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Las dos pasiones universales del momento son la codicia y la prodigalidad. La rapiña, la rapiña y luego una vez más la rapiña; he ahí el eje, la meta y el único objetivo de ahora. Se roba, tima, usurpa por cualquier medio, ya sea vil, rastrero o incluso ridículo. El robo adquiere cualquier forma, utiliza cualquier vileza. Nada se rebela contra él ni lo intimida; su descaro es superior a todo.

De este modo se expresaba Mallet du Pan a propósito de los hombres del poder. De nosotras, las mujeres, no hablaba mucho mejor que digamos:

Ellas son igualmente viles en sus costumbres y principios. Exhiben su inmoralidad en carruajes suntuosos en los que no les importa pasearse cubiertas de joyas y descubiertas de ropa. La mujer de Barras recibe la adoración de una reina, y madame de Staël expone su propia inmoralidad y petulancia.

A pesar de que la situación era altamente inflamable, a pesar de que los periódicos denunciaban estas conductas y que incluso se representaban multitud de obras teatrales en las que se satirizaban los modos provocadores e insostenibles de los actuales responsables políticos, Barras tenía razones para estar contento consigo mismo. El Directorio, bajo su poder, había adquirido un aire grandioso, bizarro. Tan barroco y extravagante como el de su jefe máximo, que últimamente se había hecho confeccionar el siguiente atuendo, que muchos consideraban digno de una ópera bufa: pantalones de satén, capa tipo Francisco I, profusión de encajes, sombrero con enormes plumas y dos espadas, una como emblema de la justicia y la otra un fino estoque que colgaba de su banda. Claro que este atuendo no desentonaba en absoluto con lo que era la moda masculina del momento y que tenía como máximos exponentes a esa juventud dorada de la que ya hemos hablado, que, como ya sabemos, les llamaban los incontables.

En cuanto a los modos, otra característica de aquella época consistía en hablar con un acento que imitaba la pronunciación de los ingleses, que a todos nos parecía de lo más elegante, con esa languidez suya afectada y deliciosa. Para hacerlo bastaba con prescindir de la «r» (letra denostada además por ser la inicial de «Revolución») en todo aquello que se decía. Así, no era difícil, por ejemplo, oír a un incroyable decir de una merveilleuse:

Quelle femme cha'mante, elle est a fai'e mou'i d'amou'.

Sí, en tan estúpido fanal lleno de frivolidades vivíamos Barras, yo y todos nuestros amigos. Y mientras tanto, allá fuera, en el mundo real, se desvalorizaba la moneda, crecía el número de agiotistas o especuladores sin escrúpulos, reinaban los fantasmas del hambre y del desempleo. Una vez más e igual que antes de la Revolución, los pobres podían ver cómo los ricos se divertían nadando en el lujo mientras ellos pasaban estrecheces y calamidades. Y la máxima representación de tan obsceno lujo era yo, Teresa Cabarrús, Nuestra Señora de Thermidor; pero, si hasta hace muy poco el hombre de la calle se embobaba mirándome porque sabía las muchas vidas que había ayudado a salvar de la guillotina, ahora lo único que veía era una tonta atolondrada a la que le gustaba demasiado exhibirse desnuda. Yo, por mi parte, no me daba cuenta de nada de esto; tan cerca estaba de Barras y tan lejos de la realidad.

Mientras todo esto ocurría, Napoleón triunfaba en Italia. A los éxitos de Millesimo y Castiglione le siguieron los de Arcole, Rivoli y Mantua. He aquí los nombres de victorias cada vez más sonadas y también geniales que a todos asombraban. Noticias de sus triunfos llegaban a París y eran, por cierto, la única fuente de regocijo para un pueblo que sufría. Sin embargo, a pesar de sus fulgurantes éxitos, no puede decirse que el futuro emperador fuera feliz. Si en la esfera de lo público se estaba convirtiendo en un héroe, en la de lo privado no era más que un marido incapaz siquiera de lograr que su mujer fuera a visitarle unos días al frente. Cartas iban y venían; ella primero se hacía de rogar; luego comenzó a poner excusas; más tarde inventó un falso embarazo que, según dijo, imposibilitaba su viaje… Por fin, al cabo de muchos meses y después de incontables ruegos, Josefina accedió a reunirse con su marido, pero lo hizo… escoltada por uno de sus amantes, el bello capitán Hippolyte, uno de los visitantes más asiduos de la casa del matrimonio en ausencia del héroe.

