Por si fueran pocas equivocaciones las que vengo de narrar, al ser contrariada en mis deseos, me dediqué a dar fiestas cada vez más sonadas tanto en el palacio de Luxemburgo como en La Chaumiére mientras el pueblo pasaba hambre. ¿Pero no era cierto–me decía yo–que apenas un par de años atrás, en Burdeos, la situación era mucho peor, con cientos de personas que morían cada día y sin embargo a nadie le parecía mal que me paseara semidesnuda para admiración de todos? ¿Y qué decir luego, en París, cuando una vez convertida en Nuestra Señora de Thermidor mis labores de buen socorro las realizaba disfrazada de Diana cazadora? Yo era rica y bella, era la amante oficial de los hombres más poderosos en cada momento, y la gente hasta ahora siempre me había perdonado mis excentricidades.
Sin embargo, los vientos de la Historia habían rolado de nuevo, y esta vez Teresa Cabarrús no supo intuir por dónde soplaban.
DOS MUJERES, DOS DESTINOS
Con los años, parece claro que la que sí comprendió a tiempo que los vientos rolaban y logró acertar con el rumbo adecuado fue Rose de Beauharnais. Vale la pena recordar que, viuda desde 1794, Rose tenía a su cargo dos hijos adolescentes, Eugéne y Hortense, y que, debido a que al salir de prisión su economía distaba mucho de ser boyante, siempre supo utilizar muy bien sus encantos para encontrar algún «patronazgo». Durante un tiempo éste se lo brindó Barras, como ya hemos visto, pero al consolidarse su relación conmigo, Josefina decidió que era hora de buscar apoyo en otra parte. Son muchos los que afirman que Barras empujó a Josefina en brazos de Napoleón, y que lo hizo no sólo para librarse de la siempre latosa presencia de una antigua amante, sino también para controlar a través de ella a Bonaparte. Yo, sin embargo, no creo que así fuera. Es cierto que una jugada de esta naturaleza encaja bien con la mentalidad sin escrúpulos de Barras, pero también es cierto que Josefina, a falta de una gran inteligencia, tenía dos admirables cualidades que mucho ayudan a triunfar en la vida: desconocía la envidia (y así lo atestigua su larga amistad conmigo) y contaba con eso que despectivamente llaman algunos «instinto femenino» y que no es otra cosa que una gran intuición y una no menos grande astucia. De ahí que supiera muy bien lo que estaba haciendo cuando escribió a Napoleón las siguientes líneas el 6 de Brumaire, o lo que es lo mismo, el 28 de octubre de 1795.
No venís ya más a ver a una amiga que os ama, la habéis completamente abandonado; os equivocáis muy de veras porque ella os tiene verdadero aprecio. Venid mañana sábado a almorzar conmigo. Necesito veros y hablar con vos sobre vuestros intereses.
Buenas noches, amigo mío, un beso,
VIUDA BEAUHARNAIS
A pesar de que se conservan multitud de cartas de Napoleón a Josefina, la que acabo de reproducir es una de las pocas que se conocen de ella a él. Como es bien sabido, la correspondencia de Bonaparte a Rose de Beauharnais se mantuvo hasta después de su divorcio y es un testimonio único para conocer el lado humano y a la vez más sorprendente de su autor. Y quien se entretenga en estudiarla descubrirá cómo en las cartas primeras, esto es, las que enviaba a su amada al comienzo de la relación, Napoleón no sólo está rendidamente enamorado de Josefina, sino que se muestra como el elemento débil de los dos, llegando incluso a disculpar que ella tuviera otros amantes. Para muestra de lo que digo valgan las líneas enviadas al poco tiempo de casados, cuando Napoleón estaba en Italia:
… tú tenías que partir el 5 de Prairial y, tonto de mí, yo te esperaba el 13. ¡Como si una mujer hermosa como tú pudiera abandonar sus costumbres, sus amigos, su madame Tallien y una cena con Barras y un estreno teatral! Tú amas a todos más que a tu marido, no sientes por él más que un poco de estima. Todos los días pensando en tus errores, tus faltas, me golpeo el costado para no amarte, pero he aquí que te amo más si cabe. En fin, mi incomparable pequeña, voy a decirte un secreto: ríete de mí, quédate en París, ten amantes, que todo el mundo sepa que no me escribes, y ¡bien! yo te amaré diez veces más por ello.
