En cuanto al dinero que comenzaba a llegar del exterior y el uso que de él se hacía, éste era tan escandaloso como las costumbres imperantes. Al gran número de agiotistas, especuladores y acaparadores de todo tipo de mercancías se unían ahora los financieros que se dedicaban a enriquecerse con los suministros al ejército. «¡Botas de suelas tan finas como hojas de papel y ropas de abrigo confeccionadas de paño podrido!», así describe aquellas mercancías el tronante Mallet du Pan, pero tal vez exagerase un tanto, porque hay que tener en cuenta que Mallet du Pan era un agente secreto de los realistas que deseaba a cualquier precio acabar con el Directorio y con todos sus corruptos amigos.
Entre estos suministradores del ejército había por cierto un caballero que hacía tiempo se había convertido en asiduo a nuestras reuniones. Se llamaba Gabriel–Julien Ouvrard y su aspecto físico distaba mucho del tipo que la caricatura ha fijado para los hombres de su profesión. No era ostentoso en sus maneras ni burdo en su trato; tampoco era viejo ni gordo, sino muy joven, apenas veintiocho años, y tenía un físico más que agradable, así como una prudencia que bien podía confundirse con elegancia. Todo lo contrario, dicho sea de paso, que Barras, quien por esas mismas fechas se encontraba redecorando de arriba abajo una de sus carísimas propiedades en las afueras de París, la llamada Grosbois, que había pertenecido a Monsieur, es decir, al hermano del guillotinado Luis XVI. Durante meses, un batallón de carpinteros, albañiles, tapiceros, broncistas, pintores, jardineros y operarios de todo tipo trabajaron sin descanso para entregar al ciudadano Barras, que antaño votara la muerte de Luis XVI, un palacio digno de un rey. En realidad, podría decirse que todo lo que había en aquella magnífica residencia parecía desmentir la reciente historia de Francia. La opulencia y la ostentación eran tan similares a las del Antiguo Régimen que resultaba difícil creer que entre aquel lujo desmedido y éste casi obsceno hubiera tanta sangre, tanto sufrimiento y tantos cadáveres. Grosbois se convirtió muy pronto en el centro de reunión de todos los hombres relevantes del momento. Por allí podía verse a los diversos integrantes de la sociedad de entonces: los convencionales, los militares brillantes (salvo Napoleón, que seguía a la sombra de las pirámides), también los émigrés, que habían vuelto a Francia y ahora ocupaban de nuevo un lugar destacado en sociedad. Entre ellos estaba, como ya hemos visto, el ciudadano Talleyrand, reconvertido ahora en ministro de Asuntos Exteriores del Directorio. Porque, igual que las aves retornan cuando comienza a caldear el sol tras el crudo invierno, también este avispado pájaro estaba de regreso y con él sus suaves modales. Así, un día de los primeros en que todos nos encontrábamos disfrutando de uno de los nuevos y más bellos salones de Grosbois, recuerdo que se acercó a mí con estas palabras:
— Querida, hace tiempo que quería deciros que estáis tan bella como la última vez que nos vimos antes del diluvio. ¡Pero si incluso se diría que os encontráis en la misma deliciosa situación de entonces! Ved si no: estáis aquí, de pie, junto a una mesa de juego mirando el ir y venir de los naipes mientras vuestro hombre despluma a los incautos. Realmente, ma chére, hay que reconocer que plus ça change, plus c'est la même chose [9].
Aun suponiendo que su comentario no tuvieran intención de herirme y sólo se tratara de un pequeño chiste de esos que tanto gustan a los personajes mundanos, lo cierto es que sus palabras fueron una bofetada en pleno rostro. Sin duda, el encuentro «antes del diluvio» del que hablaba había tenido lugar en Fontenay–aux–Roses cuando yo estaba casada con mi primer marido. Fontenay era entonces consejero del Rey, empedernido jugador de cartas y un mujeriego que jamás me había amado. ¿Y cuál era mi situación actual? Yo no era ni siquiera la esposa, sino la amante del hombre fuerte del régimen actual. Barras, al igual que Fontenay, era jugador, pero no sólo con los naipes y con los corazones femeninos como aquél, sino con todo tipo de turbios negocios Y por último, al igual que ocurría con Fontenay, Barras nunca me había amado.
Yo, por mi parte, no me había hecho ilusiones respecto de sus sentimientos. Otros muchos errores he podido cometer en mi vida, pero desde luego no el de engañarme acerca de lo que sienten los hombres por mí. Siempre supe que Barras sólo tenía un amor, y era ese que se le aparecía cada mañana en el espejo mientras su criado lo rasuraba. Yo era para él otra cosa que nada tenía que ver con los sentimientos. Un adorno, una anfitriona brillante para sus muchas fiestas, el complemento perfecto para su éxito; en otras palabras, poco más que una bella pluma en el su ya de por sí ostentoso sombrero de héroe de la República.
Como en tantas ocasiones en mi vida cuando ésta se volvía amarga, sonreí. Más aún, reí a carcajadas ante la ocurrencia de Talleyrand. No podía dejar que ninguna de aquellas personas para las que el éxito era su único dios, adivinaran que la valiente madame Thermidor, la compasiva Señora del Buen Socorro–y, sobre todo, la que ellos más admiraban-, la muy bella Teresa Cabarrús, sufría.
— Tenéis razón–le dije al ex obispo, ex revolucionario y ahora ministro de Francia-, qué frase tan acertada la vuestra, amigo mío, prometedme que seguiremos con esta conversación más tarde. Ahora debo asegurarme de que todo está listo para que podamos pasar al comedor a su hora. ¿Os gusta el faisán, Talleyrand?
***
Mientras me dirigía hacia la puerta del comedor con tan tonta excusa me volví para observar aquel mundo que yo había elegido como mío. Allí estaban todos los actores principales de la actual comedia francesa: madame Récamier, vestida de rosa pastel representando su sempiterno papel de virgen intacta con la repetitiva estrategia de excitar y luego desdeñar a los hombres; Paul Barras, apostando en una mano de whist lo que un hombre honrado tardaba un año en ganar, pero que representaba tan sólo una ínfima cantidad de lo que él había acumulado impostando el inverosímil papel de político honesto en la Convención; Germaine de Staël, con su turbante a la criolla que de ningún modo lograba suavizar sus rasgos equinos y filosofando con un émigré sobre la miseria humana mientras bebían champagne; y por fin Rose, la actual Josefina Bonaparte. Podía verla allí, junto a la ventana, rodeada de un sinfín de aduladores. Era el centro de atención, en especial de los que intuían que, muy pronto, los vientos comenzarían de nuevo a rolar. Ella, por su parte, los escuchaba muy atenta y muy solícita, dedicándoles por turnos esa sonrisa de enigmática Gioconda que yo misma le había enseñado a perfeccionar y que no escondía misterio alguno salvo una muy mala dentadura.
Sí, ése era mi mundo, el que había surgido a la sombra de la guillotina después de que tantos miles de personas la hubieran regado con su sangre. Uno en el que yo brillaba no por mis buenas obras, pues todo se olvida con suma rapidez, sino por mi belleza y sobre todo por estar cerca del poder. No cabía duda de que tenía razón Talleyrand y la cínica frase plus ça change, plus c'est la même chose: cuanto más cambian las cosas, más continúan siendo lo que eran antes.
— ¿Estáis bien, madame? Tened, se os acaba de caer el abanico. Un rostro tan bello debería tener siempre a mano tan útil implemento no sólo para no deslumbrar demasiado a quienes lo miran, sino también para ocultarse cuando sus pensamientos requieren un momento de privacidad.