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En el sueño que tuve esa noche, Tallien entraba en mi habitación, descorría las cortinas de mi cama y luego intentaba abrazarme. Yo podía sentir su peso y, peor aún, su aliento fétido, mezcla de alcohol y podredumbre, inundando mi boca. «Thérésia, ámame, Thérésia, no me abandones», suplicaba mientras su lengua pastosa y gruesa se entreveraba con la mía inundándome de un olor nauseabundo de cadáver. Después fueron sus manos, sus dedos, su sexo los que buscaron abrirse camino entre mi carne mientras ésta se desgarraba de dolor y de miedo. Y, por encima de nuestras cabezas, como un exponente más de hedor y podredumbre, velaba la desdichada calavera de la princesa de Lamballe, con sus rizos perfectos, su carne tumefacta y las cuencas de sus ojos brillantes, vivos, oh Dios mío, gracias al bullir de innumerables gusanos que celebraban en ellos un inacabable festín. «Eres mía, Thérésia–decía entonces Tallien-, mía como lo fuiste en Burdeos cuando sellamos nuestro amor a la sombra de la guillotina. Ella nos unió», añadía mientras su sexo se hundía en mí una y otra vez.
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Me desperté con el corazón desbocado y me costó comprender que todo era un sueño. Que la cabeza de la princesa de Lamballe no estaba allí y que, gracias a Dios, tampoco se había repetido la violación de la que había sido víctima cuando era poco más que una niña. No había nadie más en la habitación, estaba sola con mis fantasmas. Aun así, desde ese día ya no fui capaz de dispensar a Tallien ni siquiera las migajas de un afecto que antes solía ofrecerle. La indiferencia que por él sentía se convirtió primero en desdén, más tarde en repugnancia. Por fortuna, no hubo necesidad de que intercambiáramos palabra para que él se diera cuenta del cambio. Si antes apenas hablábamos, ahora éramos dos sombras que intentaban evitarse cuando se encontraban, por ejemplo, en un pasillo o camino de la habitación de alguno de mis hijos, la del siempre silencioso Théodore o la de la pequeña Rose Thermidor.
Tallien se refugió entonces en esta última. La niña tenía apenas año y medio, pero se parecía tanto a mí… Él pasaba todo su tiempo libre, que era mucho, en el cuarto de juegos; cubría a su hija de besos, de caricias desesperadas, pero ni siquiera estas escenas, de un patético dramatismo que él intentaba redoblar cuando yo estaba presente, lograban conmoverme. Tallien se había convertido en un espectro y no sólo para mí. En realidad, ya nadie en la casa reparaba en su presencia, ni siquiera Frenelle, que lo conoció en sus mejores años, y menos aún el resto de los criados, que sólo lo habían tratado cuando ya era un don nadie.
«No soy más que una escoba que los políticos de este país han utilizado para barrer la basura y a la que ahora pretenden olvidar detrás de la puerta. Un día, también tú harás lo mismo, amor mío… ». Eso había dicho él un año antes al darse cuenta de cuál había sido su verdadero papel en los acontecimientos históricos por los que, hasta el día de hoy, se le recuerda. «Júrame, Thérésia, que no me dejarás nunca. Júrame al menos que cuando te canses de mí permitirás que me quede cerca, en el último rincón de tu casa, como un trasto inútil, como un perro, pero cerca de ti …». También esto me había dicho él al comienzo de su caída, y ahora estas palabras adquirían toda la fuerza de una profecía.
TALLIEN INTENTA RESUCITAR POR TERCERA VEZ
Así como existen en la Historia vidas paralelas, las hay también que son como líneas divergentes y otras que cuando una crece, la otra mengua. Este pensamiento parece propio de madame de Staël o del señor Moratín, pero es mío. Nada sé de matemáticas, ni mucho menos de física, por lo que la metáfora puede ser errónea, pero lo que quiero decir es que hay vidas que parecen un juego de opuestos, como la de Jean–Lambert Tallien y la de Napoleón Bonaparte. Porque si este último era un pobre diablo con las botas remendadas cuando a Tallien lo aclamaban como el héroe de Thermidor, ahora Napoleón cosechaba cada día éxitos más resonantes mientras que el mayor triunfo al que podía aspirar Tallien era obtener una sonrisa de la pequeña Rose Thermidor. Nos encontrábamos ya a finales de 1797. Tras sus triunfos en Italia, Napoleón Bonaparte (hace tiempo ya que había desaparecido esa «u» italiana de su verdadero apellido, Buonaparte) regresó a Francia. ¡Y qué gran júbilo para el pueblo supuso la noticia de su retorno! El triunfo de nuestros ejércitos era la única alegría y también el único motivo de unión en una sociedad cada vez más dividida. Así, mientras París esperaba la llegada del héroe, todo eran alabanzas, parabienes, preparativos. Se decidió, por ejemplo, que la calle en la que tenía fijada su residencia Napoleón cambiara inmediatamente de nombre y pasara a llamarse calle de la Victoria y toda la ciudad se preparaba para las fiestas que habrían de celebrarse en cuanto hiciera su triunfal entrada en la capital.
Sin embargo, y a pesar de tantos preparativos, la llegada no tuvo nada de triunfal. Napoleón llegó a París sin avisar, fue directo a su casa y se encerró allí declinando toda invitación de los poderosos. «¿Qué pretenderá le petit gringalet? — recuerdo que dijo Barras, más perplejo que contrariado, más receloso que desairado-. No me fío en absoluto de sus artimañas. ¿Cuál será ahora la estrategia de ese que dice ser el mayor estratega de todos los tiempos?».
