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— General–le dijo sin más preámbulo que una más que intencionada media vuelta, para que Napoleón pudiera apreciar su bien torneado derriére (Germaine estaba muy orgullosa de su retaguardia)-. General, decidme, ¿qué tipo de mujeres preferís?

— Prefiero a mi esposa–respondió Napoleón cortante.

— Ah, pero ¿cuál es vuestro ideal de mujer?

— ¡Aquella que dé a luz más hijos, ciudadana!

— ¿Sólo eso? — continuó indesmayable Germaine, presta a comenzar un nuevo ataque con su artillería pesada, es decir, con el filo de su lengua y con la más que probada rapidez de su inteligencia. Pero Napoleón no la dejó ni disparar la primera salva.

— No, no sólo eso. También me gustan las mujeres que son las mejores amas de casa–añadió, y dicho esto se dio media vuelta dejándola sola con su derriére al aire, digamos.

***

Esa noche, todos reímos para nuestros adentros aquella estruendosa derrota de la futura autora de Corinne, incluida yo. Pero aun así no pude evitar un cierto desasosiego. Era más que evidente que le petit gringalet quería marcar distancias con todos nosotros, demostrar que él era distinto. Tal vez por eso una decisión que Bonaparte hizo pública apenas unos días más tarde fue motivo de alegría para muchos. Para Talleyrand, que no había logrado ablandar el corazón del general con su elegante y sofisticada fiesta; para Josefina, que a pesar de su recientemente descubierto amor conyugal seguía prefiriendo ser la esposa de un héroe… lejano; por supuesto para el pueblo de París, que adoraba a su ídolo y apoyaba cualquier idea suya. Pero sobre todo lo fue para los directores, que ya empezaban a estar más temerosos que cansados de su presencia en París. La noticia era que Napoleón deseaba llevar a cabo un viejo sueño: el de emular a Alejandro Magno e ir hacia Oriente. En realidad, tras esta idea se escondía otra mucho más pragmática, la de retar las posiciones inglesas en el Mediterráneo, por lo que decidió viajar a Egipto. El Directorio inmediatamente apoyó la idea: una expansión hacia otros y muy distantes territorios, qué magnífica iniciativa. Además, ahora que la República empezaba a recibir buenos dineros de sus conquistas, Francia bien podía permitirse otro viejo anhelo: mostrarle las uñas a su insufrible enemiga ancestral, la Gran Bretaña, que tanto había hecho por neutralizar nuestra gloriosa Revolución.

Otro de los que se alegraron y mucho con esta iniciativa de Napoleón fue Tallien; para él resultó casi una bendición del cielo. Y es que dada su cada vez más difícil situación tanto personal como profesional, la idea de poderse sumar a la expedición de Bonaparte y alejarse por un tiempo de París se le antojaba una ocasión única de recuperar algo de prestigio, más aún si lo hacía entre las filas de amigo tan antiguo como querido. Tallien pensaba en Napoleón casi como en un camarada, puesto que fuimos nosotros los primeros en abrirle las puertas de nuestra casa cuando era un don nadie y la amistad se consolidó aún más al ser testigos de su boda. Sin embargo, lo que parecía no comprender Tallien era que dicha amistad poco tenía que ver con él. De hecho, Bonaparte ni siquiera le tenía simpatía. Y si antes de sus éxitos militares aguantaba la charla de Tallien en La Chaumiére con la condescendencia que uno otorga a un anfitrión pelmazo, ahora, tras sus triunfos, no tenía ni tiempo ni humor para disimular. Consideraba a Tallien, y así lo dijo en público, méchant et corrupteur, de ahí que al principio todas sus tentativas para que lo incluyera en su expedición a Egipto parecieran abocadas al fracaso.

— Si tú pudieras hablar con él… — me dijo un día en el que, como tantos otros, coincidíamos en las habitaciones de los niños-. Bonaparte te adora y no puede negarte nada.

