— No, querida–le respondí a Rose-. Nuestro matrimonio es un cadáver, un muerto en vida desde hace mucho tiempo. Algo muy distinto de tu amistad con Napoleón. Tallien es un hombre acabado; en cambio, este joven general está en plena ascensión.
Le recordé entonces las predicciones de la vieja Marie Celeste, las mismas que tanto la habían ayudado a mantener la esperanza cuando estábamos a un paso de la guillotina.
— Tú siempre has confiado en la buenaventura, Rose. ¿Por qué no hacerlo ahora? Piénsalo bien.
Yo no sé qué fue lo que por fin la decidió a aceptar la propuesta de matrimonio del petit gringalet, si aquella vieja profecía supersticiosa de su infancia o, por el contrario, un muy actual y pragmático cálculo que le decía que más convenía ser la esposa de un pequeño general de aspecto algo ridículo que la segunda querida de un hombre como Barras o la amante circunstancial de tantos otros. Pero, sea por la razón que fuere, una vez nombrado Napoleón general de las tropas en Italia, un día soleado de Ventôse del año IV, Josefina y él se casaron. Algunos historiadores se han detenido en señalar como paradoja el hecho de que nada en aquella ceremonia nupcial era lo que parecía ser. Tallien y yo, felices amigos de la pareja que actuamos como testigos, no éramos ni felices ni pareja. Tampoco la principal de las joyas que lucía Josefina era auténtica, sino una bella reproducción. Las fechas de nacimiento de los contrayentes estaban trucadas para que no se notara tanto la diferencia de edad (Josefina se quitó cinco años y Napoleón se añadió uno). Y por fin, a diferencia de lo que ocurre en todos los enlaces, fue el novio quien llegó tarde a la ceremonia, nada menos que dos horas después de la prevista.
En realidad, tan largo retraso estaba más que justificado. Bonaparte debía salir para Italia un par de días más tarde y aún le quedaban otros muchos asuntos que atender. Sin embargo, esta circunstancia hizo que la boda de Napoleón tuviera también otra particularidad. A pesar del gran amor que existía (al menos por parte de uno de los contrayentes), la cortísima luna de miel no fue todo lo romántica que cabría esperar. El novio pasó gran parte de ella inclinado sobre sus cartas militares trazando posibles rutas y estrategias. Visto todo lo que antecede, no puede decirse que en esta ocasión se cumpliera ese refrán español que sostiene que lo que mal empieza, mal acaba; todo lo contrario. Tan accidentado comienzo fue el prólogo de una de las historias de amor más largas e intensas que registra la Historia.
UNA VEZ MÁS, DANZANDO AL BORDE DEL PRECIPICIO
Aun siendo cierto que aquel marzo de 1796 comenzó un largo y feliz matrimonio, no puede decirse que Josefina se sintiera demasiado apenada al ver marchar a su joven y flamante marido. En aquellos tiempos, ser una mujer casada y con un esposo en el frente no era impedimento para que una dama se divirtiera y saliese con sus amigos, al contrario. Así, cada vez era más frecuente ver a Barras en sitios públicos del brazo de las que él llamaba «sus diosas»: Josefina y servidora de todos ustedes. En cuanto a lo que estaba pasando en el país en ese momento, es necesario explicar que, tal como ocurre con frecuencia, una vez más podía comprobarse el inveterado gusto de la Historia por los juegos de espejos, también por los ritornellos. Lo que quiero decir es que aquellos días del Directorio empezaban a parecerse inquietantemente a los últimos del Ancien Régime, con una minoría frívola e imprudente que derrochaba dinero a manos llenas mientras el resto de la población pasaba incontables penurias. Como yo en ese momento participaba de la ceguera de los que viven en su particular mundo dorado, no veía–o no quería ver–cómo la situación económica del país se volvía cada vez más desesperada y los pobres pasaban hambre. Acostumbrada a que mis frivolidades siempre me fueran perdonadas, segura además de poder compaginar mis dos papeles teatrales favoritos, el de Nuestra Señora del Buen Socorro y el de frívola diosa de la Revolución y ahora del Directorio, no me di cuenta de que una vez más estaba bailando demasiado cerca del precipicio. ¿Qué puedo decir en mi descargo? Muy poco, realmente, sólo que era víctima de cierta enfermedad común a la que yo, después de la desaparición de mi querido Jean–Alex Laborde, me creía por completo inmune; me refiero a ese perturbador desvarío, a esa abrasadora fiebre a la que llaman enamoramiento. «El amor tiene a veces tan mal gusto, querida; ni te imaginas. Ojalá nunca te ocurra, pero a veces Cupido nos maldice haciendo que nos enamoremos de quien menos lo merece, de un tonto por ejemplo, o de un miserable, o incluso de un perfecto canalla o un monstruo de egoísmo». Esto me dijo un día madame de Staël hablando sobre sí misma de ciertos amores suyos muy inconvenientes, y yo me reí porque no lograba entender que tal cosa fuera posible. Cierto es que, años atrás, había llegado a sentir por Tallien una gran attirance passionnelle, como eufemísticamente llaman los franceses a una inclinación que anida más abajo de la cintura, pero no puedo decir que haya estado nunca enamorada de él. Además, aun a pesar de los muchos crímenes que en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad había llegado a cometer, sería injusto describir a Tallien como un canalla, menos aún como un monstruo de egoísmo. En cambio, esta segunda definición encaja perfectamente con la personalidad de aquel que compartía mi cama en esos momentos. Hasta ahora, siempre que he hablado de Barras he procurado hacerlo con eso que ingleses y franceses llaman nonchalance y que puede traducirse por desenfado o despreocupación. Que yo recuerde, sólo una vez he recurrido a palabras realmente negativas, y fue cuando dije que había crecido a mi alrededor como la mala hiedra hasta ocupar todo mi espacio. Me gustaría ahora retomar esa metáfora para explicar cómo poco a poco se introdujo en mis afectos, hasta entonces inaccesibles, este hombre que tanto marcaría mi vida.