Sea cual fuere ésta, lo cierto es que hicieron falta muchos ruegos para que Napoleón consintiera al fin en asistir a tan sólo dos de las muchas fiestas que se habían organizado en su honor. Una sería la de los directores, con Barras a la cabeza; la otra, por cierto, la que pensaba organizar un viejo amigo de todos ustedes: me refiero al ci–devant obispo de Autun y ci–devant revolucionario Talleyrand, ahora reconvertido en la tercera de sus muchas reencarnaciones, nada menos que en flamante ministro de Asuntos Exteriores del Directorio. Ambas fiestas fueron sonadas y creo que merece la pena detenerse unos minutos en describirlas, puesto que darán al lector una certera recreación de lo que ocurría por aquel entonces en Francia. Como ya sabemos, un general vencedor y tan popular como Napoleón suponía un serio peligro para el Directorio. Y no sólo porque, cara al hombre de la calle, su presencia alentara una nada recomendable comparación entre dichos directores y el héroe del día, sino porque, además, permitía a las diversas facciones políticas entregarse a las actividades que les eran más propias, es decir, la intriga y la conspiración. «Ya veremos quién gana al final», me dijo Barras la víspera de la primera fiesta, y se dispuso a organizarlo todo en el estilo de entonces, es decir, del modo más teatral posible. «No se imagina aún ese pequeño corso con quién tiene que vérselas. Ya sabré demostrarle quién manda en París».
Como si el cielo hubiera querido unirse también a nuestras celebraciones, el tardío otoño de aquel año nos regaló un 10 de diciembre celestialmente claro, con una leve brisa y temperatura benigna. En el palacio de Luxemburgo se había hecho levantar un altar patrio adornado por varios trofeos de guerra traídos por Napoleón de los campos de batalla, así como por las banderas arrebatadas al enemigo. Allí, bajo una gran carpa tricolor y a cada lado del altar, los directores se dispusieron a esperar al héroe ataviados con sus trajes de ceremonia. Los cinco lucían mantos bordados o de armiño, profusión de puntillas, sombrero con grandes plumas, borlones, oros. También a los ministros, con Talleyrand a la cabeza, se les veía espléndidos en sus trajes de terciopelo, mientras los diputados dejaban ondear al viento togas escarlata con abundancia de bordados en azabache. Una vez que estuvieron todos en sus puestos, comenzó a sonar una orquesta sinfónica. Ésta interpretó diversas piezas clásicas, pero cada vez que la algarabía de los ciudadanos que fuera del palacio esperaban la llegada de Napoleón aumentaba, la orquesta se detenía y luego atacaba piezas patrióticas imaginando la inminente llegada del invitado de honor. Tres veces se repitió esta situación sin que nada sucediera; Bonaparte se hacía esperar. Tanto, que ya empezaban a impacientarse los directores, los diputados y hasta Talleyrand bajo su más que impresionante sombrero de plumas. Por fin, casi con una hora de retraso, un redoble de tambores y los gritos enfebrecidos del pueblo de París, anunciaron su llegada. «¡Ya viene! — decían todos-. ¡Napoleón se acerca!», y yo, que me encontraba junto a Germaine de Staël, me incliné para preguntarle al oído: «¿Por qué habrá tardado tanto? ¿Tú crees que prepara una entrada marcial y espectacular para fastidiar a los directores?». Germaine, que se había puesto un vestido especialmente décolleté, se había quedado helada con la larga espera. Y es que, por muy benigna que fuera la mañana, estábamos en pleno diciembre. Parecía molesta. «¿Entrada marcial? Ya lo veremos. Espero que al menos se haya cepillado el barro de sus botas y de la casaca que tú le procuraste», respondió ella despectivamente, recordando los tiempos en que Bonaparte no tenía dinero ni para renovar su uniforme y tuve que intervenir yo. No alcancé a responder a Germaine, porque en ese preciso momento un redoble de tambores anunció la entrada de Bonaparte en el recinto ante el estupor de todos. Estupor, sí, porque el héroe del día apareció vestido casi tan modestamente como en aquella lejana ocasión en la que le conseguí una nueva casaca. Bueno, tal vez exagere, pero lo cierto es que lo hizo con un simple uniforme de general desprovisto de todo adorno, casi un atuendo de campaña. Comenzó a caminar hacia nosotros, y como único ornamento llevaba suelto su largo pelo, que enmarcaba una cara pálida, marfileña, una nariz afilada y un mentón largo y fuerte. Tenía un aire de gran juventud, pero de juventud circunspecta, y sus ojos miraban hacia la tribuna de directores de un modo que nos obligó también a nosotros a dirigir allí nuestra mirada. Entonces no pude por menos que sentir un escalofrío, y la misma sensación debió atenazar al resto de los presentes, puesto que se hizo un silencio. Ahora el único sonido era el murmullo de la muchedumbre, que seguía aclamando a su héroe desde fuera del recinto del palacio. Y qué extraña sensación era ésa mientras Napoleón avanzaba hacia el lugar en el que se encontraban Barras y los demás directores. Miré a mi amante, pero él, envuelto en su manto bordado, cubierto de puntillas y plumas, no parecía darse cuenta de lo que estaba aconteciendo a su alrededor. Me refiero a cómo cambiaban las caras de todos los presentes al notar el contraste entre los directores emperifollados como pavos reales y aquel joven general en uniforme de campaña que los miraba con desprecio.