A medida que avanzaba, el silencio se fue haciendo más pronunciado. Por fin, Napoleón llegó al altar cívico que presidía la ceremonia. Ahora estaba de espaldas a nosotros y se detuvo unos segundos antes de girarse. «Un silencio religioso», así lo describió uno de los cronistas que han dejado sus impresiones para el recuerdo. Uno altamente inquietante, añadiría yo, y duró pocos segundos, puesto que, en cuanto Napoleón se volvió para saludar a los presentes, todos nosotros estallamos en el más enfebrecido de los aplausos.
— ¡Viva nuestro general! ¡Viva la República!
Una vez acabado el acto, preferí no comentar con Barras mis impresiones, no me pareció oportuno; bastaba con ver su cara para comprobar que estaba furioso. En cambio, sí se lo comenté a Germaine de Staël y ella quitó importancia al «silencio religioso» y al evidente contraste entre el general y los directores. Incluso se atrevió a hacer un pronóstico: «Ya verás–dijo-, conozco bien ese aire de virtud revolucionaria; la tienen todos los jóvenes cuando escalan posiciones con demasiada rapidez. Pero bastarán, te lo aseguro, unos días, apenas unas horas en París con sus pompas y sus obras, para que nuestro querido gringalet pierda esos fríos y poco favorecedores aires de héroe espartano. Ya veremos qué pasa esta noche en casa de Talleyrand; el ex obispo de Autun es un experto en agasajos, también en sutilezas, y siempre ríe mejor quien ríe el último, querida… ».
***
La segunda fiesta organizada en honor de Napoleón tuvo lugar en el hôtel Galliffet y desde luego no se pareció en absoluto a la de los directores. Si una estuvo adornada de la estética patriótica y teatral, la otra lo estaría, simplemente, del buen gusto. Desde su regreso a Francia tras el exilio, Talleyrand había tenido varios éxitos y un solo fracaso: no haber logrado que lo nombraran director pese a sus intrigas. Aun así, había sabido volver a la primera fila de la política convirtiéndose en ministro de Asuntos Exteriores y ahora arrastraba su pierna tullida por los salones más distinguidos de París. «Él sí que sabe hacer bien las cosas», me dijo Germaine mientras subíamos las escaleras de la casa de Talleyrand, y si había un deje de ironía en el acento que había puesto en pronunciar aquel pronombre, alguna velada comparación entre el ex obispo y Barras, yo decidí ignorarlo. Me entretuve, en cambio, calibrando lo que veía a mi alrededor. Cada uno de los grandes salones de la mansión estaba perfumado con ámbar, la fragancia preferida de Talleyrand. Había también diversos árboles aromáticos de pequeño tamaño que crecían en ornamentales cache–pots chinos dentro de la casa, lo que, junto con las velas y las antorchas, confería al recinto un aire entre misterioso y sofisticado. En honor a su invitado principal, Talleyrand había hecho decorar las paredes de todo el palacio con obras de arte traídas por Napoleón desde Italia: cuadros de maestros renacentistas, bustos romanos y hasta una gran columna cercenada de uno de los más importante templos clásicos de la ciudad de Roma. Germaine y yo atravesamos todos esos bellos decorados haciendo los comentarios pertinentes hasta llegar a la gran sala de baile, que estaba presidida por una madonna de Rafael. Bajo ésta, y con un aspecto tan recatado como la mismísima Virgen María, se recortaba la inconfundible figura de Josefina Bonaparte.
Desde la llegada de Napoleón a la ciudad yo no había tenido oportunidad de hablar con ella, pero solíamos escribirnos casi a diario. De hecho, esa misma tarde me había enviado la nota que reproduzco a continuación:
Mi querida, supongo que te veré esta noche en la fiesta. No tengo que preguntar si estarás allí, la velada no sería un éxito sin ti. Te escribo para preguntarte si vas a ponerte ese dessous color melocotón que tanto me gusta. Yo pensaba ponerme uno similar.
Te abraza, tu amiga.
Como es lógico, asentí con gusto, y Josefina llevaba por tanto las enaguas melocotón que tanto le agradaban, pero debo decir que no se veía demasiado favorecida con ellas. Había completado el atuendo con un vestido de manga larga y escote redondo que la hacía parecer exactamente de su edad, ni un día menos. En su mirada había además un brillo algo contrariado, parecido al que yo recordaba de los primeros meses de su matrimonio, cuando Napoleón le escribía encendidísimas cartas de amor importunándola para que fuera a visitarle al frente mientras ella inventaba mil excusas para no hacerlo. Sin embargo, ahora–qué infalible Cupido es el éxito-, Josefina estaba mucho más enamorada de él. Se notaba en todo: en su forma de vestir, también en el modo en que miraba a su marido, que estaba un poco más allá, y sobre todo se delataba en el modo en que observaba de reojo a otras mujeres. «Vaya, vaya, ésta no es mi Rose», me dije, pero inmediatamente mi atención se desvió hacia un tumulto de damas que revoloteaban como mariposas multicolores (y bastante desnudas) alrededor de Napoleón. Curiosa escena, porque la mayoría de ellas, con sus coturnos y pelucas, eran mucho más altas que el héroe y éste apenas resultaba visible entre tanto lepidóptero. Yo nunca he sido partidaria de sumarme a estos tumultos por muy deseada que sea la pieza, pero madame de Staël sí, y antes de unirse al resto de las damas me guiñó un ojo como quien dice: «Recuerda nuestra apuesta», y allá que se fue a atacar al vencedor de Castiglione. Cinco o seis codazos más tarde ya había logrado abrirse un hueco y entonces, desde donde estaba, pude oír la conversación que mantuvieron.