— Si eso es lo que deseas–le respondí sin mucha convicción-, ¿pero en calidad de qué debo decirle que quieres ir a Egipto?

— No sé, dile que como observador, o incluso como modesto escriba. Dile que podría colaborar en el inventario de todos esos maravillosos tesoros que, según cuentan, duermen enterrados en aquella lejana tierra. O mejor aún, no le digas nada de todo esto. Tú sabes bien cómo convencer a un hombre sin tener que dar explicaciones fastidiosas, vida mía.

Sonreí. Tallien era apenas la sombra del hombre que había sido. Estaba muy delgado últimamente y sus ropas parecían flotarle alrededor del cuerpo. Me entretuve en ver cómo subía y bajaba su nuez bailoteando en ese cuello que poco tiempo atrás había sido fuerte y también bello. Apenas tenía treinta y un años, pero había perdido ya parte del pelo y casi todos los dientes.

— ¿Verdad que te alegras de que tenga esta nueva posibilidad de reconducir las cosas?, ¿verdad que me ayudarás a conseguirlo, amor mío?

Prometí hacerlo y aproveché una visita que tenía que hacer al Palais Royal para desviar mi ruta y pasar brevemente por casa de los Bonaparte en la Rue de la Victoire. Hacía días que no había intercambiado con Josefina nuestras habituales notas intrascendentes y al llegar allí me dijeron que estaba ausente. No me sorprendió que así fuera, raras eran las mañanas que ella no aprovechaba para ir de compras, sobre todo ahora que, gracias a los éxitos de su marido, su situación económica había mejorado considerablemente.

— No, no es a la ciudadana Bonaparte, sino al general, a quien deseo ver–dije a la persona que me abrió la puerta. Se trataba de un muchacho muy joven vestido de militar, apenas debía de tener unos dieciocho años, y ya me disponía a dirigirme hacia la biblioteca sin más preámbulos cuando me detuvo.

— ¿Os espera el general, ciudadana?

En vano intenté explicar a aquel lampiño muchachito (que mucho me recordaba, dicho sea de paso, a Marc–Antoine Jullien por su aspecto y su insolencia) que yo nunca había necesitado ser anunciada en esa casa, que era amiga de la ciudadana Bonaparte, una más de la familia.

— Los tiempos han cambiado–dijo haciendo oídos sordos a mis protestas-. Esperad aquí, ciudadana.

No tuve más remedio que hacerle caso y me entretuve–ya que su figura tanto me había recordado a mi primer fracaso en lo que a seducciones se refiere–cavilando qué habría sido de aquel otro insolente muchacho, Jullien, el protegido de Robespierre. No soy persona rencorosa y nadie puede decir que haya utilizado mi influencia para vengarme, pero debo reconocer que en lo que a Marc–Antoine se refiere hice una pequeña excepción. Una vez muerto el Incorruptible, todos sus colaboradores acabaron guillotinados o en prisión, y yo me ocupé personalmente de ordenar que aquel espía que Robespierre había mandado a vigilarme durante la ausencia de Tallien en Burdeos no escapara al castigo.

En estos pensamientos tan poco caritativos estaba cuando se abrió de nuevo la puerta y entró Bonaparte. Aquellos eran tiempos vertiginosos, todo y todos cambiábamos con suma rapidez. Naturalmente, yo había tenido ocasión más que sobrada de observar a Napoleón esos días atrás en las fiestas dadas en su honor, pero aun así, ahora, lejos de las candilejas y a la siempre inmisericorde luz matinal, me sorprendió ver cuán distinto parecía. Su cara era tan juvenil como siempre, pero había profusas líneas alrededor de sus ojos y un brillo nuevo en ellos muy frío. Me extrañó que así fuera, pero no le di importancia; yo siempre me he considerado experta en caldear miradas, maestra en disolver recelos.

— Querido general, qué bien os veo y qué suerte poder tener estos minutos a solas los dos como antes.