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Una forma de ser «romántica», había dicho don Leandro semanas atrás cuando intentaba explicarme cómo era la sociedad francesa del momento. Y dicha forma de ser, según había entendido, significaba dejar que la emoción primara sobre la razón, el corazón sobre la cabeza, la naturaleza sobre la cultura, la espontaneidad sobre el cálculo y la belleza por encima de cualquier otra consideración. Muy bien, me dije yo: si ésa era la sensibilidad o, dicho en francés, la sensibilité de esta ciudad en la que me obligaban a permanecer contra mi voluntad, seguramente mi aspecto físico me sería de mucha ayuda a la hora de «pescar» un marido que reuniera dos requisitos: ser conveniente para mi padre y conveniente también para mí. Sí; esa reflexión tan poco «romántica» la hice al despedirme del señor Moratín aquella mañana a la puerta de la casa de madame Boisgeloup. Y es que para entonces ya había llorado en silencio todo lo que podía llorar, de modo que después de agotar mis lágrimas me dediqué a pensar en cómo ganar ciertas batallas que veía muy próximas: la de la soledad en una ciudad fascinante pero también extraña, por ejemplo. La de haber nacido para ser moneda de cambio de un padre que decía adorarme. Y, por último, la batalla de ser mujer y extranjera en un mundo que, según don Leandro, tocaba a su fin.

Lo que me propuse a continuación fue no derramar ni una lágrima más. Los llantos debía reservarlos para ablandar otros corazones, no para consumir el mío. Y así lo hice desde ese mismo día. Aún no había cumplido los trece años.

APRENDIENDO A SER UNA DAMA

Al empezar a contar mi vida en París es importante que reseñe que mi casera y tutora, madame Boisgeloup, pertenecía a lo que entonces se llamaba nobleza de toga o aristocracia de segundo rango, puesto que su marido–muerto apenas unos meses antes de mi llegada–había sido consejero del Rey en el Parlamento de París. Por aquel entonces la nobleza de toga, es decir, los abogados, notarios y demás profesiones similares, se había convertido en importante puente de unión entre la aristocracia y las clases inferiores gracias a su talento. Y también a su dinero; todo hay que decirlo, que permitió que tuvieran lugar no pocos matrimonios entre los herederos de la aristocracia y los de aquella nueva y pujante clase. Dicha clase estaba destinada, por cierto, a jugar un papel muy importante en la Revolución, puesto que muchos de ellos, sabedores de las desigualdades existentes no sólo en Francia, sino en toda Europa, deseaban acabar con los privilegios de los antiguos nobles, a quienes consideraban caducos y ociosos.

Sin embargo, en aquellos años de 1786 y 1787 lejos estaba yo de saber una palabra sobre nuevas clases o movimientos sociales. A lo que me dedicaba por aquel entonces era a perfeccionar mis aburridos conocimientos musicales y a recitar versos de Racine, a la espera de que madame Boisgeloup considerara que estaba ya preparada para presentarme en sociedad. ¿Y qué sociedad sería ésa? Desde luego, una viuda de la nobleza de toga era una persona de una cierta posición social, pero en ningún modo de primera fila. Si mi padre había supuesto que pagando generosamente a madame su tutela ésta me iba a facilitar la «pesca» de un marido de primer rango, me temo que su optimismo sólo demostraba su gran desconocimiento de la sociedad francesa. Es cierto que la nobleza de toga tenía, como antes he dicho, acceso incluso a la corte, pero siempre que se tratara de un abogado o juez en ejercicio. Una viuda, en cambio, veía cómo, una vez enterrado su marido, se enterraban también con él todas sus aspiraciones sociales. Aun así, a pesar de estas y otras dificultades, lo cierto es que madame Boisgeloup, como se verá, resultó ser una alcahueta muy eficaz.

***

Quienes se han interesado por retratar mi vida, tan amables ellos, tienden a conceder el mérito de mi pronto éxito en sociedad únicamente a mis encantos y a mi belleza; pero no sería yo justa si olvidara las buenas labores celestinas de la señora Boisgeloup. Era ella una mujer de aire enérgico y estrategia casi militar y, aunque algún malpensado podría opinar que su forma de tratarme, casi maternal, era debida a los buenos dineros que mi padre le prodigaba desde Madrid, yo pienso que otra en su lugar posiblemente hubiera sido bastante menos cariñosa con mi persona. Aunque tal vez la palabra exacta no sea «cariñosa». Creo que madame Boisgeloup, que, por cierto, adoraba todo lo que tuviera que ver con el reino vegetal–las plantas, las flores, los árboles-, me cultivaba más o menos como a una de sus verdes criaturas. Lo que quiero decir es que, de vez en cuando, la sorprendía ojeándome con la misma expresión que ponía, por ejemplo, al preparar un bello bouquet para su gabinete. Me miraba estudiando cómo potenciar mis encantos, tal como haría al arreglar un ramo: habría que añadir un crisantemo aquí, dos o tres lilas allá, una rosa desmayada acullá…, y así hasta lograr una pequeña obra de arte. Pero bien podría decirse que, si yo fui su bouquet, ella fue sin duda una generosa y artística jardinera a la que mucho debo. Desde el primer momento se dedicó a planear cómo sacarme el mayor partido, y su estrategia consistió, para empezar, en llevarme a los mejores modistos con intención de que me confeccionaran unos cuantos trajes.

— La moda madrileña–me decía–es demasiado chusca, trop coloriste, ma chére; tal vez podamos conservar de todo esto que has traído en tu equipaje una redecilla de madroños para el pelo, por ejemplo, o un par de camisas de hilo, pero el resto, querida, hay que adaptarlo a los gustos modernos: fuera faldas recargadas, fuera corpiños rígidos y grandes miriñaques; ahora todo es mucho más souple.

Para ser una viuda de sesenta y tantos años, madame Boisgeloup tenía una idea muy avanzada de la moda. Ella lo atribuía a su vieja y gran amistad con una de las mujeres más importantes de toda Francia, me refiero a madame Rose Bertin, modista de María Antonieta. Yo nunca llegué a saber si lo que madame Boisgeloup llamaba «gran amistad» era lo que comúnmente se entiende por tal o sólo una vieja relación casual que se remontaba a un compartido y oscuro pasado, pero, sea como fuere, el nombre Rose Bertin brotaba a cada rato de sus labios. «¡Cómo puede haber gente tan maligna!», se escandalizaba madame, trajinando en su jardín al tiempo que pasaba de vez en cuando por su congestionada cara un pañuelito de puntillas que mucho me recordaba al de mi madre y su eau de Cologne. «¡Mira que decir que la Reina y Rose son unas manirrotas cuando tout Paris sabe que la favorita de Luis XV, la maldita Du Barry, llegaba a gastar cien mil libras al año sólo en encajes!».

Pronto descubrí que los comentarios más escandalizados de madame Boisgeloup se acompañaban siempre de la mundana muletilla tout Paris. Y como yo nada sabía por aquel entonces y tout estaba dispuesta a aprender, a ella le encantaba ilustrarme, y a mí, escucharla.

— Y tout Paris–chismorreaba madame mientras cortaba el tallo de unas margaritas–sabe que a Rose la llaman la ministra de la moda y que en Versalles pasa «por delante de la mayoría de los ministros de verdad. Uno de estos días te voy a llevar a su atelier de la Rue Saint–Honoré para que la conozcas. Nadie que aspire a tener éxito en sociedad, querida, puede lograrlo sin pasar antes por su taller de costura.