— ¿Por qué amas a Barras? — me preguntó un día Josefina, a la que, por supuesto, nunca había confesado mis sentimientos.
Detengo por unos segundos este diálogo para explicar que soy de esas personas en apariencia muy abiertas, pero que nunca hablan de sí mismas. Sí, aunque suene contradictorio, se puede ser expansiva y reservada a la vez. Por lo general, a las personas les gusta tanto hablar de sí mismas que rara vez reparan en que sus confidencias no son retribuidas por otras. De ahí que, a pesar de nuestra gran amistad, en mi relación con Josefina era ella quien desnudaba sus sentimientos, nunca yo.
— Creo que ni tú misma te das cuenta de lo que te pasa–continuó diciendo ella sin esperar mi respuesta-. Pero deberías tener cuidado.
— No sé a qué te refieres–respondí fríamente y Josefina alargó hacia mí una mano amiga-. Tú siempre has sido más hábil con los hombres que yo, Teresa, y todos ellos, o casi todos, sería más propio decir, te adoran. Pero deja que esta vez sea yo quien te dé un consejo. Frente a los Barras de este mundo lo que hay que hacer es comportarse no como una mujer, sino como un hombre. Tomar lo que se pueda de la relación y no involucrar en ello ni el más mínimo sentimiento. ¿Comprendes, tesoro?
***
Yo no dije ni sí ni no y procuré cambiar de tema, pero sus palabras estuvieron rondándome muchos días. Tal como ya he dicho, Rose, o mejor dicho Josefina, no era dueña de una inteligencia preclara, ni podía considerársela una estudiosa del comportamiento humano como madame de Staël, pero poseía eso tan escaso que llaman sentido común. Por eso, ella nunca se enamoró de Barras. De un tipo fatuo que vestía de un modo ostentoso que a veces resultaba patético. De un hombre casado que nunca dejaría a una esposa que vivía juiciosamente en el campo lejos de él y de sus pompas. De un tipo venal que había hecho una fortuna aprovechándose de su situación privilegiada y a costa de la penuria del pueblo. De un hombre, al fin, cuyo único amor tenía un nombre: Paul Barras, jefe del Directorio de la República. Y de tal individuo me enamoré yo, Teresita Cabarrús, la que con catorce años había jurado no hacerlo jamás. La que todos consideraban la reina de este París revolucionario que había acabado con los excesos de la monarquía únicamente para volver a ellos con redoblado énfasis, sólo que esta vez en nombre de la igualdad y de la fraternidad. Y no contenta con ambos errores, del brazo de aquel hombre me dedicaba ahora a pasear medio desnuda y cubierta de joyas mientras crecía el descontento popular. Hay quien considera que el amor es eximente de todo. «Se enamoró», dicen, «perdió la cabeza», «se trastornó», y parece que tal extravío hace sus actos menos egoístas o al menos más excusables. Yo no soy de esa opinión. Pienso que el amor, aun si tiene como objeto a la persona más inadecuada, no puede servir de excusa para los errores que uno comete. Por eso, he aquí mis equivocaciones, las cuento tal como sucedieron. En 1796, Francia vivía, como ya hemos visto, un momento sumamente difícil, pero déjenme que les dé algunos datos más al respecto. Así retrató la situación Jacques Mallet du Pan, cronista de la época famoso por sus escritos: