena de cafés y tiendas de la que todo el mundo hablaba en París y por la que, según parece, a ciertas horas paseaban las damas de la corte y, a otras (y por el mismo lugar), las prostitutas. Me entristeció verle partir; sin duda iba a echar mucho de menos su sabiduría y, en especial, sus comentarios sobre el carácter y el comportamiento de los seres humanos.