Todo esto no escapaba ni mucho menos a la gran inteligencia de Napoleón, pero aun entonces su amor era mayor que sus celos. He aquí una de las muchas cartas que le escribe por esas fechas:

Napoleón a la ciudadana Bonaparte:

Me aseguran que tú conoces desde hace tiempo a este señor que pretendes recomendarme para una empresa. Si esto es verdad, serías un monstruo. ¿Qué haces ahora? Duermes, ¿verdad? Y yo no estoy ahí para respirar tu aliento, contemplar tu gracia y llenarte de caricias…

Pero si Napoleón era un hombre tan enamorado como infeliz en lo personal, como estratega militar era extraordinario y muy astuto. Sabedor de que sus éxitos constituían la mayor fuente de satisfacción del pueblo, decidió hacer algo que estaba seguro sería muy bien recibido: enviar a su fiel Junot a París. La misión de este último consistía en llevar a la capital las banderas arrebatadas a los austríacos en el campo de batalla para entregarlas al Directorio como representante del pueblo. Pero he aquí sin duda un regalito envenenado. Si bien el Directorio no tenía más remedio que mostrarse satisfecho con aquella señal de victoria, se dio cuenta perfectamente del efecto que dicho gesto podía tener sobre la población hastiada. Porque el triunfo y la popularidad de un militar resultan siempre inquietantes en tiempos políticamente precarios. Más aún si, como en el caso de Napoleón, dichos triunfos vienen acompañados–además de banderas enemigas–de un considerable botín de guerra y de una gran cantidad de dinero que él obliga a los países conquistados a entregar a las arcas de Francia.

Sin embargo, aunque se daban perfecta cuenta de la jugada de Bonaparte, Barras y el resto del Directorio no tenían más remedio que preparar un gran recibimiento para Junot. La fiesta para celebrar su llegada tuvo lugar en el palacio de Luxemburgo con toda la pompa y, al mismo tiempo, el recelo de quien no tiene más opción que agasajar a un huésped incómodo. Por eso se procuró no dar demasiados detalles de cuándo iba a tener lugar la recepción para evitar en lo posible los vítores callejeros, pero a pesar de los esfuerzos la noticia trascendió y muchos fueron los que se agolparon a las puertas de Luxemburgo para aclamarle a su salida.

Ocurrió entonces que Junot, sabedor de la expectación que había creado, decidió hacer uno de esos mutis teatrales que tan del gusto eran de la sensibilidad de entonces y salir del palacio esperando ser aclamado por la muchedumbre que se apiñaba fuera. Lo protocolario hubiera sido que, en un momento así, llevase a su lado a un chambelán, a un maestro de ceremonias o, mejor aún, a Barras. Pero ni éste ni ninguno de los representantes de la Convención deseaba exponerse a tan peligroso honor. ¿Y si la gente comenzaba vitoreando a Junot y terminaba abucheando a su acompañante? ¿Y si alguien soltaba una inconveniencia, como una alusión a los que ellos llamaban los «vientres podridos»? No, la situación lo desaconsejaba; era preferible alentar que Junot saliera del brazo de alguna de las damas. Y puesto que estábamos en la época de las divinas merveilleuses, las diosas paganas, ¿qué mejor–se dijo el jefe del Directorio–que llevar en su brazo derecho a la esposa de su general en jefe, la ciudadana Josefina Bonaparte? De su brazo izquierdo, por expreso deseo no de Barras, a quien estos despliegues escénicos (o mejor dicho, éste en concreto) no satisfacían en absoluto, sino de la ciudadana Bonaparte, iba yo, Teresa Cabarrús.