Sin embargo, en el momento en que nos encontramos ahora aún faltaban unos meses para que tal carta se escribiera. Josefina acababa de mandar la nota reproducida más arriba para invitar a Napoleón a visitarla en su casa y Cupido apenas afilaba sus flechas. Como ya he contado antes, Napoleón y Josefina se conocieron en mi casa gracias a Barras. El emperador, años más tarde y una vez que nuestras relaciones se torcieran, digamos, narró de otro modo muy distinto el encuentro con su futura mujer. Según él, se habían conocido en una escena más acorde con la estética de la época: una marcial y a la vez revolucionaria. Estamos ahora en otoño de 1795 y por aquel entonces, a raíz de la insurrección realista de Vendémiaire en París, que como ya sabemos fue aplastada sin contemplaciones por Barras con la ayuda de Napoleón, la Convención dio una orden tajante: que los habitantes de ciertas secciones de la ciudad entregaran todas las armas que tuvieran en su poder en el plazo de tres horas. Entre éstos se encontraba Josefina y por tanto tuvo que entregar un sable propiedad de su difunto marido. Dolido por la pérdida de un objeto tan querido, Eugéne, hijo de Josefina, se había presentado ante Bonaparte para suplicar que se lo devolviera. Entonces, según el propio Napoleón, ocurrió lo siguiente:
Eugéne rompió a llorar al ver la espada de su padre. E impresionado por la naturaleza de su petición y por su corta edad, accedí a complacerle. Al día siguiente, madame Beauharnais se vio en la obligación de agradecer mi amabilidad y yo me comprometí a devolverle la visita.
Como vemos por los términos de la carta de Josefina a Napoleón, en efecto se produjo esta visita, pero tuvo lugar cuando ellos ya se habían conocido en mi casa. Lo que sí es cierto, como también puede verse por los términos de la carta, es que el futuro emperador necesitó un empujoncito rubricado «con un beso» para repetir el encuentro.
Ya sea gracias a la versión que cuenta Napoleón, ya sea gracias a la mía, lo importante es que a partir de entonces Napoleón se hizo más asiduo a las reuniones de La Chaumiére, donde solía coincidir con su amada. Josefina y él compartían además ciertas aficiones, como la quiromancia, por ejemplo, y debido a esta curiosa circunstancia en nuestras largas veladas invernales ambos se turnaban para leer la buenaventura a nuestros invitados. No puedo decir que el tiempo confirmara las dotes adivinatorias de Josefina ni tampoco las de Bonaparte, pero recuerdo una predicción que causó cierto revuelo entre los presentes. Gabriel–Julien Ouvrard, otro de los habituels de aquellas reuniones y del que mucho tendremos que hablar más adelante, porque también fue uno de los hombres de mi vida, lo cuenta así:
Una noche, Bonaparte, adoptando el tono y las maneras de un vidente, tomó la mano de madame Tallien y le dijo mil locuras. Todos deseaban someter sus manos a examen, pero cuando le llegó el turno al general Hoche se produjo un súbito cambio de humor. Napoleón examinó atentamente los signos de la mano del héroe de Quiberon y con un tono solemne, en el que se adivinaba una intención poco benévola, dijo: «General, usted morirá en su cama». Gran cólera empañó en un momento la frente de Hoche, pero una ocurrencia de madame de Beauharnais disipó entonces los nubarrones e hizo renacer la gaieté (alegría) que el incidente había apagado.